Hubo un tiempo no muy lejano en que las fotos no se tomaban con teléfonos, ni se revisaban en pantallas al instante, ni se compartían al momento en redes sociales. No. En aquellos días, las cámaras usaban carretes, unos pequeños cilindros llenos de misterio, donde cada clic del obturador encerraba la posibilidad de una obra maestra... o de un desastre monumental. Y ahí estaba la magia: no lo sabías hasta mucho después.
Imagínate este escenario: pasabas días, semanas, o incluso meses llenando ese carrete. Cada foto contaba, porque no había botón de "borrar". Cuando por fin el carrete llegaba a su fin, ibas corriendo al estudio de fotografía más cercano para dejarlo en manos del profesional, el mago detrás del mostrador. Y aquí comenzaba la verdadera tortura... ¡La espera! Porque no era como ahora que todo es instantáneo. No, había que esperar días, y en algunos casos, hasta una semana entera para poder ver tus preciadas fotos.
Esperar era todo un arte en sí mismo. Durante esos días, imaginabas una y otra vez las fotos que habías tomado. ¿Había salido bien aquella foto en la playa o estabas con los ojos cerrados? ¿Esa puesta de sol quedó tan espectacular como lo recordabas, o solo es un destello de luz en la esquina del encuadre? ¿Y la foto de grupo en el cumpleaños de tu prima? ¡Esperabas con todo tu ser que nadie hubiese salido con la cara tapada o haciendo un gesto raro! ¿Y qué me dices de aquella foto del final del verano, junto a tu primer amor...?
Cuando finalmente llegaba el gran día, te acercabas al estudio de fotografía con una mezcla de emoción y nervios. ¡Había llegado la hora de la verdad! Ahí estabas, de pie, en el mostrador, esperando a que el fotógrafo te entregara el sobre mágico, el que contenía el resultado de tanto esfuerzo y paciencia. Un sobre de papel, generalmente con publicidad del estudio o de algunas conocidas marcas de carretes, que guardaba las fotos reveladas y, cómo no, los negativos (o "clichés", como solíamos llamarlos), por si algún día querías hacer más copias o, en caso de que tu tía reclamará que había salido fenomenal en esa foto de familia y quería una copia por qué merecía estar enmarcada en su casa).
Pero, ¡ah!, la alegría y la decepción que venían juntas en ese sobre. La primera ojeada era crítica. Te colocabas en un rincón del estudio o en el parque más cercano (ya que era imposible llegar a casa sin ojearlas antes, aunque solo fueran unas pocas) y comenzabas a deslizar las fotos, una por una. La primera foto, con un dedo accidentalmente tapando el objetivo. La segunda, desenfocada. La tercera, increíblemente bien... hasta que te dabas cuenta de que el flash había rebotado justo en tus gafas y te hacía parecer un alienígena. Pero eso era parte del encanto, cada carrete revelado era una aventura fotográfica con sus altas y bajas.
Y luego, los mencionados negativos. Aquellas tiras misteriosas que siempre te entregaban como si fueran la joya de la corona. Eran para ti una especie de seguro, aunque pocas veces realmente hacías uso de ellos. Aun así, los guardabas en algún cajón importante, pensando: "Por si acaso quiero hacer más copias". Spoiler: probablemente nunca lo hiciste, pero ahí estaban, como una especie de amuleto fotográfico.
A pesar de que muchas de las fotos resultaban mediocres, o directamente malas, el simple hecho de tenerlas impresas en tus manos era motivo de alegría. Había algo especial en verlas en papel, en pasarlas una por una y recordar los momentos que viviste al tomarlas. Incluso los errores fotográficos (porque, admitámoslo, había muchos) se convertían en fuente de risas: fotos movidas, ojos cerrados, esa clásica imagen donde todos salían perfectos, menos tú, que habías decidido pestañear en el peor momento.
Hoy en día, las generaciones más jóvenes tal vez nunca entenderán ese mágico ritual casi sagrado de recoger un carrete revelado; ellos no experimentarán esa emoción y los nervios al recoger ese sobre... Las fotos ahora son instantáneas, editadas al segundo, con filtros que nos hacen ver mejor de lo que realmente estamos. Pero en esos tiempos, la fotografía era una mezcla de arte, paciencia y, sobre todo, sorpresa. Porque no importaba cuánto te esforzaras al tomar la foto, hasta que no tenías ese sobre en tus manos, todo seguía siendo un misterio.
Sonríe, por favor. ¡Clic!
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