COPIAR O CORTAR Este primer código evita que copien los textos de tu página o blog Este segundo código evita que copien las imágenes y gif COPIAR O CORTAR YO TAMBIÉN LO TUVE! NOSTALGIA Y RECUERDOS DE LOS AÑOS 60 - 70 - 80 - 90's

sábado, 19 de octubre de 2024

JABÓN LAGARTO: LIMPIEZA CON OLOR A RECUERDOS

Ah, el famoso Jabón Lagarto, ese icónico bloque marrón que, para muchos de nosotros, fue un símbolo de la infancia, junto al olor del caldo casero con hueso de jamón y el sonido de las radionovelas en casa de la abuela. Este post va dirigido a aquellos que, como tú o yo, de pequeños pensábamos que el jabón se hacía con las escamas y la piel de algún pobre lagarto, tal vez el mismísimo "Lagarto Juancho". La historia del Jabón Lagarto es un viaje lleno de nostalgia y momentos entrañables.

El Jabón Lagarto tiene sus raíces en la España de principios del siglo XX, aunque la historia de la fábrica que lo originó va más allá. Fue fabricado por "Lizariturry y Rezola", una de las industrias más antiguas de San Sebastián, que comenzó su actividad en 1864. Así que podríamos decir que, en este año 2024, la fábrica hubiera cumplido nada más y nada menos que 160 años.

Esta empresa no solo se dedicaba a la fabricación de jabones, sino también de bujías, velas, glicerinas y parafinas. Aunque Lizariturry y Rezola cerró en la década de los 90's, el Jabón Lagarto, que vio la luz por primera vez en 1914, sigue siendo uno de sus productos más emblemáticos. Hoy en día continúa su fabricación de la mano de la empresa "Euroquímica", lo que significa que este año el mítico jabón también está de aniversario, mmmm un momento que pillo la calculadora jejejeje, y celebra 110 años de existencia. ¡Nada mal! Como los reptiles, que pueden vivir tanto tiempo que parecen sacados de la prehistoria, tal vez el Jabón Lagarto heredó esa longevidad de algún antepasado dinosaurio.

En una época en la que el analfabetismo era elevado, muchas personas no sabían leer ni escribir, por lo que las marcas comerciales recurrían a imágenes o símbolos fácilmente reconocibles. Un símbolo como el de un animal en el empaque era clave para atraer a los consumidores. Por ejemplo, una fábrica de cigarrillos podía usar un bisonte o un dromedario en su paquete, o una marca de papel higiénico, un elefante, simbolizando fuerza y limpieza. En el caso del Jabón Lagarto, su nombre y el dibujo del reptil lo hacían fácilmente reconocible para todos, incluso sin saber leer. No es difícil imaginar cómo, para más de un niño, el lagarto esculpido en cada pastilla de jabón desataría la imaginación, haciéndonos pensar que, en verdad, había un reptil involucrado en su fabricación. Ufffff si los visitantes de V se enterasen de esto... Estaríamos arreglados, la mala malísima Diana nos haría la vida imposible, jajajajaja.

Recuerdo perfectamente el olor penetrante del Jabón Lagarto, ese aroma inconfundible que invadía la casa de mi abuela cada vez que lavaba la ropa. Todavía hoy, cuando lo percibo, me transporta al pasado. El Jabón Lagarto era una herramienta infalible para las amas de casa, incluyendo a mi abuela, que se reunían en el lavadero del pueblo para lavar la ropa a mano, antes de que las lavadoras ocuparan un lugar privilegiado en los hogares.

Ah, el lavadero… casi un lugar sagrado en algunos pueblos, en mi caso en Cantoria, Almería. Era un sitio lleno de vida, un lugar que recuerdo con mucho cariño, donde las mujeres del pueblo se reunían mientras sus maridos trabajaban fuera. Allí, entre charlas y risas, mi abuela y sus vecinas frotaban sin descanso la ropa contra las piedras o las tablas de lavar, creando una sinfonía cotidiana con la ayuda del infalible Jabón Lagarto.

Los niños que acompañábamos a nuestras madres, abuelas o hermanas mayores solíamos meternos en el agua, chapoteando en la acequia mientras ellas luchaban contra las manchas difíciles. Pero ese espacio era más que un lugar para lavar; era un rincón lleno de vida donde se compartían chismorreos, historias, recetas, consejos y sobretodo secretos a voces, mientras las pastillas de jabón se iban desgastando.

