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sábado, 12 de julio de 2025

POR SI ACASO… YO MANDO LA CARTA Y LA PESETA TAMBIÉN

Hubo un tiempo, pongamos que en los años 70's, en que las redes sociales no existían, pero las cadenas ya campaban a sus anchas. No necesitaban Wi-Fi, ni datos móviles, ni emojis. Bastaba papel, boli, celo o una máquina de escribir... y una moneda de una peseta (si era en España).

Aquellas cartas en cadena eran el equivalente analógico de los memes virales: se multiplicaban sin control, viajaban de casa en casa y de país en país, y siempre llevaban una amenaza velada o directa de mala suerte si no seguías sus instrucciones (una carta parecida o igual a la que hoy saqué de "EL BAÚL DE HAL" para enseñárosla, con la peseta incluida).

Quién no recuerda aquellas hojas mecanografiadas o escritas a mano con caligrafía dudosa, prometiendo fortuna, salud o incluso amor eterno... siempre que uno no rompiera la cadena. En cambio, si decidías ignorar la carta o tirarla a la basura, te podía caer encima una maldición gitana nivel deluxe: desde desgracias financieras hasta accidentes inexplicables, pasando por el clásico "tu vaca dejará de dar leche" (aunque vivieras en un quinto sin ascensor en Vallecas jajajajaja).

La carta solía venir doblada, con una moneda pegada con celo (una peseta en los 70's, a veces un duro en los 80's). El texto empezaba con solemnidad, mmmm, pudiendo ser algo así o parecido: "Esta carta viene de Venezuela (o de algún otro sitio lejano) donde una señora muy devota la recibió y la copió tropecientas mil veces. A los tres días encontró trabajo y su marido volvió con ella..."

Y seguía con ejemplos de otras personas que habían seguido la cadena y recibieron suerte y bendiciones más rápidas que una transferencia bancaria. Luego, la advertencia: "Fulanito rompió la cadena y al día siguiente se le murió el canario, le despidieron del trabajo y le cayó una maceta en la cabeza. No lo tomes a broma."

La carta, entonces, te decía cuántas copias debías hacer (normalmente 7, 9 o 10), pegarles una moneda cada una y enviarlas lo antes posible (normalmente en 7 días, una semana). Algunas eran tan detalladas que incluso te decían que no debías cambiar ni una palabra del texto, no usar boli rojo, ni escribirlas con cinta roja si la tecleabas en la máquina de escribir (parece ser que el rojo daba mala suerte), y, por supuesto, no contarle a nadie que la habías recibido. Lo cual, por supuesto, nunca se cumplía: el primer impulso de quien recibía una de estas cartas era enseñarla con cara de escepticismo y soltar un comentario como "¡Mira qué chorrada me ha llegado!"

Una de las escenas más memorables de mi infancia fue cuando a mi hermano mayor le llegó una de estas cartas. Tendría él unos 19 o 20 años, esa edad en que uno ya empieza a mirar las cosas del mundo con ironía, creyéndose a salvo de supersticiones y sintiéndose más listo que el universo. Abrió el sobre, vio la carta y la moneda, leyó el texto en voz alta con tono burlón, por supuesto, y soltó algo como:

—¿Pero esto qué es? Vaya tontería. ¿De verdad hay gente que se cree estas chorradas?

Mi madre, que hasta ese momento estaba fregando los platos, giró el cuello con más velocidad que la niña del exorcista jajajajaja. Se acercó, se secó las manos con el delantal y le quitó la carta de las manos con gesto de alarma.

—¡Pero hijo, no digas eso! ¡Estas cosas es mejor hacerlas! Por si acaso…

Mi hermano, claro, se negó en redondo. Que él no pensaba ponerse a copiar la carta ni loco. Que eso era alimentar la ignorancia. Que tenía trabajo. Que era un insulto a su inteligencia.

