COPIAR O CORTAR Este primer código evita que copien los textos de tu página o blog Este segundo código evita que copien las imágenes y gif COPIAR O CORTAR Yo también lo tuve! Nostalgia y Recuerdos de los años 60 - 70 - 80 - 90's: junio 2025

sábado, 21 de junio de 2025

VERANO, ROCK Y MIGUEL RÍOS: UN VIAJE MUSICAL CON DOS HISTORIAS

La sesión de hoy de Minutos Musicales viene con doble intención. Dos motivos importantes le dan forma. El primero es fácil de adivinar: hoy comienza el verano. El segundo… bueno, ese me lo reservo un poquito más. Tiempo al tiempo, os lo dejaré en la segunda parte de este post, mmmm, un poquito más abajo, entre los vídeos musicales de Miguel Ríos, "Despierta" y "Vuelvo a Granada", ya que todo tiene sus motivos.

Y es que estos Minutos Musicales están cargados de simbolismo, recuerdos y, sí, también de un pequeño arrepentimiento que arrastro desde hace años, y otra cosa aún más importante para mí que os contaré en la mencionada segunda parte y entre los vídeos que os mencioné. Pero empecemos por el principio.


- PRIMERA PARTE:

Hay canciones que actúan como máquinas del tiempo. No hace falta más que unas notas para que te trasladen, en un parpadeo, a otro lugar, a otra época. Para mí, algunos temas de Miguel Ríos hacen justo eso. Me llevan de vuelta a la casa de mis padres, a los días en que mis hermanos mayores ponían sus vinilos en un viejo tocadiscos que, en mi recuerdo, suena mejor que cualquier equipo de sonido actual.

Sonaban himnos como "El río", o el grandioso "Himno a la alegría", entre otros grandes temas. Yo tenía apenas 5 o 6 años y no entendía ni la mitad de las letras, pero la música... esa sí que se me quedó grabada en el alma.

Ahora bien, que nadie piense que yo era fan de Miguel Ríos desde pequeño. ¡Qué va! Lo confieso sin pudor: no era santo de mi devoción. Y lo peor vino en 1983. Año clave. Verano. Gira de El Rock de una noche de verano. Mi mejor amigo de entonces (y aún lo sigue siendo), David Roca, me ofrece ir con él al concierto. Entrada gratis, todo a cuenta suya. Y yo, con la sabiduría de un adolescente cabezón, pensé:

"¿Ver a ese carozilla con mallas a rayas pegando brincos? No, gracias. Paso."

Y ahora, tantos años después, solo puedo decir que me equivoqué. De verdad. De los errores de los que uno se arrepiente con el paso del tiempo... y con una sonrisa algo torpe se me dibuja en la cara al recordar ese tonto desplante que hice.

Hoy, más de 40 años después, lo admito con una sonrisa amarga. Me lo perdí. Y me arrepiento. Porque lo que en aquel momento me parecía ridículo, hoy lo veo como legendario. Miguel Ríos fue (y es) un pionero del Rock español. Se adelantó a su tiempo, abrió caminos y nos dejó un repertorio que, guste más o menos, es historia viva de la música de este país.

Por eso, y porque el verano ha comenzado oficialmente, no hay mejor forma de arrancar esta sesión que con "El Rock de una noche de verano". No podía ser otra. Hoy sí que me subo a ese escenario con él, aunque sea en espíritu. Y con pantalones de rayas si hace falta (digo pantalones ya que con mallas os aseguro que no me atrevería ni en sueños jajajajaja).

El tiempo me ha enseñado a ver a Miguel Ríos con otros ojos. Y aunque su estilo no sea el mío, lo respeto profundamente. Tiene temazos que aún me pellizcan por dentro, porque me devuelven a esa infancia en la que todo era nuevo, incluso la música.

Así que clica sobre un vídeo y... ¡sube el volumen, que hoy empezó el verano!

El Rock de Una Noche de Verano.


Despierta.


- SEGUNDA PARTE:

Hace unos meses me quedé completamente afónico (a lo Miguel Bosé, jejeje) durante varios días. Fui al médico y me derivó al otorrinolaringólogo. Ahí empezó mi periplo médico: un recorrido de consultas, tratamientos y diagnósticos. Un viaje lleno de pruebas, incertidumbre y mucha resiliencia.

Tenía una cuerda vocal paralizada por culpa de unos nódulos que, vete tú a saber cuánto tiempo llevaban conmigo, eran de gran tamaño. Uno de ellos, casi de 10 cm. La cuestión es que había que analizarlos y operarlos cuanto antes, fueran benignos o malignos, porque no estaban en muy buen sitio y era urgente extraerlos (menos mal que al final fueron benignos).