Aunque su uso principal era para lavar la ropa, el Jabón Lagarto servia para todo. Si alguna vez te metías en un charco de barro, bien podías terminar frotado de pies a cabeza con aquel jabón. ¡Incluso para la higiene personal servía! Y no lo digo solo yo; hay casos en los que más de un dermatólogo llegó a recomendarlo para el cuidado personal, e incluso era mano de santo para el cabello graso. Más de uno pensará que me estoy inventando esto, pero nada más lejos de la realidad. Investigad en la red y encontraréis muchos testimonios que lo confirman.

Era un remedio infalible contra la suciedad, y las madres y abuelas lo sabían bien. El Jabón Lagarto era un todoterreno que resolvía cualquier situación, desde manchas imposibles en la ropa hasta las más rebeldes en nosotros, los chiquillos. Aunque estaba pensado principalmente para la limpieza de la ropa, en muchas casas se usaba también como un jabón multiusos.

Recuerdo que si me ensuciaba jugando en la calle o en el campo, no era raro que mi abuela me frotara con él para quitarme la roña, (como ya os mencioné anteriormente), incluso detrás de las orejas, esa zona que siempre parecía ser un imán para la suciedad. Claro que escocía un poco si te entraba en los ojos, pero no había mancha que se le resistiera, ya lo cantaba Caponata y Perezgil: ♫♪♫♫♪… Cuando te manches las manos en el barro y te tapen los chorretes la visión, si no quieres que te digan, ¡ANDA GUARRO! Abre el grifo, dale al agua y al jabón... ♪♫♪♫♪. Ellos en la canción no nombraban marcas, pero yo estoy seguro de que se referían al Jabón Lagarto, jajajaja.

Quizás lo más nostálgico era el grabado del lagarto en cada pastilla, un emblema icónico que parecía tener vida propia. Y mientras ese grabado se iba desgastando con cada uso, el jabón seguía allí, firme, dispuesto a batallar contra la suciedad. Mi abuela solía guardar los pequeños pedacitos que quedaban y los derretía para formar una nueva pastilla de jabón, un truco que muchas amas de casa aprendieron para alargar la vida útil del querido Lagarto.

Para mí, ese lagarto simbolizaba algo misterioso, aunque en realidad era solo el logotipo de la marca. Su fórmula, basada en grasa y sosa cáustica, era simple pero tremendamente efectiva. De niño, estaba convencido de que el pobre Lagarto Juancho debía haber sido víctima de algún proceso industrial que no comprendía.

Hoy en día, el Jabón Lagarto ha resistido la prueba del tiempo. Aunque ya no lo veamos en todos los hogares, sigue siendo el preferido de quienes buscan un jabón natural, sin aditivos, y con esa capacidad mágica para quitar manchas. Hay algo reconfortante en ese olor que te transporta directamente a la infancia, al lavadero del pueblo, al calor de la cocina de la abuela, donde todo era simple y auténtico.

Lo curioso es que, ahora, muchos de nosotros buscamos precisamente eso: lo artesanal, lo puro, lo de siempre. A veces, la modernidad no puede competir con el poder de un recuerdo. Así que este es como otros de esos pocos productos que perduran, cada vez que veo una pastilla de Jabón Lagarto en alguna tienda, no puedo evitar sonreír. Es un pedazo de historia, un fragmento de nuestra infancia y de la vida de nuestras abuelas o madres, que sigue aquí, firme, como un viejo amigo que nunca se fue.

Y quién sabe, tal vez aún quede algún chiquillo que sigue pensando que hay un pobre Lagarto Juancho involucrado en su fabricación. Pero eso, querido amigo, es parte del encanto y del misterio del Jabón Lagarto.

Para finalizar, me gustaría mostraros las pastillas de Jabón Lagarto que guardo en "EL BAÚL DE HAL", junto a unas publicidades de archivo, así como un par de láminas enmarcadas que son una pasada. Una de ellas conmemora los 100 años de la empresa "Lizariturry y Rezola" (1864 - 1964), y la otra es una copia del famoso cartel publicitario de Jabón Lagarto, pintado por Pedro Antequera Azpiri en 1924.

