COPIAR O CORTAR Este primer código evita que copien los textos de tu página o blog Este segundo código evita que copien las imágenes y gif COPIAR O CORTAR Yo también lo tuve! Nostalgia y Recuerdos de los años 60 - 70 - 80 - 90's: POR SI ACASO… YO MANDO LA CARTA Y LA PESETA TAMBIÉN

sábado, 12 de julio de 2025

POR SI ACASO… YO MANDO LA CARTA Y LA PESETA TAMBIÉN

Hubo un tiempo, pongamos que en los años 70's, en que las redes sociales no existían, pero las cadenas ya campaban a sus anchas. No necesitaban Wi-Fi, ni datos móviles, ni emojis. Bastaba papel, boli, celo o una máquina de escribir... y una moneda de una peseta (si era en España).

Aquellas cartas en cadena eran el equivalente analógico de los memes virales: se multiplicaban sin control, viajaban de casa en casa y de país en país, y siempre llevaban una amenaza velada o directa de mala suerte si no seguías sus instrucciones (una carta parecida o igual a la que hoy saqué de "EL BAÚL DE HAL" para enseñárosla, con la peseta incluida).

Quién no recuerda aquellas hojas mecanografiadas o escritas a mano con caligrafía dudosa, prometiendo fortuna, salud o incluso amor eterno... siempre que uno no rompiera la cadena. En cambio, si decidías ignorar la carta o tirarla a la basura, te podía caer encima una maldición gitana nivel deluxe: desde desgracias financieras hasta accidentes inexplicables, pasando por el clásico "tu vaca dejará de dar leche" (aunque vivieras en un quinto sin ascensor en Vallecas jajajajaja).

La carta solía venir doblada, con una moneda pegada con celo (una peseta en los 70's, a veces un duro en los 80's). El texto empezaba con solemnidad, mmmm, pudiendo ser algo así o parecido: "Esta carta viene de Venezuela (o de algún otro sitio lejano) donde una señora muy devota la recibió y la copió tropecientas mil veces. A los tres días encontró trabajo y su marido volvió con ella..."

Y seguía con ejemplos de otras personas que habían seguido la cadena y recibieron suerte y bendiciones más rápidas que una transferencia bancaria. Luego, la advertencia: "Fulanito rompió la cadena y al día siguiente se le murió el canario, le despidieron del trabajo y le cayó una maceta en la cabeza. No lo tomes a broma."

La carta, entonces, te decía cuántas copias debías hacer (normalmente 7, 9 o 10), pegarles una moneda cada una y enviarlas lo antes posible (normalmente en 7 días, una semana). Algunas eran tan detalladas que incluso te decían que no debías cambiar ni una palabra del texto, no usar boli rojo, ni escribirlas con cinta roja si la tecleabas en la máquina de escribir (parece ser que el rojo daba mala suerte), y, por supuesto, no contarle a nadie que la habías recibido. Lo cual, por supuesto, nunca se cumplía: el primer impulso de quien recibía una de estas cartas era enseñarla con cara de escepticismo y soltar un comentario como "¡Mira qué chorrada me ha llegado!"

Una de las escenas más memorables de mi infancia fue cuando a mi hermano mayor le llegó una de estas cartas. Tendría él unos 19 o 20 años, esa edad en que uno ya empieza a mirar las cosas del mundo con ironía, creyéndose a salvo de supersticiones y sintiéndose más listo que el universo. Abrió el sobre, vio la carta y la moneda, leyó el texto en voz alta con tono burlón, por supuesto, y soltó algo como:

—¿Pero esto qué es? Vaya tontería. ¿De verdad hay gente que se cree estas chorradas?

Mi madre, que hasta ese momento estaba fregando los platos, giró el cuello con más velocidad que la niña del exorcista jajajajaja. Se acercó, se secó las manos con el delantal y le quitó la carta de las manos con gesto de alarma.

—¡Pero hijo, no digas eso! ¡Estas cosas es mejor hacerlas! Por si acaso…

Mi hermano, claro, se negó en redondo. Que él no pensaba ponerse a copiar la carta ni loco. Que eso era alimentar la ignorancia. Que tenía trabajo. Que era un insulto a su inteligencia.

Pero entonces mi madre, ya metida en modo pánico, sacó la artillería emocional. Que cómo se atrevía a tentar a la suerte de esa manera. Que luego no se quejara si tenía mala suerte u ocurría una desgracia en la familia, o si a su coche le salía una avería. Que una madre presiente estas cosas y bla, bla, bla. Total, que entre discusiones y refunfuños, acabó escribiendo las dichosas copias, pegando las pesetas y mandándolas por correo como si le fuera la vida en ello, nada más que por no oír más monsergas de mi madre.

¿Resultados? Bueno, como suele pasar, todo siguió igual. No hubo ni fortuna ni catástrofe, aunque mi madre decía que gracias a las cartas "por lo menos no pasó nada malo". Lógica maternal reconfortante.

Estas cartas eran en parte superstición, sí, pero también reflejaban el espíritu de una época en la que la gente tenía más tiempo, creía más en lo invisible y vivía con ese respeto al destino que solo daban los cuentos de la abuela y los titulares de Lecturas o El Caso.

Y no es que la gente fuera ingenua. Había mucho cachondeo con estas cosas, pero también una cierta reverencia y temor callado. Por si acaso... Esa frase era el pegamento que sostenía la cadena: por si acaso... Nadie quería tentar al destino. No fuera que te pillara el karma en plena curva.

Con el tiempo, las cartas en cadena mutaron. Pasaron del buzón al correo electrónico, con textos tipo "reenvía esto a 10 personas o tu cuenta quedará bloqueada para siempre". Luego llegaron los mensajes en Messenger, en el muro de Facebook y, finalmente, los audios o mensajes sospechosos de WhatsApp.

Ya no se mandan pesetas, claro. Ni otras monedas. Pero el espíritu supersticioso sigue vivo, mmmm. Por si acaso... jajajajaja ¿Quién no ha recibido un mensaje con un "no rompas esta cadena" acompañado de un gif de ángeles, un Padrenuestro y emojis de corazones brillantes?

Lo que en los 70's era una carta con olor a papel barato y tinta Bic o de máquina de escribir, ahora es un mensaje reenviado normalmente por algún amigo, o desde un grupo familiar llamado "Grupo de los Primos", o puede que desde algún desconocido. La esencia es la misma: una mezcla de esperanza, miedo y ese por si acaso... que nos acompaña generación tras generación.

Hoy, cuando pienso en aquellas cartas con una peseta pegada, no puedo evitar sonreír. Era una época donde lo mágico y lo cotidiano se mezclaban con una naturalidad asombrosa. Donde tu madre podía pasar de hablar del precio del pan a preocuparse seriamente porque habías roto una cadena mágica enviada desde el otro lado del mundo.

Y pienso en mi hermano, escribiendo a regañadientes aquellas copias mientras mi madre vigilaba que no se saltara ni una palabra. Y me digo que, quizás, ese momento valió más que cualquier milagro prometido por la carta.

Porque al final, las verdaderas cadenas no eran de papel ni de monedas pegadas con celo, sino de gestos absurdos que se volvían rituales compartidos, de discusiones y risas que aún recordamos con detalle. Eran cadenas invisibles hechas de familia, de supersticiones heredadas y de historias que, por alguna razón, nunca se olvidan y te hacen sonreír al recordarlas. 


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