Queridos amigos: sé que el título de esta historia suena a un batiburrillo imposible, como sacado de una novela de aventuras un poco loca. Seguramente os preguntaréis qué tienen en común la espada de Sandokán, una pala excavadora Karpan, Santa Rita y el mismísimo diablo.
Pues bien, os adelanto que, en mi historia, están más unidos de lo que uno podría imaginar.
Esto me ocurrió un verano, a mediados de los años 70's. Es una anécdota divertida de mi niñez, de esas que suelo contaros al más puro estilo del Abuelo Cebolleta. Una de esas historias de cuando el mundo era más sencillo y las batallas se libraban con espadas de plástico… y muchísima imaginación.
Todo comenzó durante aquellas vacaciones de verano. Recuerdo que, por esas fechas, me regalaron una de esas codiciadas espadas de Sandokán, aquellas que se vendían como churros cuando la serie del Tigre de Mompracem arrasaba en la tele. ¡Qué maravilla! Imponente, brillante, una joya de plástico que para mí valía más que el oro. A los pocos días, nos fuimos al pueblo de vacaciones. Ni bien tocó el coche el suelo de tierra, antes de abrir una sola maleta, ya estaba yo armado hasta los dientes: la espada de Sandokán en un lado del cinto y un cuchillo vikingo en el otro (sí, el de los cuernitos en el casco de la empuñadura, todo un clásico).
Salí corriendo al encuentro de mis camaradas. Nos abrazamos con alegría; ya hacía un año que no nos veíamos, aunque uno de ellos en particular (pongámosle "Alberto") parecía sonreír con cierta reserva… Me miraron, con mis dos armas cruzadas en el cinturón al más puro estilo western, y uno tras otro salieron disparados a buscar las suyas. Todos, menos Alberto, que, con cara de lástima fingida, me soltó:
—Tú tienes dos… dame una.
(Ay, esa palabra "dame", tan pequeña y a la vez tan peligrosa y que, según cómo se interprete, se puede tergiversar, especialmente si la pronuncia un niño con muy mala leche, interpretándola como le dé la gana. Sin pensarlo demasiado, le entregué el cuchillo vikingo. Claro que eso no fue suficiente para él).
Alberto, con descaro, respondió:
—Podrías darme la grande…
Yo, que no quería problemas ni empezar las vacaciones con mal pie, accedí: "Se la dejaré un rato", pensé.
—Ten, Alberto, te doy la grande…
Así que le di la espada de Sandokán. La emoción fue máxima: corríamos, saltábamos, librábamos batallas imaginarias como verdaderos corsarios.
Pero, al cabo de un rato, Alberto desapareció. Cuando volvió, traía mi espada hecha un acordeón y en tres pedazos.
— ¡¿Pero qué has hecho?! —le grité, aguantándome las lágrimas de rabia en los ojos.
—Bah, es una porquería. No aguanta nada…
(Años después supe que se había enzarzado a espadazos con un poste de la luz hasta que el pobre machete no pudo más).
— ¡Me la vas a pagar! —le dije.
—De eso nada. Además, tú dijiste que me la dabas. (Esa palabra de nuevo, que según cómo la interpretes…). Y ya sabes… Santa Rita, Rita, lo que se da no se quita. Y si se quita, el diablo echa la guita. (La guita, para quien no lo sepa, es una cuerda de esparto. En mi tierra, ese dicho significa que el demonio te lanza la cuerda para atraparte si rompes una promesa).
Era mi primer día de vacaciones, no quería broncas, así que me callé. Pero le advertí:
—Antes de que acaben las vacaciones, esto, de una manera u otra, lo solucionaremos tú y yo.
Aquel día me tragué el orgullo… y, por qué no decirlo, también unas lagrimitas por la pérdida de tan magnífico tesoro.
Los días pasaron y la relación con Alberto fue… digamos, cordial, aunque tensa. Yo no olvidaba, y él era un celoso.
Hacia el final del verano, en casa de mi abuela estaban los paletas haciendo una pequeña obra en el patio, y había una gran montaña de tierra para el trabajo que estaban realizando. mmmm… se me ocurrió una idea y les dije a mis amigos:
— ¿Y si esta tarde jugamos con camiones y excavadoras en mi patio y os invito a merendar? Falta poco para terminar las vacaciones y así ya hacemos una buena despedida.
Todos encantados, incluido el "amigo" Alberto. Cada uno trajo sus vehículos. Yo, pobre de mí, jejejejeje, no tenía ninguno de esos, así que me acerqué a Alberto, con suavidad calculada, y sutilmente le dije:
—Tú has traído dos: un camión volquete (por cierto, un camión que necesitaba jubilación, ya que estaba bastante cascado) y una pala excavadora (pala nueva de la casa Karpan, recién comprada). Y bueno, como estamos en mi casa… ¿me dejas uno, no?
Él captó la indirecta. Supongo que pensó que si no me dejaba uno, no jugaba más y se quedaba sin el pedazo de merendola que preparó mi madre. Accedió, ofreciéndome el viejo camión.
—No, hombre —le dije con una sonrisita muy amigable, de oreja a oreja—. Dame mejor la pala, así puedo cargar tu camión con la grava. (Otra vez el "dame", pero esta vez salía de mi boca).
A Alberto le gustó la idea. Se sintió importante como transportista, y me cedió aquella joya recién adquirida en el estanco-kiosco del Sr. Andrés.
—Toma, te la doy.
Ay, amigo… las cartas estaban echadas, caíste en mi trampa...
Jugamos durante un buen rato. Todo en paz, hasta que llegó la hora de recoger. Alberto se acercó, señalando la pala que yo aún sujetaba fuertemente en mi mano:
—Dámela, que me voy.
—Te la daré cuando me pagues mi machete —le solté, seco.
Y claro, vinieron los forcejeos, algún empujón, quizás un tirón de pelo o algún gancho de izquierda o un buen derechazo. (Mi hermano mayor, en aquellos años, hacía boxeo y me enseñó a dar algún que otro manporro bien dado, jejejejeje). Al final, Alberto se marchó solo con su viejo camión, un ojo algo hinchado y sin su preciada pala Karpan, ya que se quedó conmigo en casa.
Al día siguiente, Alberto y yo nos cruzamos y, con tono chulesco, me soltó:
— ¡Ya me la puedes estar devolviendo o te vas a acordar de mí!
Y quizá se la habría devuelto, de no ser por aquella actitud tan prepotente de Alberto. Así que le sonreí con toda la malicia que podía tener un niño de ocho o nueve años y le respondí:
—Recuerda, Albertito… Santa Rita, Rita, lo que se da no se quita. Y si se quita… el diablo echa la guita, jajajajaja.
Realmente la venganza se sirve en plato frío, y qué gusto que da, sobre todo si es en un caluroso día de verano. Lo curioso es que, desde aquel día, Alberto nunca más intentó nada contra mí. Quizá temía mi gancho de izquierda… o puede que temiera al diablo con su cuerda, mmmm… quién sabe, jejejejeje.
Así fue como conseguí mi primer vehículo pesado de la zaragozana casa Karpan. Después vinieron otros: el butanero, el volquete, los bomberos, la hormigonera… pero esos, afortunadamente, llegaron por la vía pacífica: fueron regalos, mmmm… Y también llegaron muchas más espadas y cuchillos molones de todas clases y colores, pero siempre recordaré aquel machete y el disgusto que pillé, aunque conseguí que Santa Rita no se enfadara ni que el diablo echara la guita para cogerme, jajajajaja.
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