Este cartel es una auténtica obra maestra del diseño gráfico, que aún hoy se estudia en escuelas de diseño y se menciona en tesis doctorales sobre mercadotecnia. Alrededor de él se llevó a cabo una campaña publicitaria integral, que vinculaba el dibujo del lagarto tanto en los anuncios como en la propia pastilla de jabón. Fue uno de los primeros ejemplos en España de un concepto publicitario coherente y unificado, lo que lo convierte en un hito en la historia de la publicidad española.

Pues nada, solo me queda deciros que, cuando os duchéis, no olvidéis lavaros detrás de las orejas. Y como decía una buena amiga mía: "mmmm... ¡Entre los dedos de los pies!" jajajaja.









sábado, 12 de octubre de 2024

EL CHICLE COSMOS NEGRO: UN VIAJE RETROESPACIAL

Hablar del chicle Cosmos Negro, y en especial de su segunda versión (la que sacamos hoy del "Baúl de HAL"), es como embarcarse en una nave espacial retro, directa a las décadas pasadas. Una época en la que las golosinas no solo te llenaban de azúcar hasta las cejas, sino también de imaginación y, en este caso, ¡de negro! Este mítico chicle, fabricado por Chicles Americanos S.A. en Pinto, Madrid, dejó una marca indeleble en la infancia de muchos, no solo por su peculiar sabor, sino también por su estética espacial. No era solo un chicle, era un fenómeno. Pero, ¿qué lo hacía tan especial?

Primero, hablemos de su sabor. El Cosmos Negro no era un chicle para todos los públicos, ni mucho menos. Con su intenso gusto a regaliz, parecía más un reto para el paladar que una simple golosina. No era el típico chicle de fresa o menta que te daban tus abuelos para mantenerte callado. No, no. Este era de los que te obligaban a tener carácter. El verdadero ritual comenzaba cuando sacabas esa goma de mascar negra como el carbón, con la solemnidad de un Guerrero Jedi, y la mostrabas a tus amigos como si fueras el más valiente del grupo.

Y si alguna vez lo probaste, seguro que recuerdas lo rápido que te dejaba la lengua negra como si hubieras estado mascando una bota de Darth Vader. ¡Ah, qué tiempos! Tener la lengua negra era un distintivo de valientes, casi un pase VIP al club de los que no le temían a nada, mientras los demás se contentaban con sus opciones más seguras y… menos oscuras. Eso sí, ¡su textura! Te hacía dudar si estabas masticando chicle o intentando roer un trozo de neumático. Pero todo valía por el desafío.

El Cosmos Negro no solo sorprendía por su sabor atrevido, sino por su temática espacial, que lo hacía aún más irresistible. En pleno auge de la carrera espacial, cuando todo lo que viniera del espacio era automáticamente más cool, este chicle era el rey del kiosco. Su envoltorio, ¡madre mía! Era un espectáculo: negro como la noche, con un fondo estrellado que parecía sacado de un catálogo de viajes intergalácticos.

Y ahí estaba él, un astronauta (¡qué diría yo que era de raza negra y con un peinado con raya muy afro, todo un look que haría sonreír al mismísimo Lando Calrissian!), flotando en el negro del espacio, junto a una nave que bien podía haber sido la prima cercana de la Águila de la serie "Espacio: 1999". Abrir ese envoltorio era como recibir un billete de primera clase en una aventura espacial.

Pero como todo lo bueno, el Cosmos Negro tuvo un final misterioso. Un día, sin previo aviso, desapareció de los kioscos, dejando a todos con la lengua negra y el corazón partio. Nadie sabe con certeza por qué se dejó de fabricar; es uno de esos grandes misterios de la galaxia, al nivel de los agujeros negros o los calcetines que desaparecen en la lavadora. Quizás los gustos cambiaron, o tal vez la humanidad no estaba preparada para un chicle tan audaz. Quién sabe.

Hoy, si tienes suerte, ya que estos chicles están muy buscados, podrías encontrar alguna de estas reliquias en subastas de antigüedades online o en colecciones privadas. Pero ojo, masticar un chicle de más de 40 años suena como una broma de mal gusto. Yo, personalmente, paso. Aunque no niego que me gusta tenerlos en mi colección y que cada vez que agarro y miro uno de esos antiguos chicles de mi colección, cierro el puño y siento que la fuerza me acompaña y está conmigo, jejejeje.

