El juego "Churro, media manga, mangotero..." no era solo un entretenimiento más de la calle: era casi un conjuro compartido, un ritual heredado que viajaba de voz en voz como si perteneciera a todos y a nadie. No hacía falta preparar nada: bastaba un trozo de acera, un muro cualquiera y un puñado de niños con la energía desbordada de los días de juego infinitos. En aquella mezcla de saltos, equilibrio, resistencia y adivinanza había algo inexplicable, algo que convertía cada partida en un pequeño acontecimiento que se grababa sin querer en la memoria. Y quizá por eso, más que las imágenes, lo que vuelve con los años son las palabras: frases que suenan como viejas melodías.
A veces los
recuerdos de la infancia no regresan nítidos ni ordenados, sino como una voz
que resuena desde algún patio olvidado. Basta pronunciar aquello de
"Churro, media manga, mangotero, adivina qué tengo en el puchero de mi
abuelo" para que todo despierte (el polvo dorado de la calle, la torpeza
deliciosa de las risas, el eco de las zapatillas pisoteando el suelo y ese
segundo suspendido justo antes del salto, mitad vértigo, mitad superación).
El juego
empezaba siempre igual: dos equipos, una pared que hacía de frontera y un grupo
que se transformaba en una barrera humana. El primer niño se plantaba firme, de
espaldas a la pared, con los dedos entrelazados; el segundo se encorvaba hasta
apoyar la frente en el primer niño, al que llamábamos "la madre" (el
único que permanecía erguido para sostener la estructura). Detrás, el resto se
alineaba, encorvados también, metiendo la cabeza entre las piernas del
compañero anterior y apretando fuerte las piernas para resistir el alud que
estaba por venir. Para quienes hacían de base, el momento era una mezcla de
orgullo y miedo: sabías que tus amigos iban a caer sobre ti sin piedad y solo
podías esperar y confiar en que tus rodillas aguantaran el impacto.
Al otro
equipo le tocaba el salto. Corrían uno a uno y se lanzaban con todo el cuerpo,
en culazos secos, en saltos acompañados de risas nerviosas. Cuando lograban
acomodarse sin desmontar la fila, estallaban las carcajadas; cuando no, el caos
era inevitable (gritos, reproches juguetones y ese barullo que solo tenían los
juegos de antes).
Cuando todos
los saltadores completaban su misión, llegaba el momento más esperado. La madre
pronunciaba la frase ritual con una solemnidad que a veces parecía teatro:
"Churro,
media manga, mangotero, adivina qué tengo en el puchero de mi abuelo".
En algunos
barrios la cantinela cambiaba ligeramente (se colaba algún verso nuevo, se
perdía otro, se inventaba un final inesperado), pero había algo casi sagrado
que solía mantenerse intacto: la palabra "churro", ese primer golpe
rítmico que abría la puerta al juego, a la adivinanza y a la risa.
Mientras
tanto, como ya mencioné, uno de los niños que habían saltado (o el que hacía de
madre) señalaba con disimulo: la mano sobre la otra mano si era
"churro", sobre el codo si era "media manga", sobre el
hombro si tocaba "mangotero". Uno de los niños que hacía de burro
debía adivinar aquella pista silenciosa. Acertara o fallara, daba igual: lo que
importaba era la risa contenida, el suspense diminuto, la rima absurda viajando
de generación en generación sin perder nunca su encanto.
Aunque el
juego solía estar dominado por los chicos, algunas niñas se unían también a la
fiesta del recreo o de la salida del colegio, y la visión era siempre la misma:
un torbellino de voces y cuerpos, reglas inventadas sobre la marcha, carreras,
empujones y esa sensación de riesgo inocente que solo se siente cuando uno es
niño.
Era un juego
simple, pero poseía una magia secreta. No necesitaba más que amigos, un suelo
firme y la risa lista para estallar. Por eso, aunque muchas de aquellas tardes
se hayan desvanecido con los años, la frase (tu frase) sigue viva como un hilo
que te lleva de regreso: al patio, al sol tibio de entonces, a la voz de tu
abuelo, a las horas en las que el tiempo parecía no tener prisa.
Y aunque hoy
estos juegos casi hayan desaparecido de las calles, sustituidos por otros
mundos más silenciosos, aún sobreviven como símbolos de una época en la que
jugar era inventar, improvisar y compartir. Un recuerdo vivo que sigue latiendo
en quienes un día saltaron, sostuvieron, adivinaron y rieron en aquella
liturgia de barrio.


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