Y para no alargarme demasiado, os cuento lo más importante. A primeros de abril (o sea, hace relativamente poco) entré en quirófano. Lo confieso: estaba muy acojonado. La doctora que me operó ya me había advertido que este tipo de intervenciones, en un alto porcentaje de pacientes, deja secuelas… Intentarían no tocarme las cuerdas vocales, pero el tamaño de los nódulos era muy grande. Así que se curó en salud y me hizo firmar un montón de papeles donde ponía todos los riesgos posibles. Entre ellos, el que más me asustó fue el de quedarme sin voz. Uffff. Había riesgos peores, pero ese me impactó especialmente. Os lo juro.

Después de la operación, desperté en la sala de rehabilitación del hospital de Bellvitge, en Barcelona. Estaba mareado, confuso, preguntándome: "¿Dónde estoy?" El chute de anestesia me dejó muy tocado. Y, en mi cabeza, sonaba una musiquilla que decía:

♫♪♫♫♪… Despierta, empieza a amanecer.

La noche el día deja ver.

Despierta, no te quedes ahí,

que ahora es tiempo de vivir... ♪♫♪♫♪

 

Increíble. ¡El tito Miguel Ríos me estaba cantando Despierta en mi cerebro! (Misterios de la mente… jajajaja.)

Y sí, fui despertando, y empecé a recordar dónde estaba y por qué. En ese mismo momento se me encogió el corazón. Unas gotas de sudor frío empezaron a bajar por mi frente, y eso que la sala estaba helada. Recordé todo. Y los miedos llegaron como una avalancha: "Ya estoy operado, pero no siento nada… ¿y si abortaron la operación por cualquier complicación?"

Hice un giro completo con la lengua dentro de la boca… No tenía tubos. Eso aumentó mi sospecha de que no me habían operado. Hasta que llevé mi mano derecha a la garganta y, ahí, me di cuenta de que sí. Había un delgado tubo, pegado con esparadrapos y gasas: el drenaje. Estaba operado.

Y en ese momento pensé:

"Tienes algo muy importante que hacer."

No estaba seguro de cómo iba a salir. Me sentía inseguro. Pero tenía que enfrentarme a ello.

"¿Podría hablar, aunque solo fuera un poco?"

Aunque mi voz estuviera apagada… Me conformaba con eso. Aunque fuera la mitad de la voz que tenía… Me bastaba.

Y entonces, otra vez, mi cabeza me jugó una de sus jugadas mágicas. Esta vez, mi cerebro me ordenó cantar. Y como todo había empezado con Miguel Ríos, fue automático. Sin darme cuenta, estaba cantando:

♫♪♫♫♪… Vuelvo a Granada, vuelvo a mi hogar,

el tren va muy despacio, hay mucho tiempo para llegar.

La gente duerme en el vagón

mientras por las ventanas

muy débilmente se cuela el sol... ♪♫♪♫♪

 

¡Jajajajaja! Una canción con la que me identifico totalmente. Me recordó aquellos veranos de niño, cuando iba al pueblo en tren. Y, por lo visto, estaba cantando con voz bastante fuerte.

¡¡¡Siiiiiiiii!!!

¡Conservaba intacta mi voz!

¡No la perdí! ¡No se apagó!

En ese momento apareció una enfermera a mi lado, diciéndome:

—Te despertaste de buen humor, ¿eh?

¡Jajajajajaja! Qué vergüenza pasé…

Y me dijo:

—La operación ha salido muy bien. La cirujana hablará contigo cuando estés en la habitación, pero ya te adelanto que salió todo mejor de lo que se esperaba.

Lo demás ya es historia. Y como entenderéis, esta es una de esas dos razones por las que quiero dedicar estos MINUTOS MUSICALES al tito Miguel Ríos, y decir con toda el alma:

¡LOS VIEJOS ROCKEROS NUNCA MUEREN!

Vuelvo a Granada. 



El Río.



Qué Noche la de Aquel Año.


Himno a la Alegría.



Rock de la Cárcel. 



En el Parque.



Rock en el Ruedo.



Santa Lucía. 


Un Caballo Llamado Muerte.



El Blues del Autobús.



Yo Solo Soy un Hombre.



Todo a Pulmón.



Banzai.



No Estás Sola.



Bienvenidos.



Los Viejos Rockeros Nunca Mueren.

sábado, 14 de junio de 2025

SILBATO DE HUESO DE ALBARICOQUE: EL ARTE OLVIDADO DEL GÜITO

Hubo un tiempo en que un simple hueso de albaricoque, o como lo llamábamos muchos, un "güito" bastaba para tener entretenido a cualquier niño durante unas horas o incluso días, dependiendo de las ganas que le ponía a la fabricación de su juguete, mmmm… lo malo llegaba cuando estaba terminado… uffff, pitidos ensordecedores. Jajajajaja.