En un mundo donde los chicles de hoy en día parecen competir más por limpiar los dientes que por endulzar la vida, es difícil imaginar que algo tan auténtico como el Cosmos Negro vuelva a los kioscos. Lo que queda es su leyenda, con esos sabores únicos de regaliz. También existieron en versiones de fresa o menta, con sus envoltorios espaciales, acompañados de cromos coleccionables de naves y cohetes que nos hacían soñar con conquistar el universo.

Estos cromos venían con los primeros chicles Cosmos, y, por cierto, ellos también merecen un post. Hablar de ellos y mostrároslos vale mucho la pena, ya que tenían diferencias con los de la segunda generación que os estoy mostrando ahora. Una de esas diferencias era el envoltorio, que tenía un diseño diferente, y, claro, los cromos, que los de la segunda generación no incluían. mmmm... pero eso lo dejamos para otro día... ¡Prometido!

Y así llegamos al final de esta pequeña odisea cósmica. Un simple chicle, una lengua negra y una sonrisa inolvidable. Este homenaje al Cosmos Negro de segunda generación nos recuerda que, a veces, las cosas más simples pueden dejar una huella eterna. Aunque, eso sí, ¡esperemos que no sea en los dientes! jajajajaja.







sábado, 5 de octubre de 2024

¿TE ACUERDAS DEL MIEDO QUE DABA IR AL COLEGIO DESPUÉS DE HABERTE CORTADO EL PELO?

"EL QUE SE PELA SE ESTRENA" era como el rito de iniciación no oficial, pero ineludible, de todo colegio. Tú ibas todo feliz, estrenando corte de pelo, sintiéndote el más guapo del mundo, casi listo para protagonizar una campaña de champú... y lo primero que recibías al llegar eran collejas y capones a mansalva. O pescozones, que da igual el nombre, el resultado era el mismo: ¡PLAF! Adiós peinado y, de paso, un poco de dignidad. Te quedabas con cara de "TE JURO QUE TE MATO...", pero claro, era la tradición, y ¿quién eras tú para romperla?

Era como si tus compañeros tuvieran un radar que detectaba el más leve aroma a peluquería desde el horizonte. No importaba si te habías hecho el corte más moderno, estilo "me lo vi en el Súper Pop o en el Bravo", o si te habías quedado casi al ras cual soldado. La colleja venía sí o sí, puntual como las tareas que nunca entregabas. Siempre había un ninja experto en capones, el Jean Claude Van Damme de los capones en la nuca, que antes de que pisaras bien el patio ya te había dejado su firma personal: ¡ZAS! Un golpe que te hacía ver estrellas y dudar de tu existencia durante unos segundos.

Y luego venía la "revisión oficial" de tus colegas, como si fueran críticos de peluquería: "¡A ver, date la vuelta! mmmm... te han dejado un trasquilón aquí atrás, ¿eh?". Con la seriedad de un cirujano y la malicia de un demonio, por supuesto.

Pero la cosa no quedaba ahí. Sabías que tarde o temprano llegaría su turno. Ah, el dulce momento de la venganza. El día en que, con una sonrisa de pura maldad, te acercabas por detrás y... ¡PLAF! Colleja a traición. Era como si estuvieras restaurando el equilibrio del universo. Lo mejor era esa mezcla de risas nerviosas y gritos de dolor reprimido. Porque claro, el capón dolía, pero nos partíamos de risa. Bueno, unos más que otros. Especialmente los que repartían las collejas, más que los que las recibían, esos siempre reían más fuerte.

Y ahí estábamos, mientras las chicas nos miraban desde la distancia, con esa mezcla de vergüenza ajena y lástima, llamándonos brutos, cavernícolas, y de paso, pensando: "¿Cómo es posible que estos trogloditas vayan a ser nuestros compañeros de clase por lo menos hasta 8 de EGB?". Pero bueno, que nadie se engañe: al final, a todos nos hacía gracia. Porque si no te reías, ¿qué te quedaba? Bueno, sí, otro capón.

Hoy en día, esta tradición sería vista como una especie de acoso, bullying o vaya a saber qué otra etiqueta, con hashtags como #StopCapones o #CollejasNoSonHumor inundando las redes. Imagínate, vendría hasta una comisión de derechos infantiles para analizar la situación. ¡Collejas con su respectivo informe psicológico incluido! Y claro, no digo que fuera la mejor costumbre, pero oye, te hacía espabilar.

