Los Kalkitos tienen su origen en Italia, cuando Gillette, conocida principalmente por sus productos de afeitado, adquirió una compañía especializada en serigrafía. Esta empresa destacaba por su avanzada tecnología para producir imágenes transferibles por presión, como las populares hojas Letraset que se utilizaban en diseño y maquetación. Fue en el Departamento de Marketing de Gillette donde se gestó la idea de convertir esa tecnología en un juego educativo y creativo para niños. Así nacieron los Kalkitos, una combinación única de imágenes transferibles y escenarios panorámicos que permitían a los pequeños crear sus propias historias llenas de imaginación. Gillette, que afeitaba a los adultos, logró también conquistar a los jóvenes con este innovador producto.
En 1978, los Kalkitos desembarcaron en España y rápidamente se convirtieron en un fenómeno. Estos álbumes ofrecían fondos ilustrados con decorados temáticos y láminas llenas de figuras transferibles que los niños podían colocar a su antojo. Los escenarios abarcaban una amplia gama de temáticas: vikingos, mundos futuristas, aventuras prehistóricas o del lejano Oeste. También habían algunos inspirados en clásicos literarios como 20.000 leguas de viaje submarino o Tarzán (ese fue uno de mis favoritos, debo confesar). Las opciones parecían infinitas, con personajes históricos como Pancho Villa o el Barón Rojo, y ediciones más modernas inspiradas en programas de televisión, torneos de futbol o como las dedicadas a Félix Rodríguez de la Fuente, lanzadas poco antes de su trágica muerte el 15 de marzo de 1980.
El éxito de los Kalkitos radicaba en su simplicidad y en la enorme creatividad que estimulaban. Su funcionamiento era sencillo, pero cargado de magia: desplegar el fondo panorámico, elegir una figura de la lámina transferible, posicionarla en el lugar ideal y frotar con un lápiz, bolígrafo o cualquier objeto con punta. Así, la figura se transfería al escenario, permitiendo al niño personalizar la historia como quisiera. Sin embargo, había que tener cuidado al rascar, porque si no se hacía con precisión, podía quedar incompleta. Era común que algún personaje perdiera una extremidad o algún detalle, lo que aunque frustrante, se convertía en parte del encanto.
Recuerdo que los Kalkitos fueron una parte fundamental de mi infancia. Pasaba horas creando mis propias escenas, comprando las láminas o recibiéndolas como regalo de mi madre, que las adquiría en una de mis papelerías jugueterías preferidas, la "papelería Cugat", cerca de mi escuela. Este lugar era mágico para mí (ya lo comente en un post dedicado a aquella entrañable y vieja papelería Cugat). Aquella papelería hasta sus últimos días siempre estuvo repleta de novedades que hacían de cada visita una aventura. Si quieres saber algo más de aquella papelería: "LIBRERÍA PAPELERÍA CUGAT".
A menudo, no utilizaba todas las figuras en el decorado original, ya que prefería reservar algunas para decorar mis libros de texto, carpetas y hasta objetos completamente ajenos al tema. Esto extendía la diversión y me daba la sensación de llevar un pedazo de esas historias conmigo a todas partes.
Lo curioso es que, con los años, mi relación con los Kalkitos y los transferibles no terminó. Por increíble que parezca, terminé trabajando en un laboratorio de diseño gráfico y, durante más de cinco años, mi tarea principal fue fabricar los negativos para crear transferibles. Entre otras cosas, también participaba en la producción de transfers para montajes publicitarios. Este trabajo me devolvió a ese universo de creatividad que tanto me fascinaba de niño y, de alguna manera, me permitió revivir aquellos buenos recuerdos asociados a los Kalkitos. A día de hoy, al recordar esa época, no puedo evitar sonreír. Este post y los Kalkitos que saqué hoy de "EL BAÚL DE HAL" han traído de vuelta una avalancha de nostalgia.
Además de ser un simple pasatiempo, los Kalkitos fueron un puente hacia la imaginación. Las láminas transferibles, fabricadas con petroderivados y serigrafiadas con gran calidad, no eran solo un producto, sino una ventana a un mundo lleno de creatividad. Cada escenario tenía su propia narrativa, pero la verdadera magia era que cada niño podía adaptarlo a su gusto, creando historias únicas. Hoy, al recordarlos, revivo la emoción de aquellos momentos en los que, con un lápiz y algo de paciencia, podía construir un universo propio. Fueron mucho más que un juego: fueron una forma de explorar, imaginar y dar vida a aventuras inolvidables. ¡Qué maravillosa era esa época!
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