"EL QUE SE PELA SE ESTRENA" era como el rito de iniciación no oficial, pero ineludible, de todo colegio. Tú ibas todo feliz, estrenando corte de pelo, sintiéndote el más guapo del mundo, casi listo para protagonizar una campaña de champú... y lo primero que recibías al llegar eran collejas y capones a mansalva. O pescozones, que da igual el nombre, el resultado era el mismo: ¡PLAF! Adiós peinado y, de paso, un poco de dignidad. Te quedabas con cara de "TE JURO QUE TE MATO...", pero claro, era la tradición, y ¿quién eras tú para romperla?
Era como si
tus compañeros tuvieran un radar que detectaba el más leve aroma a peluquería
desde el horizonte. No importaba si te habías hecho el corte más moderno,
estilo "me lo vi en el Súper Pop o en el Bravo", o si te habías
quedado casi al ras cual soldado. La colleja venía sí o sí, puntual como las
tareas que nunca entregabas. Siempre había un ninja experto en capones, el Jean
Claude Van Damme de los capones en la nuca, que antes de que pisaras bien el
patio ya te había dejado su firma personal: ¡ZAS! Un golpe que te hacía ver
estrellas y dudar de tu existencia durante unos segundos.
Y luego
venía la "revisión oficial" de tus colegas, como si fueran críticos
de peluquería: "¡A ver, date la vuelta! mmmm... te han dejado un trasquilón
aquí atrás, ¿eh?". Con la seriedad de un cirujano y la malicia de un
demonio, por supuesto.
Pero la cosa
no quedaba ahí. Sabías que tarde o temprano llegaría su turno. Ah, el dulce
momento de la venganza. El día en que, con una sonrisa de pura maldad, te
acercabas por detrás y... ¡PLAF! Colleja a traición. Era como si estuvieras
restaurando el equilibrio del universo. Lo mejor era esa mezcla de risas
nerviosas y gritos de dolor reprimido. Porque claro, el capón dolía, pero nos
partíamos de risa. Bueno, unos más que otros. Especialmente los que repartían
las collejas, más que los que las recibían, esos siempre reían más fuerte.
Y ahí
estábamos, mientras las chicas nos miraban desde la distancia, con esa mezcla
de vergüenza ajena y lástima, llamándonos brutos, cavernícolas, y de paso,
pensando: "¿Cómo es posible que estos trogloditas vayan a ser nuestros
compañeros de clase por lo menos hasta 8 de EGB?". Pero bueno, que nadie
se engañe: al final, a todos nos hacía gracia. Porque si no te reías, ¿qué te
quedaba? Bueno, sí, otro capón.
Hoy en día,
esta tradición sería vista como una especie de acoso, bullying o vaya a saber
qué otra etiqueta, con hashtags como #StopCapones o #CollejasNoSonHumor
inundando las redes. Imagínate, vendría hasta una comisión de derechos
infantiles para analizar la situación. ¡Collejas con su respectivo informe
psicológico incluido! Y claro, no digo que fuera la mejor costumbre, pero oye,
te hacía espabilar.
Eso sí,
tengo la sensación de que ahora en los colegios ya no se ven tanto estas cosas,
¿no? A no ser que hablemos de una "collejita educativa", de esas que
no matan neuronas... o bueno, solo te dejan sin un par de ideas, ¡nada grave!
jejejeje
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