Eso sí, tengo la sensación de que ahora en los colegios ya no se ven tanto estas cosas, ¿no? A no ser que hablemos de una "collejita educativa", de esas que no matan neuronas... o bueno, solo te dejan sin un par de ideas, ¡nada grave! jejejeje

sábado, 28 de septiembre de 2024

TODOS LOS COCHES A SU RAMPA DE SALIDA (TRANSPLASTIC -TITO)

¿Sabías que el juguete con ruedas más antiguo fue descubierto en Turquía? Se trata de un pequeño carro de caballos hallado en la tumba de un niño de más de 5.000 años de antigüedad. A lo largo de la historia, los niños siempre han querido tener juguetes con ruedas: desde cuadrigas y carros hasta diligencias o trenes, y ya en el siglo XX, coches. Los primeros modelos de coches de juguete imitaban los automóviles clásicos de principios de ese siglo y estaban fabricados con una variedad de materiales diferentes según la época. Pasaron de barro a madera, hojalata, cartón, celuloide, metal o plástico.

En este post, hablaremos de los coches de juguete de la marca Transplastic - Tito, concretamente de los F1. También os enseñaré los que tengo en mi colección de "El BAÚL DE HAL". Un lugar donde, en lugar de tesoros, también hay un auténtico paraíso de nostalgia automovilística.

Estos coches, con una escala cercana a 1:43 (aproximadamente 10 cm), se podían montar sobre una rampa lanzadera para catapultarlos a velocidades vertiginosas. Imagínate eso: coches de juguete volando por la sala como si fueran pilotos de Fórmula 1 en plena carrera. Según mi información, comenzaron a fabricarse en los años 70's por la madrileña casa Transplastic S.A., ya desaparecida, aunque también hay quienes dicen que esta empresa venía de Portugal, la verdad lo desconozco.

En los kioscos del barrio, estos coches se podían encontrar, pero creo que realmente se hicieron populares gracias a varias promociones muy recordadas. Fueron regalados por diferentes marcas en sus promociones desde mediados de los 70's hasta bien entrados los 80's. Yo todavía recuerdo esas promociones como si fuera ayer. Las del Brandy Fundador, las tabletas de chocolate Ezquerra, pastas dentífricas… y otras más conocidas, como las de la leche El Castillo o las de los tambores de detergente Colón. ¡Ah, los tambores de Colón! Esa era toda una aventura. ¡Metíamos el brazo hasta el fondo, rebuscando entre el detergente como si estuviéramos buscando el tesoro enterrado de un pirata!

El momento de sacar el coche era pura magia. Con una sonrisa de satisfacción en el rostro, veías cómo aparecía ese pedazo de bólido que te llevaría a competir en futuras carreras con tus amigos del cole o del barrio. ¡Quién sabe si los personajes de "Fast & Furious" no hicieron sus primeros pinitos en carreras con coches como estos! jajajaja.

El mecanismo de la lanzadera era muy sencillo y, a la vez, fascinante. Consistía en enganchar una goma elástica a un gancho fijo, ubicado al principio, en la parte baja de la rampa lanzadera. El otro extremo de la goma se sujetaba a un segundo gancho, este movible, en una guía tipo cremallera pero sin dientes, que al deslizarse tensaba la goma. ¡Era como preparar un arco para lanzar una flecha, pero con mucha más diversión y menos riesgo de dar en el blanco equivocado!

Al llegar al tope trasero de la rampa, dos pequeñas protuberancias mantenían el coche retenido, mientras que una muesca saliente en la parte superior permitía poner en posición de salida al F1. Esta muesca tenía dos funciones: primero, darle un buen empujón al bólido; cuanto más fuerte, más lejos llegaría el coche. Y segundo, una vez terminada la competición, servía para montar el coche a presión encima de la rampa, haciendo coincidir la muesca con un agujero debidamente situado debajo del coche. De esta manera, el bólido y la rampa siempre permanecían juntos, sin el peligro de que se separaran y alguno se perdiera. ¡Menuda ingeniería para un juguete mmmm inventos del TBO que funcionaban muy bien jejejeje!