Pero entonces mi madre, ya metida en modo pánico, sacó la artillería emocional. Que cómo se atrevía a tentar a la suerte de esa manera. Que luego no se quejara si tenía mala suerte u ocurría una desgracia en la familia, o si a su coche le salía una avería. Que una madre presiente estas cosas y bla, bla, bla. Total, que entre discusiones y refunfuños, acabó escribiendo las dichosas copias, pegando las pesetas y mandándolas por correo como si le fuera la vida en ello, nada más que por no oír más monsergas de mi madre.

¿Resultados? Bueno, como suele pasar, todo siguió igual. No hubo ni fortuna ni catástrofe, aunque mi madre decía que gracias a las cartas "por lo menos no pasó nada malo". Lógica maternal reconfortante.

Estas cartas eran en parte superstición, sí, pero también reflejaban el espíritu de una época en la que la gente tenía más tiempo, creía más en lo invisible y vivía con ese respeto al destino que solo daban los cuentos de la abuela y los titulares de Lecturas o El Caso.

Y no es que la gente fuera ingenua. Había mucho cachondeo con estas cosas, pero también una cierta reverencia y temor callado. Por si acaso... Esa frase era el pegamento que sostenía la cadena: por si acaso... Nadie quería tentar al destino. No fuera que te pillara el karma en plena curva.

Con el tiempo, las cartas en cadena mutaron. Pasaron del buzón al correo electrónico, con textos tipo "reenvía esto a 10 personas o tu cuenta quedará bloqueada para siempre". Luego llegaron los mensajes en Messenger, en el muro de Facebook y, finalmente, los audios o mensajes sospechosos de WhatsApp.

Ya no se mandan pesetas, claro. Ni otras monedas. Pero el espíritu supersticioso sigue vivo, mmmm. Por si acaso... jajajajaja ¿Quién no ha recibido un mensaje con un "no rompas esta cadena" acompañado de un gif de ángeles, un Padrenuestro y emojis de corazones brillantes?

Lo que en los 70's era una carta con olor a papel barato y tinta Bic o de máquina de escribir, ahora es un mensaje reenviado normalmente por algún amigo, o desde un grupo familiar llamado "Grupo de los Primos", o puede que desde algún desconocido. La esencia es la misma: una mezcla de esperanza, miedo y ese por si acaso... que nos acompaña generación tras generación.

Hoy, cuando pienso en aquellas cartas con una peseta pegada, no puedo evitar sonreír. Era una época donde lo mágico y lo cotidiano se mezclaban con una naturalidad asombrosa. Donde tu madre podía pasar de hablar del precio del pan a preocuparse seriamente porque habías roto una cadena mágica enviada desde el otro lado del mundo.

Y pienso en mi hermano, escribiendo a regañadientes aquellas copias mientras mi madre vigilaba que no se saltara ni una palabra. Y me digo que, quizás, ese momento valió más que cualquier milagro prometido por la carta.

Porque al final, las verdaderas cadenas no eran de papel ni de monedas pegadas con celo, sino de gestos absurdos que se volvían rituales compartidos, de discusiones y risas que aún recordamos con detalle. Eran cadenas invisibles hechas de familia, de supersticiones heredadas y de historias que, por alguna razón, nunca se olvidan y te hacen sonreír al recordarlas. 


sábado, 5 de julio de 2025

MINUTOS MUSICALES CON ALAN PARSONS

Hay artistas que componen canciones, y hay otros que diseñan universos sonoros. Alan Parsons pertenece sin duda al segundo grupo. Su música es una arquitectura de precisión electrónica, edificada sobre las columnas firmes del rock progresivo y envuelta en delicadas brumas psicodélicas. Cada tema es un experimento emocional, una sinfonía de circuitos, voces celestes y sintetizadores que respiran como si tuvieran alma.

