COPIAR O CORTAR Este primer código evita que copien los textos de tu página o blog Este segundo código evita que copien las imágenes y gif COPIAR O CORTAR Yo también lo tuve! Nostalgia y Recuerdos de los años 60 - 70 - 80 - 90's: CHURRO, MEDIA MANGA, MANGOTERO...

sábado, 15 de noviembre de 2025

CHURRO, MEDIA MANGA, MANGOTERO...

El juego "Churro, media manga, mangotero..." no era solo un entretenimiento más de la calle: era casi un conjuro compartido, un ritual heredado que viajaba de voz en voz como si perteneciera a todos y a nadie. No hacía falta preparar nada: bastaba un trozo de acera, un muro cualquiera y un puñado de niños con la energía desbordada de los días de juego infinitos. En aquella mezcla de saltos, equilibrio, resistencia y adivinanza había algo inexplicable, algo que convertía cada partida en un pequeño acontecimiento que se grababa sin querer en la memoria. Y quizá por eso, más que las imágenes, lo que vuelve con los años son las palabras: frases que suenan como viejas melodías.

A veces los recuerdos de la infancia no regresan nítidos ni ordenados, sino como una voz que resuena desde algún patio olvidado. Basta pronunciar aquello de "Churro, media manga, mangotero, adivina qué tengo en el puchero de mi abuelo" para que todo despierte (el polvo dorado de la calle, la torpeza deliciosa de las risas, el eco de las zapatillas pisoteando el suelo y ese segundo suspendido justo antes del salto, mitad vértigo, mitad superación).

El juego empezaba siempre igual: dos equipos, una pared que hacía de frontera y un grupo que se transformaba en una barrera humana. El primer niño se plantaba firme, de espaldas a la pared, con los dedos entrelazados; el segundo se encorvaba hasta apoyar la frente en el primer niño, al que llamábamos "la madre" (el único que permanecía erguido para sostener la estructura). Detrás, el resto se alineaba, encorvados también, metiendo la cabeza entre las piernas del compañero anterior y apretando fuerte las piernas para resistir el alud que estaba por venir. Para quienes hacían de base, el momento era una mezcla de orgullo y miedo: sabías que tus amigos iban a caer sobre ti sin piedad y solo podías esperar y confiar en que tus rodillas aguantaran el impacto.

Al otro equipo le tocaba el salto. Corrían uno a uno y se lanzaban con todo el cuerpo, en culazos secos, en saltos acompañados de risas nerviosas. Cuando lograban acomodarse sin desmontar la fila, estallaban las carcajadas; cuando no, el caos era inevitable (gritos, reproches juguetones y ese barullo que solo tenían los juegos de antes).

Cuando todos los saltadores completaban su misión, llegaba el momento más esperado. La madre pronunciaba la frase ritual con una solemnidad que a veces parecía teatro:

"Churro, media manga, mangotero, adivina qué tengo en el puchero de mi abuelo".

En algunos barrios la cantinela cambiaba ligeramente (se colaba algún verso nuevo, se perdía otro, se inventaba un final inesperado), pero había algo casi sagrado que solía mantenerse intacto: la palabra "churro", ese primer golpe rítmico que abría la puerta al juego, a la adivinanza y a la risa.

Mientras tanto, como ya mencioné, uno de los niños que habían saltado (o el que hacía de madre) señalaba con disimulo: la mano sobre la otra mano si era "churro", sobre el codo si era "media manga", sobre el hombro si tocaba "mangotero". Uno de los niños que hacía de burro debía adivinar aquella pista silenciosa. Acertara o fallara, daba igual: lo que importaba era la risa contenida, el suspense diminuto, la rima absurda viajando de generación en generación sin perder nunca su encanto.

Aunque el juego solía estar dominado por los chicos, algunas niñas se unían también a la fiesta del recreo o de la salida del colegio, y la visión era siempre la misma: un torbellino de voces y cuerpos, reglas inventadas sobre la marcha, carreras, empujones y esa sensación de riesgo inocente que solo se siente cuando uno es niño.

Era un juego simple, pero poseía una magia secreta. No necesitaba más que amigos, un suelo firme y la risa lista para estallar. Por eso, aunque muchas de aquellas tardes se hayan desvanecido con los años, la frase (tu frase) sigue viva como un hilo que te lleva de regreso: al patio, al sol tibio de entonces, a la voz de tu abuelo, a las horas en las que el tiempo parecía no tener prisa.

Y aunque hoy estos juegos casi hayan desaparecido de las calles, sustituidos por otros mundos más silenciosos, aún sobreviven como símbolos de una época en la que jugar era inventar, improvisar y compartir. Un recuerdo vivo que sigue latiendo en quienes un día saltaron, sostuvieron, adivinaron y rieron en aquella liturgia de barrio.


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