COPIAR O CORTAR Este primer código evita que copien los textos de tu página o blog Este segundo código evita que copien las imágenes y gif COPIAR O CORTAR Yo también lo tuve! Nostalgia y Recuerdos de los años 60 - 70 - 80 - 90's: LA DIVERSIÓN ENCAPSULADA EN FICHAS DE AUTOS DE CHOQUE

sábado, 28 de junio de 2025

LA DIVERSIÓN ENCAPSULADA EN FICHAS DE AUTOS DE CHOQUE

Cada año, cuando el calendario rozaba los últimos días de junio y en el colegio ya olía a tizas gastadas y cuadernos finiquitados, mis padres anunciaban la frase mágica: "El viernes nos vamos al pueblo". Y a mí se me desataba un cosquilleo que empezaba en la nuca y bajaba hasta las zapatillas, mmmm, zapatillas Paredes recién estrenadas para la ocasión. El pueblo... su propio nombre era significativo de libertad durante todo el día y parte de la noche, jugar con mis amigos de infancia que hacía un año que no los veía, perdidos entre el río seco y los cerros pelaos de Cantoria (Almería), se convertía en un reino independiente durante las vacaciones, con su plaza como capital y el bar de la plaza del pueblo como ministerio de exteriores, donde se decidía la política internacional del dominó o de las partidas de cartas y donde hacían unos granizados de limón que partían la pana de buenos que estaban.

Pero el verdadero estallido ocurría unos días después de llegar: la feria. Ninguno de nosotros decía "fiestas patronales"; eso era lenguaje oficial para el pregón. Decíamos simplemente la feria, con ese artículo como quien habla de la luna o del mar. Los preparativos se olían antes de verse: un olor a serrín, a fritanga tempranera y a barniz fresco que competía con el aroma terroso de las eras calentándose al sol. Y entonces, desde la ventana de la cámara (desván), veíamos en miniatura las casetas de colores brotar en la explanada de la carretera, cerca del viejo convento o de la plaza del pueblo; se multiplicaban como setas gigantes con luces.

Aquella veraniega mañana de principios de los 80's me despertó el petardeo de un motor que no era ni tractor ni coche del panadero. Despegué la cara de las sábanas (que eran de esas ásperas que crujían) y vi, aparcada ante la puerta de casa, la furgoneta destartalada de los feriantes. De ella salían tres hombres con bigote, una señora con moño y una nube de niños que corrían descalzos. Traían sacos de bombillas, tablones, altavoces que parecían cofres piratas y, lo más importante, el esqueleto metálico de los autos de choque.

Mis amigos: Risi, Frasco, los gemelos Pedro y Antonio, y yo, nos fuimos adonde montaban la pista. El mayor de los feriantes, que olía a gasoil y chicle de menta, nos guiñó un ojo:

—Si nos echáis una mano, os caen fichas gratis para los coches —soltó, haciendo sonar una bolsa de plástico llena de fichas para los autos de choque, fichas redondas, rojas y amarillas, menudo tesoro.

Trabajo infantil, lo llamarían ahora; entonces era la puerta al paraíso. Aceptamos sin rechistar. Nos repartieron tareas: sujetar los barrotes mientras atornillaban, desenrollar cables, cebar las bombillas en guirnaldas interminables. Cada vez que completábamos una fila de luces, los feriantes hacían la prueba: ¡clac! Se encendían todas a la vez y nosotros gritábamos como si fuera Nochevieja.

Había momentos gloriosos y otros de penitencia, como cuando nos tocó meter la mano por la trampilla del generador para recuperar una tuerca o recoger las basuras que el viento arremolinaba bajo los remolques. Pero cada minuto sudado se traducía en fichas: las guardábamos en el bolsillo del pantalón corto, tintineando como un cascabel. A la hora de la siesta (prohibida para los forasteros modernos pero aún ley sagrada en el pueblo) las campanas daban las tres y nosotros seguíamos allí, oliendo a polvo, grasa y regaliz negro que uno de los feriantes repartía como paga extra.

Por fin, al caer la tarde, el recinto quedó listo. Se encendió la megafonía con una cinta de Raffaella Carrà que crepitaba, y la pista de los autos comenzó a chisporrotear como un relámpago doméstico. En ese instante, la señora Engracia, que presumía de haberse montado cuando era moza "en el tranvía de Barcelona antes de que Gaudí fuera atropellado", se santiguó al ver tanta electricidad junta. Nosotros, en cambio, nos subimos a los coches con la misma solemne determinación con la que un cosmonauta pisa la Luna.

Las fichas gratis funcionaban como pasaporte diplomático: podíamos encadenar viaje tras viaje sin pasar por taquilla, hasta que las manos sudadas nos resbalaban sobre el brillante volante negro. Íbamos a por los mayores, los retábamos a choques frontales, y el feriante del bigote se partía de risa agarrado a la verja. En una de esas embestidas, Risi pegó un volantazo tan brusco que su coche apenas hizo contacto con la barra en la malla del techo y las chispas dibujaron una lluvia artificial sobre su cabeza. Durante un segundo, el mundo se quedó en silencio, salvo por el zumbido eléctrico y nuestras carcajadas.

La noche terminó con una tormenta repentina: rayos de verdad iluminaban las atracciones, compitiendo contra las bombillas y fluorescentes de colores. Nos refugiamos bajo la lona de la caseta de los turrones y el feriante nos sirvió unos mantecados helados que sabían a gloria. Cuando la lluvia aflojó, corrimos a casa felices, saltando y cantando por la calle, los bolsillos ya vacíos de fichas pero repletos de ese tesoro invisible que uno guarda en el cajón de los felices recuerdos de niñez y al que vuelvo cada vez que me topo con una pista de autos de choque.

Hoy, desde la distancia de los años y las ciudades, cierro los ojos y todavía escucho el chasquido de las bombillas, el choque de los coches, el "explota explótame" o aquello de "Para hacer bien el amor hay que venir al sur", de la Carrà, mezclado con truenos, lluvia y relámpagos auténticos, y ahora que recuerdo, mmmm, también solían poner aquella canción del vino griego, de la tierra natal de José Vélez, aquel vino rojo que hacía recordar un pueblo blanco que dejó detrás del mar... mmmm, ahora entiendo mejor aquel tormentón. ¡Qué mala sueeeerte! Jejejejeje. Pero, sobre todo, siento en las manos el peso cálido y familiar de aquellas fichas rojas y amarillas, iguales a las que hoy he sacado del baúl de HAL, como un pequeño tesoro guardado entre recuerdos y secretos.

Esas fichas eran mucho más que simples monedas de juego; eran el pasaporte a un verano eterno, a un pueblo donde la infancia se hacía gigante y las horas se estiraban hasta perderse en el brillo de las luces y la risa compartida. Bastaba con ese gesto simple, el "Echadme una mano y tendréis fichas gratis", para que la diversión se multiplicara por mil: la maravilla de la feria, la complicidad con los amigos, y esa sensación de que, aunque el tiempo pase y las ciudades nos separen, ese instante perfecto sigue vivo dentro de nosotros, girando y chocando en aquellos coches de choque que nunca paraban del todo, ni siquiera cuando las luces de colores se apagaban y la feria, exhausta, dormía hasta el año siguiente.

Entonces, el silencio del pueblo se llenaba del canto de los grillos, y uno sabía, sin saber cómo, que aquellos días no se irían del todo; seguirían vivos en nuestros recuerdos, aguardando ser revividos en los veranos venideros, por muchos años que pasaran. 












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