Hoy me dio por reflexionar… pero en plan meme, por algo que me pasó hace unos días, jejejeje.
El domingo pasado, desayunando con unos buenos amigos de toda la vida, sonó el móvil de mi colega David.
Miró quién era, suspiró y rechazó la llamada.
A los pocos minutos volvió a sonar. Esta vez lo puso en silencio y lo dejó vibrar, mudamente, sobre la mesa.
David me miró con cara de circunstancias y dijo:
—No me dejan en paz ni en domingo... una llamada de trabajo.
Nos reímos, pero en el fondo todos sabíamos de qué hablaba.
Hoy llevamos el teléfono en el bolsillo, siempre a mano, siempre encendido, siempre disponible.
Y sí, tener un móvil puede sacarte de más de un apuro, ayudarte en un momento complicado o avisarte de algo importante.
Pero también tiene su otro lado, y no tan bueno precisamente...
Nos interrumpe en los momentos más simples, roba silencios, invade domingos y convierte cualquier rincón "incluso el del desayuno con amigos" en una oficina improvisada.
Antes, cuando el teléfono estaba atado a un cable, nosotros éramos libres.
Ahora el teléfono es libre... y nosotros los que vivimos atados a su sonido, a su pantalla, a esa obligación de estar "siempre disponibles".
Porque sí, los móviles nos conectan con el mundo, pero también, a veces, nos desconectan de la vida.
Antes había que girar una rueda para llamar, y mientras tanto, uno pensaba bien qué iba a decir.
No existían los mensajes de voz, ni los "visto", ni las llamadas perdidas que dejaban el corazón en vilo.
Si querías hablar con alguien, esperabas. Y si no estaba... pues no estaba.
Y el mundo seguía.
Las conversaciones eran más lentas, pero también más sinceras.
No había emojis, pero sí sonrisas reales al otro lado de la línea.
No existían los filtros, pero sí voces temblorosas, silencios cómplices y los nervios de marcar un número.
Antes, el teléfono estaba atado a la pared... y nosotros, libres de notificaciones, de prisas y de pantallas que nos roban miradas.
Quizá no teníamos Wi-Fi, pero sí algo mucho mejor:
Conexiones humanas que no necesitaban señal.
Y ahora... el teléfono lo llevamos en el bolsillo, pegado a la mano, como si fuera una extensión del alma (o del estrés).
Ya no hay "no estoy en casa", ni "llámame luego".
Siempre estamos disponibles: en el trabajo, en el baño, en vacaciones, incluso en Nochebuena, entre los canapés y el turrón.
Hemos cambiado el cable por una correa invisible... y vaya si aprieta.
Antes el teléfono estaba atado y nosotros éramos libres.
Hoy el teléfono es libre... y nosotros los que vivimos atados a él.
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