Desde el principio de los tiempos, el ser humano ha sabido mirar a la naturaleza con ojos curiosos y agradecidos. De sus manos y de lo que la tierra le ofrecía nacieron los primeros objetos artesanales: sencillos, pero llenos de ingenio y alma. Con piedras, ramas, barro o fibras, el hombre no solo creó herramientas para vivir, sino también juguetes, instrumentos y formas de entretenimiento que reflejaban su deseo innato de imaginar, de soñar y de dar vida a lo que lo rodeaba. En cada pieza hecha a mano late un pedacito de esa historia antigua: la unión eterna entre la creatividad humana y la generosidad de la naturaleza.
Esa unión sigue viva en los rincones de mi memoria, donde la naturaleza era maestra y aliada, y el juego nacía de lo que el campo ofrecía sin pedir nada a cambio. Mi recuerdo de hoy toma forma viéndome bajo el sol seco almeriense, con una rama de agave en la mano: la madera del desierto. Esa planta, por llamarla de algún modo, tiene un valor sentimental profundo para los almerienses, que la consideramos un símbolo de la provincia.
En tierras como Níjar, Sorbas, Los Vélez, Tabernas, Cabo de Gata o mi pueblo, Cantoría, por nombrar algunos lugares… la pita, zabilas o zabilones (como la llamamos allí) fue durante mucho tiempo una riqueza discreta pero esencial. De sus hojas nacía una fibra blanca, fuerte y flexible, con la que se hacían cuerdas, redes, alpargatas y hasta tapices. Era un trabajo duro y paciente: cortar, raspar, lavar, secar al sol y peinar la fibra hasta que quedaba como un hilo de oro mate. Aquello daba sustento a muchas familias y llenaba los patios de olor a campo y a trabajo bien hecho.
Pero para nosotros, los niños del pueblo, el agave tenía otra vida. De aquella planta que los mayores veían como recurso, nosotros veíamos aventuras. Los largos troncos secos, llamados quiotes y sus ramas eran nuestro tesoro: huecos, resistentes y ligeros, se prestaban para cualquier invento. Bastaba encontrarlos medio tirados y secos en el borde del camino, y ya se encendía la imaginación.
Recuerdo la emoción de dar con la rama perfecta: si era larga, se convertía en espada; si corta, en puñal. Las bifurcaciones del extremo parecían hechas a propósito para servir de empuñadura. Bastaba con quitarles las semillas, recortar los sobrantes y, con un par de cortes mal hechos pero orgullosos, teníamos una espada lista para la batalla.
El taller podía ser cualquier rincón del pueblo: la puerta de la iglesia, el muro junto al camino de tierra, la sombra de un almendro, el Peñón del Fraile o la era del tío Colorín. Nos sentábamos en corro, navajita en mano, lanzando bromas, contando chistes y retando al de al lado a ver quién afilaba mejor la punta o conseguía la empuñadura más cómoda. A veces alguien traía una cuerda vieja y la enrollábamos en la parte superior para que hiciera de mango; otras, lijábamos con una piedra hasta que el tacto quedaba más suave. El ruido era sencillo: risas, chasquidos de madera y el leve crujir del quiote al doblarse.
Y no solo hacíamos espadas. Con el quiote también salían caballitos de pita, que montábamos galopando por la era, trompetas que sonaban a todo pulmón (o al menos eso creíamos), bastones de pastor o varas mágicas para dirigir ejércitos imaginarios. A falta de juguetes comprados, la tierra nos daba los mejores: gratis, resistentes y con alma.
Las espadas, sin embargo, eran nuestras favoritas. No eran simples palos; tenían su propio código. Se medían, se prestaban con honor y se cuidaban como si tuvieran nombre, al estilo del Cid y su Tizona. Con ellas fingíamos ser caballeros defendiendo el cortijo, marineros atacados por piratas o aldeanos que luchaban contra dragones invisibles.
Algunas batallas acababan en tregua; otras, en persecuciones por las callejuelas, entre las blancas casas, con alguna madre llamando desde el umbral para que volviéramos al caer la tarde. Regresábamos a casa con las manos llenas de polvo y el pelo oliendo a campo, felices como solo lo son los niños que han pasado el día construyendo su propio mundo.
Más allá del juego, esas ramas nos unían al entorno. Aprendimos a respetar lo que el campo ofrecía y a aprovecharlo todo. Nada se tiraba si podía servir, y nuestras espadas de pita eran la versión infantil de esa sabiduría antigua, de esa creatividad práctica capaz de convertir lo común en extraordinario.
Con los años, las cosas cambiaron: llegaron otros materiales, menos tiempo libre y calles llenas de coches. Pero cada vez que vuelvo a mi pueblo, por Cantoría, y veo esas zabilas florecidas y su largo tronco quiote, mi memoria me lleva de nuevo a aquellas tardes de sol, corriendo por los cerros pelados o el río seco. Pienso en esas manos pequeñas que aprendieron a transformar una rama en una espada, en caballitos, en trompetas, en sueños.
Si hoy alguien me preguntara por qué nos marcaron tanto aquellas espadas, diría que no fue por su filo, siempre romo, sino por lo que nos ayudaban a crear: historias, códigos, amistades. Y por el hecho simple y poderoso de que, para jugar, solo necesitábamos una rama de agave, un poco de ingenio, imaginación y el pueblo entero como escenario.
Ya para cerrar este recuerdo, os dejo unas imágenes de un par de espadas de agave que hice hace algún tiempo, durante unas vacaciones en mi pueblo. No pude resistirme: junto a la carretera encontré un tronco caído de pita y, sin pensarlo mucho, paré el coche para recoger un par de buenas ramas. Al tallarlas, me sentí otra vez aquel niño que jugaba en la era, convencido de que una simple rama podía ser el arma más poderosa del mundo.





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