Hace apenas una semana, Alan Parsons volvió a Barcelona con su banda, dentro del Alma Festival Occident. El concierto fue en el Poble Espanyol, la noche del sábado 28 de junio. A las diez en punto arrancó el viaje sonoro. Allí estaban clásicos eternos como Eye in the Sky, Don't Answer Me o esa poderosa obertura instrumental llamada Sirius, y con ellos, el sello inconfundible de una producción cuidada al milímetro. Quienes lo vieron en directo saben que no se trata solo de canciones, sino de paisajes sonoros donde uno se puede quedar a soñar.

Horas antes del show, Alan visitó por segunda vez la Sagrada Família. La primera vez fue en febrero de 1987, cuando vino a presentar junto a Eric Woolfson el álbum Gaudí, un homenaje sonoro al arquitecto que les fascinó por su aura de genio visionario y por el conocimiento de su obra. Solo después del lanzamiento del disco fue cuando ambos decidieron conocer el templo en persona. Años después, Parsons diría que fue "una experiencia emocionalmente poderosa", más intensa incluso de lo que había imaginado.

Saber que estos días estuvo paseando entre las torres de la Sagrada Família fue emocionante, quién sabe, a lo mejor nos deleita con un segundo disco dedicado a Gaudí jejejeje. No solo por lo que representa Gaudí en su música, sino porque para mí, y para muchos que crecimos en esta ciudad, ese templo forma parte de nuestra memoria. Recuerdo haber jugado muchas horas de mi infancia en el parque que hay justo en frente, bajo la sombra de sus torres inacabadas, mientras mi hermano mayor ponía por primera vez un vinilo de esta banda, en el viejo tocadiscos de casa. Sonaron los primeros compases de Lucifer, del disco Eve de 1979, y algo se encendió en mí. No entendía bien lo que era, pero aquella mezcla de ritmos envolventes, sintetizadores hipnóticos y una energía eléctrica me atrapó por completo. Desde entonces, la música electrónica y esa psicodelia elegante, casi espacial, fueron parte de mi vida.

La música de Alan Parsons no es rock al uso, ni pop convencional. Es ciencia convertida en emoción, lógica al servicio del asombro. Sus canciones no solo se escuchan, se atraviesan como túneles de luz o espejos líquidos. Tiene algo de Pink Floyd, algo de Vangelis, algo de Supertramp, de Jean-Michel Jarre, incluso me atrevería a decir que también de la ELO, pero con ese estilo que es inequívocamente suyo. Es como un rock progresivo electrónico bañado en psicodelia elegante.

Hoy celebro no solo su visita, sino la influencia que su música tuvo, y sigue teniendo, en mí. Porque si alguna vez soñé con sintetizadores, atmósferas espaciales o con construir canciones como si fueran catedrales sonoras, fue gracias a él.

Y así, en esta nueva entrega de Minutos Musicales, rindo homenaje a quien me enseñó que la arquitectura también puede sonar, que las torres pueden vibrar, que los circuitos también saben soñar y transportarte a otros mundos gracias a sus sonidos.