Una vez la muesca estaba en su lugar y el F1 debidamente situado en la lanzadera, solo tenías que hacer una pequeña presión sobre el gatillo en la parte posterior de la rampa. Al liberar el gancho guía que sujetaba el coche, salía disparado de un empujón a toda velocidad, como si de una ballesta se tratara, con el bólido siendo su veloz flecha. La sensación era indescriptible, te podías sentir un Niki Lauda o un Emerson Fittipaldi.

Recuerdo cómo competíamos en el patio, haciendo pequeñas carreras improvisadas. Los coches salían disparados y a veces se estrellaban contra las paredes, lo que nos hacía reír a carcajadas. ¡Era un espectáculo digno de los Juegos Olímpicos! A veces, me preguntaba si nuestros coches de juguete eran más veloces que algunos de los coches de verdad que circulaban por la calle. Y si algún adulto se atrevía a preguntarnos sobre esa hipotética carrera, siempre respondíamos con un. "¡Es un F1, claro que ganaría!" como si eso lo explicara todo jejejeje.

Con el tiempo, los F1 de Transplastic se convirtieron en objetos de colección. Hoy en día, ver esos coches y coleccionarlos me trae un torrente de recuerdos, una especie de viaje en el tiempo. Pero, ¿qué sería de un juguete sin su dosis de fantasía? Seguro que en algún rincón del universo, estos coches siguen compitiendo a toda velocidad, mientras nosotros, como niños eternos, seguimos disfrutando de la emoción que traen a nuestras vidas mmmm después de todo, la vida es como una carrera de coches: a veces ganas, a veces pierdes, pero lo importante es haber jugado y disfrutado de ese momento.  

Las imágenes sin marca de agua no son de mi propiedad; fueron extraídas de la plataforma Todo Colección. Los créditos corresponden a sus respectivos dueños. 





























sábado, 21 de septiembre de 2024

CUANDO LA FOTOGRAFÍA TENÍA TIEMPO DE ESPERA

Hubo un tiempo no muy lejano en que las fotos no se tomaban con teléfonos, ni se revisaban en pantallas al instante, ni se compartían al momento en redes sociales. No. En aquellos días, las cámaras usaban carretes, unos pequeños cilindros llenos de misterio, donde cada clic del obturador encerraba la posibilidad de una obra maestra... o de un desastre monumental. Y ahí estaba la magia: no lo sabías hasta mucho después.

Imagínate este escenario: pasabas días, semanas, o incluso meses llenando ese carrete. Cada foto contaba, porque no había botón de "borrar". Cuando por fin el carrete llegaba a su fin, ibas corriendo al estudio de fotografía más cercano para dejarlo en manos del profesional, el mago detrás del mostrador. Y aquí comenzaba la verdadera tortura... ¡La espera! Porque no era como ahora que todo es instantáneo. No, había que esperar días, y en algunos casos, hasta una semana entera para poder ver tus preciadas fotos.

Esperar era todo un arte en sí mismo. Durante esos días, imaginabas una y otra vez las fotos que habías tomado. ¿Había salido bien aquella foto en la playa o estabas con los ojos cerrados? ¿Esa puesta de sol quedó tan espectacular como lo recordabas, o solo es un destello de luz en la esquina del encuadre? ¿Y la foto de grupo en el cumpleaños de tu prima? ¡Esperabas con todo tu ser que nadie hubiese salido con la cara tapada o haciendo un gesto raro! ¿Y qué me dices de aquella foto del final del verano, junto a tu primer amor...?

Cuando finalmente llegaba el gran día, te acercabas al estudio de fotografía con una mezcla de emoción y nervios. ¡Había llegado la hora de la verdad! Ahí estabas, de pie, en el mostrador, esperando a que el fotógrafo te entregara el sobre mágico, el que contenía el resultado de tanto esfuerzo y paciencia. Un sobre de papel, generalmente con publicidad del estudio o de algunas conocidas marcas de carretes, que guardaba las fotos reveladas y, cómo no, los negativos (o "clichés", como solíamos llamarlos), por si algún día querías hacer más copias o, en caso de que tu tía reclamará que había salido fenomenal en esa foto de familia y quería una copia por qué merecía estar enmarcada en su casa).

