COPIAR O CORTAR Este primer código evita que copien los textos de tu página o blog Este segundo código evita que copien las imágenes y gif COPIAR O CORTAR Yo también lo tuve! Nostalgia y Recuerdos de los años 60 - 70 - 80 - 90's

sábado, 11 de octubre de 2025

Hubo una época, no hace tanto, aunque ahora parezca de otro planeta, en la que no existía Internet, ni Facebook, ni Instagram, ni Netflix, ni TikTok, etc. Ni siquiera los memes que tenemos hoy día. La diversión venía doblada y grapada, impresa en papel barato, con los bordes un poco amarillentos.

El paraíso de los lectores de entonces no era una gran librería con aire acondicionado, sino un modesto local con luz tenue y un cartel que decía: "CAMBIO DE NOVELAS Y TEBEOS". Allí, en esas cuevas milagrosas de tesoros en papel, la economía funcionaba con la lógica del trueque.

Llegabas con tus lecturas gastadas: las que ya te sabías de memoria, las que habían pasado por manos, bolsillos y meriendas. El dueño, un sabio entre montañas de revistas, te miraba y preguntaba:

—A ver, muchacho, ¿cuántos traes?

—Tres TBOs y una Hazañas Bélicas, señor.

—Vale, te los cambio por dos Pulgarcito y un Capitán Trueno. Si quieres un especial del gato Pumby o el último de Joyas Literarias Juveniles, te toca poner cinco pesetas más (en la mayoría de los casos se cobraba un pequeño suplemento económico, según los cómics que llevabas).

Aquel personaje no era un simple comerciante. Era una especie de bibliotecario del pueblo, un confesor de lectores, árbitro de disputas sobre si El Guerrero del Antifaz podía vencer al Capitán Trueno, y guardián del orden moral, porque algunos tebeos "no eran para niños", según su criterio misterioso.

Conocía a todos: la señora Carmen, que se llevaba novelas rosas de Corín Tellado por docenas; el chaval del tercero, que solo quería cosas de vaqueros; y ese otro, que pedía fiados ejemplares Mortadelo y Filemón pero nunca los devolvía. Un delincuente literario, vaya.

El local olía a tinta vieja, a polvo y a aventura. Las estanterías se doblaban bajo el peso de las colecciones: Roberto Alcázar y Pedrín, Zipi y Zape, El Jabato, Esther y su mundo… Era como entrar en una cueva del tesoro. Pero en lugar de oro había páginas, y en lugar de piratas, lectores ávidos con los codos llenos de tinta.

El sistema del trueque funcionaba con una precisión que ni el Banco de España. Tú entregabas tus cómics y, según el estado en que estuvieran (sin páginas rotas, sin dibujos coloreados con lápiz, sin mordeduras de perro), te daban puntos o crédito para llevarte otros. Era el paraíso del reciclaje literario, mucho antes de que existiera la palabra "sostenible".

Eso sí, había normas sagradas: no se aceptaban tebeos con recortes (¡ni hablar de las secciones de pasatiempos hechas!). Si habías dibujado bigotes a las heroínas de Esther, adiós al cambio. Y las novelas de vaqueros con las tapas arrancadas solo servían para el WC y no precisamente para leerlas, jejejeje.

Para los niños, entrar allí era como entrar en una dimensión paralela. Las monedas tintineaban en el bolsillo, el corazón latía con fuerza, y uno soñaba con conseguir ese número de Mortadelo donde se disfrazaba de bombero, o esa entrega de El Capitán Trueno que faltaba para completar la saga. Cada trueque era una aventura; cada historia, una puerta abierta a la imaginación lectora.

Cuando salías con tu botín bajo el brazo, corrías a casa, te tirabas en el suelo y te perdías durante horas. Sin pantallas, sin prisas. Solo tú, el papel y la imaginación haciendo ruido dentro de tu cabeza.

Con el tiempo llegó el final de una era: llegaba el futuro… primero los videoclubs, luego los ordenadores, después Internet y, finalmente, el streaming. Los locales de "Cambio de novelas y TBOs" fueron cerrando uno a uno, hasta quedar convertidos en leyendas de barrio.

El último que muchos recuerdan tenía la persiana medio bajada, un cartel quemado por el sol y el eco de risas y conversaciones que ya solo existen en la memoria. Hoy, cuando uno pasa frente a un portal como los de las fotos, con su letrero desteñido, recuerda que allí hubo un local de cambios de tebeos, puede sentir una punzada de ternura. Como si el espíritu de aquellas tardes siguiera allí, esperando que alguien toque la puerta y diga:

—Buenas… ¿todavía cambian tebeos?

Y quién sabe… tal vez, si escuchas bien, detrás de la persiana se oiga un murmullo de páginas pasando y una voz que responde:

—Claro que sí, chaval. Pero acuérdate de no traerlos pintarrajeados. Jajajaja.

Estos recuerdos los conservo así: en blanco y negro, como una fotografía vieja que se ha quedado a vivir en la memoria. Recuerdo aquellas metálicas persianas, las letras torcidas de algunos carteles, otros desteñidos por el paso del tiempo, el olor del papel usado y las risas al fondo del local.

Todo parece un sueño borroso, pero al evocarlo, el corazón aún late con la emoción de aquel primer cambio de tebeos.

Porque tal vez la vida moderna venga en alta definición, pero la infancia, la de verdad, sigue proyectándose en blanco y negro, con el sonido de páginas al pasar, olor a tinta gastada y una gran sonrisa que se dibuja en mi rostro al recordar, mientras escribo este post.




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