Hace unos meses, mi hija me hizo un regalo. Así, sin más. Un gesto sencillo, sin cumpleaños, sin Navidad, sin que mediara ningún motivo especial. Solo ella, con sus ojos chispeantes y esa sonrisa que sabe usar cuando quiere desarmarme, apareció frente a mí con una tableta de chocolate en la mano. Como si me estuviera entregando un trocito del universo.
Pero ojo, no
era una tableta cualquiera. No, no, no. Aquello era casi una reliquia, una joya
vestida de envoltorio oscuro con letras que evocaban otros tiempos. Una de esas
que parecen sacadas directamente de la mágica y golosa fábrica de Willy Wonka.
La miré detenidamente y supe al instante que no se trataba de un simple dulce.
Era algo más.
El envoltorio
de su interior brillaba con ese aire misterioso que solo tienen los objetos
encantados. Al sostenerla entre mis manos, sin quererlo, volví a ser niño. Siete
u ocho años, tal vez. Me vi ahí, en zapatillas, en alguna merienda de invierno,
soñando con mundos imposibles. Porque eso es lo que tienen ciertos regalos: no
solo te ofrecen lo que son, sino todo lo que te recuerdan.
Y claro, no
pude evitarlo. Cerré los ojos, crucé los dedos y pedí un deseo. Un deseo que
seguramente compartimos todos los que vimos de pequeños esa historia
maravillosa de Roald Dahl, pasada al cine en 1971, donde nuestro pequeño
protagonista encuentra su premio dentro de una tableta de chocolate, mmmm, ese
eterno Peter Pan que llevo dentro, también esperaba el famoso billete dorado.
Sería fantástico que me tocara, ¿no?. Ese billete dorado que prometía una
aventura, una segunda oportunidad, una forma distinta y más dulce de ver el
mundo y poder sentirme "HAL en la fábrica de chocolate", jejejejeje.
Y sí, como lo
estáis leyendo… ¡me salió el billete dorado!
Bueeeeeno…
quizás no exactamente el que te lleva de la mano de Willy Wonka a recorrer
pasillos llenos de ríos de chocolate, prados comestibles y ardillas que
seleccionan nueces con más criterio que muchos ejecutivos. Pero sí uno que me
abrió la puerta a algo incluso más valioso: un momento irrepetible con mi hija,
una cápsula del tiempo envuelta en papel brillante, una conexión pura entre el
presente y la infancia.
Nos sentamos
juntos, como si se tratara de un ritual. Rompimos el envoltorio con el debido
respeto que se le tiene a la magia del momento. El crujido del papel fue casi
litúrgico. Y ahí estaba: el chocolate, perfectamente dividido en cuadraditos,
esperándonos, mmmm y qué bueno estaba.
Lo
acompañamos con unas magdalenas que quedaban por casa. Y en ese gesto,
aparentemente simple, me vino a la cabeza un viejo recuerdo literario: la
famosa escena de Marcel Proust mojando una magdalena en su taza de té. Para él,
ese acto tan cotidiano desataba una avalancha de recuerdos, de sensaciones, de
lugares y personas que creía olvidados. Era la memoria involuntaria, la emoción
que despierta un sabor, un aroma, un instante.
Y allí estaba
yo, mordiendo chocolate con una magdalena en la mano, viendo a mi hija reír con
migas en la comisura de los labios, y de pronto... el tiempo se volvió blando,
como el bizcocho. Porque el chocolate no solo sabía a cacao. Sabía a tardes de
merienda en casa con mis queridos padres, a las meriendas después del colegio,
al papel de aluminio arrugado de los recreos. Sabía a historias contadas en voz
baja, a dibujos animados con sonido metálico, a estufas encendidas en enero.
Cada bocado
era una llave que abría puertas cerradas por años. Eso que a veces creemos
perdido, pero que nunca se va del todo.
Mi hija, sin
saberlo, me había regalado mucho más que chocolate. Me había regalado un
billete dorado hacia los recuerdos de mi infancia. Un pase VIP no a una fábrica
fantástica, sino al lugar más valioso: los recuerdos que nos construyen, los
que hacen que el corazón lata más fuerte sin saber bien por qué.
Y sí, lo
confieso: dentro del envoltorio había una preciosa réplica dorada de aquel
billete premiado. No era oficial, claro. Pero relucía con tanta gracia que por
un momento dudé si un Umpa-Lumpa no se había infiltrado en alguna confitería
del barrio jejejeje. Aquella tarjetita dorada, con sus reflejos brillando bajo
la lámpara, se ganó un lugar de honor en mi baúl, en "EL BAÚL DE
HAL", ya que esta réplica de billete dorado fue símbolo de una merienda
cualquiera que terminó siendo inolvidable.
A veces uno
no necesita viajar a la fábrica de Willy Wonka. No hace falta atravesar ríos de
chocolate ni enfrentarse a pruebas imposibles con Umpa-Lumpas cantando
moralejas en rima. A veces, basta con una hija, una tableta de buen chocolate,
unas magdalenas de Proust, o bien podrían serlas, y una pizca de imaginación
para que el billete dorado aparezca justo donde más importa: en el corazón.
Porque ese
día, aunque no me abrió las puertas de una fábrica mágica de golosinas, sí me
abrió algo mucho más valioso: un momento lleno de verdad. Uno de esos instantes
que no se compran ni se planifican. Que simplemente ocurren. Y cuando ocurren,
sabes que acabas de vivir algo que recordarás siempre.
Y es que, a
veces, el mejor premio no es una fortuna escondida ni un viaje a lo
extraordinario. A veces, la vida, sin previo aviso, te sorprende con una
tableta mágica y una sonrisa cómplice, envueltas en papel brillante. Y dentro,
como un guiño final, una réplica de un billete dorado que no abre puertas de
dulces fábricas misteriosas, pero sí de momentos que valen oro. Créeme, con eso
ya has ganado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
¡GRACIAS POR TU COMENTARIO!
Tu comentario ha sido enviado con éxito, pero está pendiente de moderación. En breve lo revisaré y lo publicaré en el Blog. Saludotes. HAL