The Alan Parsons: Don’t Answer Me

The Alan Parsons: Lucifer

The Alan Parsons: Eye in the Sky

The Alan Parsons: Sirius

The Alan Parsons: Time

The Alan Parsons: Games People Play

The Alan Parsons: Old and Wise

The Alan Parsons: I Wouldn't Want to Be Like You

The Alan Parsons: The Raven

The Alan Parsons: Damned If I Do

The Alan Parsons: Psychobabble

The Alan Parsons: (The System of) Doctor Tarr and Professor Fether

The Alan Parsons: To One in Paradise

The Alan Parsons: Pyramania

The Alan Parsons: You Don’t Believe

The Alan Parsons: Can't Take It With You

The Alan Parsons: Don't Let It Show

The Alan Parsons: La Sagrada Familia

sábado, 28 de junio de 2025

LA DIVERSIÓN ENCAPSULADA EN FICHAS DE AUTOS DE CHOQUE

Cada año, cuando el calendario rozaba los últimos días de junio y en el colegio ya olía a tizas gastadas y cuadernos finiquitados, mis padres anunciaban la frase mágica: "El viernes nos vamos al pueblo". Y a mí se me desataba un cosquilleo que empezaba en la nuca y bajaba hasta las zapatillas, mmmm, zapatillas Paredes recién estrenadas para la ocasión. El pueblo... su propio nombre era significativo de libertad durante todo el día y parte de la noche, jugar con mis amigos de infancia que hacía un año que no los veía, perdidos entre el río seco y los cerros pelaos de Cantoria (Almería), se convertía en un reino independiente durante las vacaciones, con su plaza como capital y el bar de la plaza del pueblo como ministerio de exteriores, donde se decidía la política internacional del dominó o de las partidas de cartas y donde hacían unos granizados de limón que partían la pana de buenos que estaban.

Pero el verdadero estallido ocurría unos días después de llegar: la feria. Ninguno de nosotros decía "fiestas patronales"; eso era lenguaje oficial para el pregón. Decíamos simplemente la feria, con ese artículo como quien habla de la luna o del mar. Los preparativos se olían antes de verse: un olor a serrín, a fritanga tempranera y a barniz fresco que competía con el aroma terroso de las eras calentándose al sol. Y entonces, desde la ventana de la cámara (desván), veíamos en miniatura las casetas de colores brotar en la explanada de la carretera, cerca del viejo convento o de la plaza del pueblo; se multiplicaban como setas gigantes con luces.

Aquella veraniega mañana de principios de los 80's me despertó el petardeo de un motor que no era ni tractor ni coche del panadero. Despegué la cara de las sábanas (que eran de esas ásperas que crujían) y vi, aparcada ante la puerta de casa, la furgoneta destartalada de los feriantes. De ella salían tres hombres con bigote, una señora con moño y una nube de niños que corrían descalzos. Traían sacos de bombillas, tablones, altavoces que parecían cofres piratas y, lo más importante, el esqueleto metálico de los autos de choque.

Mis amigos: Risi, Frasco, los gemelos Pedro y Antonio, y yo, nos fuimos adonde montaban la pista. El mayor de los feriantes, que olía a gasoil y chicle de menta, nos guiñó un ojo:

—Si nos echáis una mano, os caen fichas gratis para los coches —soltó, haciendo sonar una bolsa de plástico llena de fichas para los autos de choque, fichas redondas, rojas y amarillas, menudo tesoro.

Trabajo infantil, lo llamarían ahora; entonces era la puerta al paraíso. Aceptamos sin rechistar. Nos repartieron tareas: sujetar los barrotes mientras atornillaban, desenrollar cables, cebar las bombillas en guirnaldas interminables. Cada vez que completábamos una fila de luces, los feriantes hacían la prueba: ¡clac! Se encendían todas a la vez y nosotros gritábamos como si fuera Nochevieja.

Había momentos gloriosos y otros de penitencia, como cuando nos tocó meter la mano por la trampilla del generador para recuperar una tuerca o recoger las basuras que el viento arremolinaba bajo los remolques. Pero cada minuto sudado se traducía en fichas: las guardábamos en el bolsillo del pantalón corto, tintineando como un cascabel. A la hora de la siesta (prohibida para los forasteros modernos pero aún ley sagrada en el pueblo) las campanas daban las tres y nosotros seguíamos allí, oliendo a polvo, grasa y regaliz negro que uno de los feriantes repartía como paga extra.

Por fin, al caer la tarde, el recinto quedó listo. Se encendió la megafonía con una cinta de Raffaella Carrà que crepitaba, y la pista de los autos comenzó a chisporrotear como un relámpago doméstico. En ese instante, la señora Engracia, que presumía de haberse montado cuando era moza "en el tranvía de Barcelona antes de que Gaudí fuera atropellado", se santiguó al ver tanta electricidad junta. Nosotros, en cambio, nos subimos a los coches con la misma solemne determinación con la que un cosmonauta pisa la Luna.