Pero, ¡ah!, la alegría y la decepción que venían juntas en ese sobre. La primera ojeada era crítica. Te colocabas en un rincón del estudio o en el parque más cercano (ya que era imposible llegar a casa sin ojearlas antes, aunque solo fueran unas pocas) y comenzabas a deslizar las fotos, una por una. La primera foto, con un dedo accidentalmente tapando el objetivo. La segunda, desenfocada. La tercera, increíblemente bien... hasta que te dabas cuenta de que el flash había rebotado justo en tus gafas y te hacía parecer un alienígena. Pero eso era parte del encanto, cada carrete revelado era una aventura fotográfica con sus altas y bajas.

Y luego, los mencionados negativos. Aquellas tiras misteriosas que siempre te entregaban como si fueran la joya de la corona. Eran para ti una especie de seguro, aunque pocas veces realmente hacías uso de ellos. Aun así, los guardabas en algún cajón importante, pensando: "Por si acaso quiero hacer más copias". Spoiler: probablemente nunca lo hiciste, pero ahí estaban, como una especie de amuleto fotográfico.

A pesar de que muchas de las fotos resultaban mediocres, o directamente malas, el simple hecho de tenerlas impresas en tus manos era motivo de alegría. Había algo especial en verlas en papel, en pasarlas una por una y recordar los momentos que viviste al tomarlas. Incluso los errores fotográficos (porque, admitámoslo, había muchos) se convertían en fuente de risas: fotos movidas, ojos cerrados, esa clásica imagen donde todos salían perfectos, menos tú, que habías decidido pestañear en el peor momento.

Hoy en día, las generaciones más jóvenes tal vez nunca entenderán ese mágico ritual casi sagrado de recoger un carrete revelado; ellos no experimentarán esa emoción y los nervios al recoger ese sobre... Las fotos ahora son instantáneas, editadas al segundo, con filtros que nos hacen ver mejor de lo que realmente estamos. Pero en esos tiempos, la fotografía era una mezcla de arte, paciencia y, sobre todo, sorpresa. Porque no importaba cuánto te esforzaras al tomar la foto, hasta que no tenías ese sobre en tus manos, todo seguía siendo un misterio.

Sonríe, por favor. ¡Clic!

sábado, 14 de septiembre de 2024

LLAVEROS DE GAFAS: UN OBSEQUIO INOLVIDABLE DE LAS ÓPTICAS

Estos días, para muchos, son días de vuelta a la rutina. Se terminaron las vacaciones y también ha comenzado la vuelta al colegio y, como suele ser habitual, algunos niños llegan estrenando algo nuevo, ya sea mochilas con superpoderes (o al menos así lo creen ellos), lápices que parecen sacados de una película de ciencia ficción o, en muchos casos, ¡gafas nuevas! Sí, sí, es algo bastante común tras las vacaciones de verano o Navidad.

En las mencionadas fechas vacacionales es cuando muchos padres aprovechan para realizar revisiones oftalmológicas y detectar posibles problemas de visión en sus hijos que hasta ese momento parecían pasar desapercibidos, como si los libros estuvieran hechos de niebla o las pizarras fueran misteriosos jeroglíficos lejanos.

Durante el descanso escolar, es frecuente que los niños pasen más tiempo frente a pantallas o expuestos a factores que puedan afectar su vista, lo que en algunos casos lleva a la necesidad de utilizar gafas. Así, el regreso a las clases no solo marca el momento de volver a las aulas, sino también, para algunos, es el momento de incorporar nuevos hábitos en sus vidas. Como aprender a no sentarse encima de las gafas nuevas o no dejarlas olvidadas en la cartera junto al Donuts que, misteriosamente, decidió vivir allí durante días, jejejejeje.

Esto es exactamente lo que le ocurrió a Antonio Álamo, un amigo de la escuela. Antonio llegó el primer día de clase después de unas vacaciones de verano de finales de los 70's y traía algo más que su moco caído y su eterna sonrisa traviesa: ¡Antonio estrenaba gafas! Claro, nosotros le echamos un vistazo rápido y seguimos con lo nuestro. Las gafas de Antonio no eran exactamente el centro de atención, pero había algo que sí captó todo nuestro interés: un llavero en forma de gafas que colgaba de su cartera escolar. ¡Aquello sí que era algo digno de admirar! "Álamo, ¿de dónde lo sacaste?", le preguntamos en coro, con la curiosidad de un equipo de detectives en miniatura, y nunca mejor dicho, jejejeje.

