Hay objetos que uno no recuerda por lo que eran, sino por lo que significaron. No eran caros, ni sofisticados, ni exclusivos. Pero tenían la misteriosa capacidad de convertir un día cualquiera en una aventura irrepetible. Ese es el caso de mis queridos gemelos Fuji-Yama, fabricados por la archiconocida Mecánica Ibense, unos prismáticos de plástico ligero, colores brillantes y lentes que ampliaban más la ilusión que la realidad. Hoy, recién rescatados de "EL BAÚL DE HAL", vuelven a mis manos como si hubieran estado esperando este momento para contar su historia.
Porque este es uno de esos muchos juguetes que marcaron mi infancia en la Barcelona de los años 70's. Los gemelos, mis gemelos, mis ojos extra, mis aliados secretos desde la azotea del edificio, allí donde el mundo parecía detenido solo para mí.
No tenía jardín, ni campo, ni gallinas que vigilar. Tenía algo muchísimo mejor: el terrado de mi casa, cerca de la Sagrada Familia y la Diagonal. Ese espacio, tan cotidiano para los adultos, era para mí un reino elevado. Las cuerdas de tender parecían telarañas de superhéroe, las chimeneas se convertían en torres y las antenas de televisión, en palos mayores de barcos invisibles.
Subía a toda velocidad, como si el cielo fuera a cerrarse antes de que yo llegara. Y cuando empujaba la puerta metálica y sentía la corriente de aire tibio o fresco en la cara, sabía que la ciudad me estaba esperando. Barcelona entera, con su ruido, estaba allí, ante mí. Y yo, armado con mis Fuji-Yama rojos, era el vigía oficial.
Los primeros gemelos fueron rojos. Un rojo vivo, poderoso, como el de los héroes de tebeo. Aún recuerdo el día que los vi en el kiosco: estaban en su caja, inclinados, como posando para mí. La caja tenía ilustraciones tan vibrantes que parecían hechas con témperas recién aplicadas. El público contemplaba a toreros en plena faena y forofos del fútbol seguían a sus admirados futbolistas; unos y otros llevaban sus gemelos Fuji-Yama para no perder detalle de la corrida o del partido. Colores saturados, tipografías que gritaban ¡entretenimiento y diversión! Era publicidad ingenua, sí, pero llena de una energía gráfica que aún hoy me resulta magnética.
Estas ilustraciones obedecían a un manual básico del impacto inmediato: colores planos y saturados, contornos gruesos, personajes con rasgos rotundos y expresivos, narices redondeadas, sonrisas abiertas, mofletes subrayados. Todo estaba pensado para leerse a distancia, en un kiosco entre cromos y chicles: debía captar la vista en un segundo y prometer diversión en uno más. No era arte para el museo; era diseño publicitario de proximidad, simple y efectivo.
Observando las dos versiones, la del campo de fútbol y la de la plaza de toros, se nota la misma fórmula aplicada a distintos titulares populares. El fútbol vende movimiento: colores vibrantes, público en graderíos y una sensación de espacio amplio. La plaza de toros ofrece un dramatismo más contenido: curvas, arena, el torito y el torero al fondo; la paleta sigue siendo alegre, pero la composición es más escena puntual, perfecta para que un niño imagine un encuentro épico entre héroe y bestia. ¿Quién dibujaba esto? Probablemente no un autor famoso de cómic, sino un ilustrador comercial que dominaba la estética de kiosco, alguien que reproducía rápido, con pocos trazos, pensando en la imprenta offset. Su trabajo era anónimo, sí, pero tenía personalidad propia: una mezcla de ingenuidad gráfica y astucia publicitaria.
Cuando por fin tuve los gemelos rojos colgados del cuello, supe que había ascendido en la escala cósmica de los niños. Tener aquellos gemelos fue como recibir el carnet de explorador oficial. No necesitaban ampliar mucho: era suficiente con que estuvieran allí, esperándome, listos para transformar lo cotidiano en extraordinario.
Con mis gemelos rojos observaba todo: la Sagrada Familia en construcción, y con menos torres de las que tiene ahora; la Diagonal con sus coches que parecían hormigas metálicas; las azoteas vecinas con sus misterios inaccesibles. Yo buscaba, y encontraba, historias en cada rincón. Un gato dormido en una terraza podía ser un guardián silencioso. Una cortina que se movía era una señal secreta. Un avión cruzando el cielo era un mensaje cifrado.
Había tardes en las que el sol caía despacio y la ciudad brillaba como un escenario, y yo me quedaba allí arriba sin moverme, mirando a través de mis gemelos, sintiendo que el mundo era inmenso... y a la vez mío.
Claro que aquellos no fueron mis únicos gemelos. Como buen niño de los 70's, descubrí que los Fuji-Yama eran baratos, omnipresentes y coloridos. Y como en el kiosco o en las ferias siempre había novedades, mi colección empezó casi sin querer. Llegaron los verdes, los azules, los blancos y los amarillos. Los tuve todos. Pero, digámoslo sin rodeos: los rojos eran los reyes. Mis primeros, mis favoritos, mis gemelos oficiales.
Los años pasaron, como pasan siempre, silenciosos y sin pedir permiso. Y mis gemelos quedaron olvidados en el fondo de un cajón, luego en una caja, luego en un rincón del tiempo. Pero hace unos días decidí que era hora de abrir "EL BAÚL DE HAL" ese lugar donde guardo mis tesoros antiguos, mis recuerdos, mis universos personales y mis colecciones más nostálgicas.
Y allí estaban.
Los rojos, los verdes, los azules, los blancos, los amarillos.
Todos esperándome como si no hubiera pasado el tiempo.
Al sostenerlos, sentí un golpe de nostalgia tan intenso como dulce. Era como estrechar la mano de mi yo de ocho años. Como asomarme, una vez más, a aquel terrado donde el mundo parecía más grande de lo que es ahora... o quizá era yo quien lo miraba con más hambre.
Hoy os enseño esta pequeña y colorida colección no solo porque me gusta, sino porque forma parte de lo que fui. De lo que sigo siendo. Mirar a través de estos gemelos era un juego. Pero también era una forma de aprender a mirar la vida con curiosidad, con ternura, con ese asombro que solo los niños tienen y que a veces olvidamos.
Quizá por eso los guardé.
Quizá por eso vuelvo a ellos.
Porque, de alguna manera, cada uno de estos gemelos sigue señalando al mismo lugar: hacia arriba, sí, pero también hacia atrás. Hacia aquel niño que corría escaleras arriba creyendo que el terrado era un reino secreto. Hacia una Barcelona que ya no existe del todo. Hacia una forma de mirar que el tiempo, sin querer, nos va robando.
Y mientras sostengo estos Fuji-Yama en mis manos adultas, hay un segundo, solo un segundo, en el que vuelvo a ver la ciudad como entonces: enorme, misteriosa, llena de promesas. Un segundo en el que ese niño vuelve a asomarse conmigo al borde del terrado y me recuerda, en silencio, que la aventura nunca estuvo en lo que veía... sino en cómo lo miraba.






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