Las fichas gratis funcionaban como pasaporte diplomático: podíamos encadenar viaje tras viaje sin pasar por taquilla, hasta que las manos sudadas nos resbalaban sobre el brillante volante negro. Íbamos a por los mayores, los retábamos a choques frontales, y el feriante del bigote se partía de risa agarrado a la verja. En una de esas embestidas, Risi pegó un volantazo tan brusco que su coche apenas hizo contacto con la barra en la malla del techo y las chispas dibujaron una lluvia artificial sobre su cabeza. Durante un segundo, el mundo se quedó en silencio, salvo por el zumbido eléctrico y nuestras carcajadas.

La noche terminó con una tormenta repentina: rayos de verdad iluminaban las atracciones, compitiendo contra las bombillas y fluorescentes de colores. Nos refugiamos bajo la lona de la caseta de los turrones y el feriante nos sirvió unos mantecados helados que sabían a gloria. Cuando la lluvia aflojó, corrimos a casa felices, saltando y cantando por la calle, los bolsillos ya vacíos de fichas pero repletos de ese tesoro invisible que uno guarda en el cajón de los felices recuerdos de niñez y al que vuelvo cada vez que me topo con una pista de autos de choque.

Hoy, desde la distancia de los años y las ciudades, cierro los ojos y todavía escucho el chasquido de las bombillas, el choque de los coches, el "explota explótame" o aquello de "Para hacer bien el amor hay que venir al sur", de la Carrà, mezclado con truenos, lluvia y relámpagos auténticos, y ahora que recuerdo, mmmm, también solían poner aquella canción del vino griego, de la tierra natal de José Vélez, aquel vino rojo que hacía recordar un pueblo blanco que dejó detrás del mar... mmmm, ahora entiendo mejor aquel tormentón. ¡Qué mala sueeeerte! Jejejejeje. Pero, sobre todo, siento en las manos el peso cálido y familiar de aquellas fichas rojas y amarillas, iguales a las que hoy he sacado del baúl de HAL, como un pequeño tesoro guardado entre recuerdos y secretos.

Esas fichas eran mucho más que simples monedas de juego; eran el pasaporte a un verano eterno, a un pueblo donde la infancia se hacía gigante y las horas se estiraban hasta perderse en el brillo de las luces y la risa compartida. Bastaba con ese gesto simple, el "Echadme una mano y tendréis fichas gratis", para que la diversión se multiplicara por mil: la maravilla de la feria, la complicidad con los amigos, y esa sensación de que, aunque el tiempo pase y las ciudades nos separen, ese instante perfecto sigue vivo dentro de nosotros, girando y chocando en aquellos coches de choque que nunca paraban del todo, ni siquiera cuando las luces de colores se apagaban y la feria, exhausta, dormía hasta el año siguiente.

Entonces, el silencio del pueblo se llenaba del canto de los grillos, y uno sabía, sin saber cómo, que aquellos días no se irían del todo; seguirían vivos en nuestros recuerdos, aguardando ser revividos en los veranos venideros, por muchos años que pasaran. 












sábado, 21 de junio de 2025

VERANO, ROCK Y MIGUEL RÍOS: UN VIAJE MUSICAL CON DOS HISTORIAS

La sesión de hoy de Minutos Musicales viene con doble intención. Dos motivos importantes le dan forma. El primero es fácil de adivinar: hoy comienza el verano. El segundo… bueno, ese me lo reservo un poquito más. Tiempo al tiempo, os lo dejaré en la segunda parte de este post, mmmm, un poquito más abajo, entre los vídeos musicales de Miguel Ríos, "Despierta" y "Vuelvo a Granada", ya que todo tiene sus motivos.

Y es que estos Minutos Musicales están cargados de simbolismo, recuerdos y, sí, también de un pequeño arrepentimiento que arrastro desde hace años, y otra cosa aún más importante para mí que os contaré en la mencionada segunda parte y entre los vídeos que os mencioné. Pero empecemos por el principio.