Antonio, con la misma calma de alguien que acaba de descubrir el truco para ser el niño más popular del patio, nos contó que el llavero se lo regalaron en la óptica, justo al lado de nuestro colegio. Pero, claro, lo que el buen Antoñito no nos dijo es que se lo dieron porque se hizo unas gafas nuevas en aquella óptica. No tardamos ni dos minutos en imaginar lo que había que hacer: al salir de clase, ¡todos en fila hacia la óptica! El pobre dependiente, que seguramente no esperaba ver una avalancha de pequeños y posibles futuros clientes ansiosos por un llavero en forma de gafas, tuvo que enfrentarse a un escenario caótico.

Ahí estábamos, toda la pandilla, esperando pacientemente (o bueno, lo más pacientemente que puede ser un niño de 9 o 10 años) para pedirle uno de esos llaveros tan codiciados. La primera tanda de valientes consiguió algunos, pero no sin antes prometer, eso sí, con los dedos cruzados detrás de la espalda, que le diríamos a nuestros padres que queríamos hacernos una revisión de la vista en su óptica. Sabíamos que aquella promesa era más falsa que el beso de Judas, pero ¿qué más daba? Lo importante era el llavero, jejejeje.

Yo, personalmente, no fui de los afortunados que consiguieron uno, ya que se terminaron las existencias. Volví a casa con las manos vacías, pero con una nueva misión en la vida: algún día tendría ese llavero. Y, aunque me llevó varios años, lo conseguí. Hoy en día, guardo con cariño una colección de llaveros en "EL BAÚL DE HAL" (ya sé que suena más épico de lo que es, pero déjame con mis ilusiones, jajajaja), entre ellos, alguno como el que tenía Antonio Álamo (los de la segunda foto) o parecidos. ¿Quién diría que algo tan simple como un llavero podría despertar una nostalgia tan grande?

Hablando de nostalgia, es una lástima que ya no se regalen estos artículos promocionales como antes. En las décadas de los 70's y 80's, muchas ópticas y otros comercios solían regalar pequeños objetos como parte de su estrategia de marketing. Y, sin duda, uno de los más recordados eran los llaveros en forma de gafas en miniatura. General Óptica, junto con otras ópticas, utilizaba estos productos como parte de su campaña para atraer clientes. ¿Y qué mejor manera de recordar a una tienda que con un llavero que llevabas a todas partes? Vamos, el "branding" de bolsillo.

Estos llaveros no solo eran un simple obsequio; eran casi una pieza de arte (o al menos así los recordamos). A menudo representaban las gafas más icónicas de la época y algunos hasta tenían lentes de vidrio o plástico, lo que los hacía parecer gafas de verdad, pero en versión miniatura. Para muchos, se convirtieron en un objeto de colección, algo que mostrabas con orgullo y que llevaba consigo toda una historia. ¿Por qué? Porque no era solo un llavero, era una excusa para contar cómo habías llegado a conseguirlo. A veces, era más difícil conseguir un buen llavero que sacar un sobresaliente en matemáticas, jejejeje.

El uso de estos pequeños detalles no era solo una estrategia comercial; creaban un vínculo emocional con los clientes. Y no es para menos: cada vez que mirabas tu llavero, recordabas aquel día en la óptica, al dependiente que te sonreía mientras te lo entregaba (aunque en realidad ya estaba cansado de niños pidiendo lo mismo) y esa falsa promesa que hiciste sobre la revisión de la vista, si es que ese fue tu caso. Hoy en día, esos llaveros se consideran objetos de nostalgia, pequeños recuerdos de una época en la que las ópticas eran más que un lugar al que ibas por necesidad, sino también un sitio donde salías con un pequeño trozo de felicidad colgando de tus llaves o de una trabilla del pantalón.

En definitiva, los llaveros de gafas en miniatura fueron algo más que una estrategia de marketing; formaron parte de una infancia llena de aventuras, promesas no cumplidas y pequeños objetos que, sin darnos cuenta, marcaron una época. Porque, al final, no eran solo llaveros. Eran un símbolo de aquellos días en los que lo más importante no era si veías bien o mal, sino si tenías el accesorio más chulo del recreo. Y si no, que se lo pregunten a Antonio Álamo (por cierto, apodado Spider-Moco, por aquello de la vela caída) y su legendario llavero.