Había algo mágico en aquellos mini caramelos de eucalipto que se vendían a granel en los kioscos y colmados de los años 70's y 80's. Eran pequeños, translúcidos y con ese olor mentolado que parecía abrirte la nariz nada más acercarte el cucurucho de papel donde te los daban.
En mi
barrio, el ritual era siempre el mismo. Entrabas en el colmado del señor Juan,
aquel tendero de manos grandes y voz ronca, y pedías unos caramelos. Él
levantaba la tapa del enorme tarro de cristal, metía la mano, cogía un puñado y
los dejaba caer sobre el mostrador de madera como si estuviera jugando una
partida de dados, jajajaja. El sonido seco de los caramelos al golpear aquella
barra brillante y gastada se me quedó grabado para siempre. Luego los contaba,
casi siempre con una sonrisa pícara, y te decía:
—Huy, sobran
dos… mmmm, estos te los regalo yo para el camino —y te los envolvía en un
cucurucho de papel de estraza. Menos los dos de más, que esos te los daba en
mano.
Lo más
divertido era cuando ibas a comprar un tarro de café, leche o cualquier otra
cosa y el cambio era tan pequeño que, en lugar de devolverte la peseta, el
señor Juan te decía:
—No tengo
suelto, la vuelta va en caramelos, que van muy bien para los constipados… ¡o
para tu padre, a ver si deja ya de fumar! —y soltaba una carcajada.
Aquella
forma de dar el cambio en caramelos no era exclusiva del señor Juan, era una
costumbre muy extendida en kioscos y tiendas de barrio. A los niños nos
encantaba, claro: salías de la compra con el pan bajo el brazo y un premio
inesperado en el bolsillo.
Los
caramelos de eucalipto no solo estaban en el colmado. Eran omnipresentes.
Siempre había algunos en el bolsillo del abrigo de mi padre, que se los llevaba
al trabajo "para la garganta", aunque en realidad los usaba de excusa
para no encender otro cigarrillo. Mi abuela también los tenía en el delantal,
dispuestos a repartirlos entre los nietos como si fueran monedas de oro. Y
nosotros, los niños, corríamos felices con la boca fresca y ese sabor intenso
que nos hacía sentir mayores, mmmm… y hablando de delantales, os recomiendo
este entrañable y cariñoso post: EL DELANTAL DE LA ABUELA.
Con los años
descubrí que aquellos caramelos no eran solo un capricho de la infancia, sino
herederos de una tradición más antigua: el eucalipto había llegado a España a
finales del siglo XIX, y pronto se usó para infusiones, ungüentos y, claro,
caramelos que aliviaban la tos y despejaban la nariz. Lo que empezó como un
remedio casero terminó convertido en un símbolo de ternura familiar y en la
"moneda dulce y pequeña" de nuestra niñez.
Hoy, cada
vez que mi paladar se cruza con un caramelo de eucalipto, no solo siento el
frescor en la garganta: también me viene de golpe la imagen del señor Juan
tirando los dados… perdón, quiero decir los caramelos sobre el mostrador, o de
mi abuela sacando uno del bolsillo del delantal, o también de mi padre
echándose una de aquellas mini delicias mentoladas para evitar coger otro
Ducados. Pero, sobre todo, recuerdo a ese niño que fui, con los bolsillos
llenos de eucalipto y la risa fácil.
Porque
algunos recuerdos no se disuelven como el caramelo… se quedan para siempre.
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