- PRIMERA PARTE:

Hay canciones que actúan como máquinas del tiempo. No hace falta más que unas notas para que te trasladen, en un parpadeo, a otro lugar, a otra época. Para mí, algunos temas de Miguel Ríos hacen justo eso. Me llevan de vuelta a la casa de mis padres, a los días en que mis hermanos mayores ponían sus vinilos en un viejo tocadiscos que, en mi recuerdo, suena mejor que cualquier equipo de sonido actual.

Sonaban himnos como "El río", o el grandioso "Himno a la alegría", entre otros grandes temas. Yo tenía apenas 5 o 6 años y no entendía ni la mitad de las letras, pero la música... esa sí que se me quedó grabada en el alma.

Ahora bien, que nadie piense que yo era fan de Miguel Ríos desde pequeño. ¡Qué va! Lo confieso sin pudor: no era santo de mi devoción. Y lo peor vino en 1983. Año clave. Verano. Gira de El Rock de una noche de verano. Mi mejor amigo de entonces (y aún lo sigue siendo), David Roca, me ofrece ir con él al concierto. Entrada gratis, todo a cuenta suya. Y yo, con la sabiduría de un adolescente cabezón, pensé:

"¿Ver a ese carozilla con mallas a rayas pegando brincos? No, gracias. Paso."

Y ahora, tantos años después, solo puedo decir que me equivoqué. De verdad. De los errores de los que uno se arrepiente con el paso del tiempo... y con una sonrisa algo torpe se me dibuja en la cara al recordar ese tonto desplante que hice.

Hoy, más de 40 años después, lo admito con una sonrisa amarga. Me lo perdí. Y me arrepiento. Porque lo que en aquel momento me parecía ridículo, hoy lo veo como legendario. Miguel Ríos fue (y es) un pionero del Rock español. Se adelantó a su tiempo, abrió caminos y nos dejó un repertorio que, guste más o menos, es historia viva de la música de este país.

Por eso, y porque el verano ha comenzado oficialmente, no hay mejor forma de arrancar esta sesión que con "El Rock de una noche de verano". No podía ser otra. Hoy sí que me subo a ese escenario con él, aunque sea en espíritu. Y con pantalones de rayas si hace falta (digo pantalones ya que con mallas os aseguro que no me atrevería ni en sueños jajajajaja).

El tiempo me ha enseñado a ver a Miguel Ríos con otros ojos. Y aunque su estilo no sea el mío, lo respeto profundamente. Tiene temazos que aún me pellizcan por dentro, porque me devuelven a esa infancia en la que todo era nuevo, incluso la música.

Así que clica sobre un vídeo y... ¡sube el volumen, que hoy empezó el verano!

El Rock de Una Noche de Verano.


Despierta.


- SEGUNDA PARTE:

Hace unos meses me quedé completamente afónico (a lo Miguel Bosé, jejeje) durante varios días. Fui al médico y me derivó al otorrinolaringólogo. Ahí empezó mi periplo médico: un recorrido de consultas, tratamientos y diagnósticos. Un viaje lleno de pruebas, incertidumbre y mucha resiliencia.

Tenía una cuerda vocal paralizada por culpa de unos nódulos que, vete tú a saber cuánto tiempo llevaban conmigo, eran de gran tamaño. Uno de ellos, casi de 10 cm. La cuestión es que había que analizarlos y operarlos cuanto antes, fueran benignos o malignos, porque no estaban en muy buen sitio y era urgente extraerlos (menos mal que al final fueron benignos).

Y para no alargarme demasiado, os cuento lo más importante. A primeros de abril (o sea, hace relativamente poco) entré en quirófano. Lo confieso: estaba muy acojonado. La doctora que me operó ya me había advertido que este tipo de intervenciones, en un alto porcentaje de pacientes, deja secuelas… Intentarían no tocarme las cuerdas vocales, pero el tamaño de los nódulos era muy grande. Así que se curó en salud y me hizo firmar un montón de papeles donde ponía todos los riesgos posibles. Entre ellos, el que más me asustó fue el de quedarme sin voz. Uffff. Había riesgos peores, pero ese me impactó especialmente. Os lo juro.