No necesitábamos juguetes caros. Solo un bordillo o una pared rugosa, saliva y mucha paciencia. Así comenzaba el ritual de convertir ese pequeño hueso en un pito que chillaba como un condenado.

Me enseñó mi padre, aunque seguro que después se arrepintió, jejejeje. Raspábamos el hueso contra un bordillo, una pared áspera o el canto de un peldaño. Lo mojábamos con saliva y dale que dale, frotando hasta lograr perforarlo por desgaste. El objetivo era simple: hacer un agujero y, una vez hecho, con alguna punta o clavo, sacar la almendra del interior. Tenía que quedar completamente vacío. El proceso era casi un arte.

Sí, nos dejábamos los dedos y las uñas rascando. Me pelaba las yemas de tanto insistir. Pero ahí estaba la magia: en ese esfuerzo, en esa espera, en ese silbido que rompía el aire y te hacía sentir que habías creado un juguete con tus propias manos. El sonido que salía al soplar ese pito era una victoria en aquellas largas tardes de verano, llenas de polvo y risas.

Ahora, con una Dremel o una pequeña radial, basta un instante para hacer el agujero. Pero es que antes no era solo construir un silbato: era un desafío, una lección de paciencia y una ceremonia compartida entre amigotes.

En cada barrio, en cada calle, alguien sabía hacerlo. Recuerdo que, en el comedor del colegio, cuando nos daban albaricoques de postre, nos íbamos directos a la pared rugosa del patio a rascar los huesos, y con la punta del compás limpiábamos la semilla del interior. Era una tradición oral, sencilla y universal, que pasaba de generación en generación.

El güito, además de nombre simpático, venía con variantes o gustos en el orificio. Algunos hacían el agujero en un lateral, otros en la panza del hueso. Algunos lo rascaban en seco, otros lo mojaban primero. Pero todos coincidíamos en lo mismo: nos mantenía entretenidos durante horas. Y el pitido que salía de aquello… ¡era glorioso!

Por cierto, por si te preguntaste el porqué del nombre de güito: la palabra "güito" es una forma popular y afectuosa de referirse al hueso del albaricoque. Proviene de una deformación fonética de "huesito", muy común en zonas rurales, donde "hueso" pasa a decirse "güeso", y "huesito" se transforma en "güito". Este fenómeno también ocurre con otras palabras, como "huevo", que en muchas hablas populares se convierte en "güevo".

Hacer pitos o silbatos con güitos era una costumbre extendida en muchas zonas rurales, donde se aprovechaban materiales naturales y cotidianos para crear juegos e instrumentos simples. Esta práctica formaba parte de una imaginación ingeniosa que sustituía a los juguetes industriales.

Estos pequeños instrumentos son símbolos de creatividad, sostenibilidad y conexión con la naturaleza, y forman parte de una tradición que ha perdurado en diversas culturas a lo largo del tiempo.

Hoy, que todo es inmediato y digital, cuesta imaginar lo que era pasarse media tarde raspando un hueso solo para hacer un silbato. Pero quienes lo vivimos sabemos que no se trataba solo del pito. Era la compañía, la calle, la imaginación, el tiempo sin prisa. Era infancia en estado puro.

Algunos padres nostálgicos han recuperado esa tradición para sus hijos, porque esos pequeños gestos siguen teniendo mucho valor. Porque un güito puede seguir silbando, si se lo permitimos.

Así que, si alguna vez hiciste un pito con el hueso de un albaricoque, este post es para ti. Para los que sabían rascarlo con paciencia, soplar con fuerza y sonreír con orgullo. Para quienes aún llevan en la memoria el eco agudo de un silbato hecho con saliva, paciencia… y mucha infancia.










sábado, 7 de junio de 2025

WILLY WONKA Y EL BILLETE DORADO DEL DULCE AYER

Hace unos meses, mi hija me hizo un regalo. Así, sin más. Un gesto sencillo, sin cumpleaños, sin Navidad, sin que mediara ningún motivo especial. Solo ella, con sus ojos chispeantes y esa sonrisa que sabe usar cuando quiere desarmarme, apareció frente a mí con una tableta de chocolate en la mano. Como si me estuviera entregando un trocito del universo.

Pero ojo, no era una tableta cualquiera. No, no, no. Aquello era casi una reliquia, una joya vestida de envoltorio oscuro con letras que evocaban otros tiempos. Una de esas que parecen sacadas directamente de la mágica y golosa fábrica de Willy Wonka. La miré detenidamente y supe al instante que no se trataba de un simple dulce. Era algo más.

El envoltorio de su interior brillaba con ese aire misterioso que solo tienen los objetos encantados. Al sostenerla entre mis manos, sin quererlo, volví a ser niño. Siete u ocho años, tal vez. Me vi ahí, en zapatillas, en alguna merienda de invierno, soñando con mundos imposibles. Porque eso es lo que tienen ciertos regalos: no solo te ofrecen lo que son, sino todo lo que te recuerdan.

