Hubo un tiempo, no muy lejano, en que el entretenimiento cabía en un estuche. Un tiempo donde el sonido de una tiza contra la pizarra y el aroma a goma de borrar con olor a nata eran la banda sonora de nuestra infancia. En ese pequeño universo de cuadernos y libros forrados, lápices mordisqueados y reglas que siempre desaparecían, habitaba una corte de personajes de plástico que trascendieron su humilde función de material escolar para convertirse en verdaderos iconos de la EGB: los Ratones Pintores de Pelikan y su inseparable némesis, el gato borrador.
Los ratones pintores eran rechonchos, de plástico duro y colores vivos que llamaban la atención a primera vista: rojo, verde, azul, amarillo y negro. En el recuerdo infantil cada uno parecía tener una personalidad distinta, y la realidad es que sus caritas tenían fisonomías diferentes: ojos grandes, cejas expresivas y un hocico puntiagudo en negro que les daba un aire simpático y ligeramente travieso. Sus orejitas redondeadas sobresalían con gracia y hacían que parecieran más juguetes que instrumentos de dibujo. En su caja (como la que hoy saco de "EL BAÚL DE HAL") venían dispuestos en círculo, como un pequeño coro rodeando al gato borrador, formando un conjunto tan peculiar que era imposible no encariñarse de él.
La personalidad de cada ratón era distinta e inconfundible, y nuestra imaginación les regalaba rasgos propios: el azul, serio y aplicado; el rojo, travieso y empeñado en salirse de la línea; el verde, siempre despistado y perdiendo la cabeza porque alguien se la cambiaba por curiosidad; el amarillo, simpático pero flojo a la hora de pintar; y el negro, rebelde, dispuesto a manchar dedos, mesas y hasta caras si uno se descuidaba.
Y aunque todos sabíamos que no convenía cambiarles la tapa (porque entonces cada ratón perdía su identidad cromática), de vez en cuando alguno aparecía con la cabeza cambiada. Lo verdaderamente desesperante eran las puntas, que se ensuciaban con una rapidez pasmosa y terminaban oscurecidas en tonos indefinibles, excepto, claro está, las de los colores oscuros (y nunca mejor dicho) jejejeje.
Al abrirlos, sonaba un "clac" inconfundible que anunciaba la explosión de color, aunque la precisión no fuera su punto fuerte. Pero aquello importaba poco: eran los reyes indiscutibles del estuche, guardianes del color y de la imaginación.
Se secaban con una facilidad frustrante, dejando a menudo un trazo débil y difuminado en medio de nuestro dibujo más ambicioso. Sin embargo, este defecto generó uno de los rituales más entrañables y universales de la época: la ceremonia de la resurrección. Circulaba la leyenda (transmitida por algún primo mayor o hermano sabio) de que unas gotas de alcohol dentro del cuerpo del ratón, infundidas con un buen rato de espera, devolverían la vida al ratón moribundo. Agitarlo, dejarlo reposar boca abajo y, de repente, ¡milagro! Volvía a pintar. Pintaba regular (seguro que por la cogorza que pillaban jajajajaja), sí, pero la ilusión del "hecho por mí" compensaba cualquier trazo fallido. Era como un pequeño conjuro en plena clase de Naturales, y qué risa nos daba, y qué poquito nos importaba mancharnos los dedos en el proceso.
En el centro de aquel pequeño círculo estaba el gato borrador, rechoncho como los ratones y con una expresión que, lejos de ser seria, era sorprendentemente bonachona. Con sus ojos grandes y amistosos y una sonrisa suave, parecía más un guardián amable que un villano. En teoría, era el encargado de borrar los trazos que los ratones dejaban tras de sí. En la práctica, su eficacia era… cuestionable: a veces lograba clarear el papel, otras mordisqueaba la superficie dejando agujeritos traicioneros, y en algunas ocasiones producía una mancha difusa que se convertía en misterio para alumnos y profesores. Pero esa torpeza encantaba a los niños: la idea de que "el gato borraba a los ratones" era demasiado divertida como para someterla al escrutinio de la lógica.
Estos pequeños protagonistas del estuche no eran especialmente prácticos ni duraderos, tampoco ergonómicos ni precisos, pero se convirtieron en un regalo estrella de la época. Era habitual recibirlos en cumpleaños, santos y, sobre todo, en comuniones, cuando algún familiar indeciso apostaba por este set llamativo que aparecía en todas las papelerías (como también ocurrió con los recordados rotuladores acoplables Markermoon.) Abrir la caja y ver a los cinco ratones pintores formando un círculo perfecto alrededor del gato era como recibir una pequeña compañía teatral lista para entrar en acción (aunque también se vendían por separado, con diferentes colores o tonalidades, o incluso en packs de dos ratones o el gato solo). Muchos los mostraban orgullosos en clase, los ordenaban en fila dentro del estuche Pelikan como si fueran una tropa en formación, y otros convertían el intercambio de un ratón con un compañero en un pacto silencioso de amistad.
Estuches repletos de secretos en aquellos tiempos en los que las cosas simples tenían un valor inmenso y para ser felices bastaban unos ratones pintores, un gato borrador de sonrisa amable, un puñado de hojas de papel y la promesa eterna del recreo. Hoy, cuando alguien encuentra uno de esos ratoncitos en una caja olvidada, en un mercadillo o en una foto antigua, el corazón da un pequeño salto. Por un instante, uno vuelve al pupitre de madera, a la tiza que chirriaba en la pizarra y a las travesuras de un niño que solo quería llenar de color el mundo.
Aunque su tinta se haya secado hace décadas y sus puntas hayan perdido el brillo original, los ratones pintores y el gato borrador nunca han dejado de pintar. Siguen coloreando los recuerdos de una época más sencilla, más ingenua y llena de esa magia suave que solo los pequeños detalles son capaces de despertar cuando los miramos con ojos de niño. Así, un juego de rotuladores acabó convertido en leyenda, en nostalgia pura, en un tesoro guardado por generaciones que aún sonríen al recordarlos.




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