Después de la operación, desperté en la sala de rehabilitación del hospital de Bellvitge, en Barcelona. Estaba mareado, confuso, preguntándome: "¿Dónde estoy?" El chute de anestesia me dejó muy tocado. Y, en mi cabeza, sonaba una musiquilla que decía:

♫♪♫♫♪… Despierta, empieza a amanecer.

La noche el día deja ver.

Despierta, no te quedes ahí,

que ahora es tiempo de vivir... ♪♫♪♫♪

 

Increíble. ¡El tito Miguel Ríos me estaba cantando Despierta en mi cerebro! (Misterios de la mente… jajajaja.)

Y sí, fui despertando, y empecé a recordar dónde estaba y por qué. En ese mismo momento se me encogió el corazón. Unas gotas de sudor frío empezaron a bajar por mi frente, y eso que la sala estaba helada. Recordé todo. Y los miedos llegaron como una avalancha: "Ya estoy operado, pero no siento nada… ¿y si abortaron la operación por cualquier complicación?"

Hice un giro completo con la lengua dentro de la boca… No tenía tubos. Eso aumentó mi sospecha de que no me habían operado. Hasta que llevé mi mano derecha a la garganta y, ahí, me di cuenta de que sí. Había un delgado tubo, pegado con esparadrapos y gasas: el drenaje. Estaba operado.

Y en ese momento pensé:

"Tienes algo muy importante que hacer."

No estaba seguro de cómo iba a salir. Me sentía inseguro. Pero tenía que enfrentarme a ello.

"¿Podría hablar, aunque solo fuera un poco?"

Aunque mi voz estuviera apagada… Me conformaba con eso. Aunque fuera la mitad de la voz que tenía… Me bastaba.

Y entonces, otra vez, mi cabeza me jugó una de sus jugadas mágicas. Esta vez, mi cerebro me ordenó cantar. Y como todo había empezado con Miguel Ríos, fue automático. Sin darme cuenta, estaba cantando:

♫♪♫♫♪… Vuelvo a Granada, vuelvo a mi hogar,

el tren va muy despacio, hay mucho tiempo para llegar.

La gente duerme en el vagón

mientras por las ventanas

muy débilmente se cuela el sol... ♪♫♪♫♪

 

¡Jajajajaja! Una canción con la que me identifico totalmente. Me recordó aquellos veranos de niño, cuando iba al pueblo en tren. Y, por lo visto, estaba cantando con voz bastante fuerte.

¡¡¡Siiiiiiiii!!!

¡Conservaba intacta mi voz!

¡No la perdí! ¡No se apagó!

En ese momento apareció una enfermera a mi lado, diciéndome:

—Te despertaste de buen humor, ¿eh?

¡Jajajajajaja! Qué vergüenza pasé…

Y me dijo:

—La operación ha salido muy bien. La cirujana hablará contigo cuando estés en la habitación, pero ya te adelanto que salió todo mejor de lo que se esperaba.

Lo demás ya es historia. Y como entenderéis, esta es una de esas dos razones por las que quiero dedicar estos MINUTOS MUSICALES al tito Miguel Ríos, y decir con toda el alma:

¡LOS VIEJOS ROCKEROS NUNCA MUEREN!

Vuelvo a Granada. 



El Río.



Qué Noche la de Aquel Año.


Himno a la Alegría.



Rock de la Cárcel. 



En el Parque.



Rock en el Ruedo.



Santa Lucía. 


Un Caballo Llamado Muerte.



El Blues del Autobús.



Yo Solo Soy un Hombre.



Todo a Pulmón.



Banzai.



No Estás Sola.



Bienvenidos.



Los Viejos Rockeros Nunca Mueren.

sábado, 14 de junio de 2025

SILBATO DE HUESO DE ALBARICOQUE: EL ARTE OLVIDADO DEL GÜITO

Hubo un tiempo en que un simple hueso de albaricoque, o como lo llamábamos muchos, un "güito" bastaba para tener entretenido a cualquier niño durante unas horas o incluso días, dependiendo de las ganas que le ponía a la fabricación de su juguete, mmmm… lo malo llegaba cuando estaba terminado… uffff, pitidos ensordecedores. Jajajajaja.