Y claro, no pude evitarlo. Cerré los ojos, crucé los dedos y pedí un deseo. Un deseo que seguramente compartimos todos los que vimos de pequeños esa historia maravillosa de Roald Dahl, pasada al cine en 1971, donde nuestro pequeño protagonista encuentra su premio dentro de una tableta de chocolate, mmmm, ese eterno Peter Pan que llevo dentro, también esperaba el famoso billete dorado. Sería fantástico que me tocara, ¿no?. Ese billete dorado que prometía una aventura, una segunda oportunidad, una forma distinta y más dulce de ver el mundo y poder sentirme "HAL en la fábrica de chocolate", jejejejeje.

Y sí, como lo estáis leyendo… ¡me salió el billete dorado!

Bueeeeeno… quizás no exactamente el que te lleva de la mano de Willy Wonka a recorrer pasillos llenos de ríos de chocolate, prados comestibles y ardillas que seleccionan nueces con más criterio que muchos ejecutivos. Pero sí uno que me abrió la puerta a algo incluso más valioso: un momento irrepetible con mi hija, una cápsula del tiempo envuelta en papel brillante, una conexión pura entre el presente y la infancia.

Nos sentamos juntos, como si se tratara de un ritual. Rompimos el envoltorio con el debido respeto que se le tiene a la magia del momento. El crujido del papel fue casi litúrgico. Y ahí estaba: el chocolate, perfectamente dividido en cuadraditos, esperándonos, mmmm y qué bueno estaba.

Lo acompañamos con unas magdalenas que quedaban por casa. Y en ese gesto, aparentemente simple, me vino a la cabeza un viejo recuerdo literario: la famosa escena de Marcel Proust mojando una magdalena en su taza de té. Para él, ese acto tan cotidiano desataba una avalancha de recuerdos, de sensaciones, de lugares y personas que creía olvidados. Era la memoria involuntaria, la emoción que despierta un sabor, un aroma, un instante.

Y allí estaba yo, mordiendo chocolate con una magdalena en la mano, viendo a mi hija reír con migas en la comisura de los labios, y de pronto... el tiempo se volvió blando, como el bizcocho. Porque el chocolate no solo sabía a cacao. Sabía a tardes de merienda en casa con mis queridos padres, a las meriendas después del colegio, al papel de aluminio arrugado de los recreos. Sabía a historias contadas en voz baja, a dibujos animados con sonido metálico, a estufas encendidas en enero.

Cada bocado era una llave que abría puertas cerradas por años. Eso que a veces creemos perdido, pero que nunca se va del todo.

Mi hija, sin saberlo, me había regalado mucho más que chocolate. Me había regalado un billete dorado hacia los recuerdos de mi infancia. Un pase VIP no a una fábrica fantástica, sino al lugar más valioso: los recuerdos que nos construyen, los que hacen que el corazón lata más fuerte sin saber bien por qué.

Y sí, lo confieso: dentro del envoltorio había una preciosa réplica dorada de aquel billete premiado. No era oficial, claro. Pero relucía con tanta gracia que por un momento dudé si un Umpa-Lumpa no se había infiltrado en alguna confitería del barrio jejejeje. Aquella tarjetita dorada, con sus reflejos brillando bajo la lámpara, se ganó un lugar de honor en mi baúl, en "EL BAÚL DE HAL", ya que esta réplica de billete dorado fue símbolo de una merienda cualquiera que terminó siendo inolvidable.

A veces uno no necesita viajar a la fábrica de Willy Wonka. No hace falta atravesar ríos de chocolate ni enfrentarse a pruebas imposibles con Umpa-Lumpas cantando moralejas en rima. A veces, basta con una hija, una tableta de buen chocolate, unas magdalenas de Proust, o bien podrían serlas, y una pizca de imaginación para que el billete dorado aparezca justo donde más importa: en el corazón.

Porque ese día, aunque no me abrió las puertas de una fábrica mágica de golosinas, sí me abrió algo mucho más valioso: un momento lleno de verdad. Uno de esos instantes que no se compran ni se planifican. Que simplemente ocurren. Y cuando ocurren, sabes que acabas de vivir algo que recordarás siempre.

Y es que, a veces, el mejor premio no es una fortuna escondida ni un viaje a lo extraordinario. A veces, la vida, sin previo aviso, te sorprende con una tableta mágica y una sonrisa cómplice, envueltas en papel brillante. Y dentro, como un guiño final, una réplica de un billete dorado que no abre puertas de dulces fábricas misteriosas, pero sí de momentos que valen oro. Créeme, con eso ya has ganado.