No necesitábamos juguetes caros. Solo un bordillo o una pared rugosa, saliva y mucha paciencia. Así comenzaba el ritual de convertir ese pequeño hueso en un pito que chillaba como un condenado.

Me enseñó mi padre, aunque seguro que después se arrepintió, jejejeje. Raspábamos el hueso contra un bordillo, una pared áspera o el canto de un peldaño. Lo mojábamos con saliva y dale que dale, frotando hasta lograr perforarlo por desgaste. El objetivo era simple: hacer un agujero y, una vez hecho, con alguna punta o clavo, sacar la almendra del interior. Tenía que quedar completamente vacío. El proceso era casi un arte.

Sí, nos dejábamos los dedos y las uñas rascando. Me pelaba las yemas de tanto insistir. Pero ahí estaba la magia: en ese esfuerzo, en esa espera, en ese silbido que rompía el aire y te hacía sentir que habías creado un juguete con tus propias manos. El sonido que salía al soplar ese pito era una victoria en aquellas largas tardes de verano, llenas de polvo y risas.

Ahora, con una Dremel o una pequeña radial, basta un instante para hacer el agujero. Pero es que antes no era solo construir un silbato: era un desafío, una lección de paciencia y una ceremonia compartida entre amigotes.

En cada barrio, en cada calle, alguien sabía hacerlo. Recuerdo que, en el comedor del colegio, cuando nos daban albaricoques de postre, nos íbamos directos a la pared rugosa del patio a rascar los huesos, y con la punta del compás limpiábamos la semilla del interior. Era una tradición oral, sencilla y universal, que pasaba de generación en generación.

El güito, además de nombre simpático, venía con variantes o gustos en el orificio. Algunos hacían el agujero en un lateral, otros en la panza del hueso. Algunos lo rascaban en seco, otros lo mojaban primero. Pero todos coincidíamos en lo mismo: nos mantenía entretenidos durante horas. Y el pitido que salía de aquello… ¡era glorioso!

Por cierto, por si te preguntaste el porqué del nombre de güito: la palabra "güito" es una forma popular y afectuosa de referirse al hueso del albaricoque. Proviene de una deformación fonética de "huesito", muy común en zonas rurales, donde "hueso" pasa a decirse "güeso", y "huesito" se transforma en "güito". Este fenómeno también ocurre con otras palabras, como "huevo", que en muchas hablas populares se convierte en "güevo".

Hacer pitos o silbatos con güitos era una costumbre extendida en muchas zonas rurales, donde se aprovechaban materiales naturales y cotidianos para crear juegos e instrumentos simples. Esta práctica formaba parte de una imaginación ingeniosa que sustituía a los juguetes industriales.

Estos pequeños instrumentos son símbolos de creatividad, sostenibilidad y conexión con la naturaleza, y forman parte de una tradición que ha perdurado en diversas culturas a lo largo del tiempo.

Hoy, que todo es inmediato y digital, cuesta imaginar lo que era pasarse media tarde raspando un hueso solo para hacer un silbato. Pero quienes lo vivimos sabemos que no se trataba solo del pito. Era la compañía, la calle, la imaginación, el tiempo sin prisa. Era infancia en estado puro.

Algunos padres nostálgicos han recuperado esa tradición para sus hijos, porque esos pequeños gestos siguen teniendo mucho valor. Porque un güito puede seguir silbando, si se lo permitimos.

Así que, si alguna vez hiciste un pito con el hueso de un albaricoque, este post es para ti. Para los que sabían rascarlo con paciencia, soplar con fuerza y sonreír con orgullo. Para quienes aún llevan en la memoria el eco agudo de un silbato hecho con saliva, paciencia… y mucha infancia.