Hoy es un día especial. Un día para celebrar el amor en todas sus formas, para recordar esas historias que dejaron huella en el alma. Y qué mejor manera de hacerlo que trayendo al presente una de esas antiguas costumbres que, poco a poco, se han ido perdiendo con el tiempo.
¿Recordáis los árboles con corazones grabados en sus troncos? Nombres unidos por la flecha traviesa de Cupido, eternamente enlazados en la corteza de un árbol. O aquellos corazones de tiza en las paredes (como bien decía Radio Futura en una de sus más recordadas canciones), o en la pizarra de la escuela, testigos inocentes de primeros amores que latían en secreto.
¿Cuántas veces dibujamos un corazón en la arena de la playa, solo para verlo desvanecerse con la llegada de una ola? Amores efímeros, como la espuma del mar, que desaparecían con el tiempo, pero que en su momento fueron intensos y verdaderos. Otros, en cambio, resistían como tatuajes en la piel, marcados para siempre, sin importar el paso de los años.
El amor siempre ha buscado la manera de dejar su rastro. Desde los suspiros escritos en los márgenes de un cuaderno hasta cartas perfumadas escondidas entre las páginas de un libro. Desde promesas susurradas en una noche estrellada hasta nombres escritos en el vaho de una ventana en invierno. Pequeñas huellas de sentimientos que querían ser eternos.
Pero de todas estas formas de inmortalizar el amor, hay una que guardo con especial cariño. Una tradición de mi infancia, en un rincón de Barcelona, en el Paseo de San Juan. Allí, entre parques y columpios, existían unos bancos de pino verde. Eran bancos corrientes, desgastados por el tiempo… pero uno de ellos tenía algo especial. La pandilla lo llamábamos el banco de los amores.
No hacía falta papel ni tinta, solo un pequeño punzón y un corazón latiendo fuerte en el pecho. Nos sentábamos allí, con la cabeza llena de sueños y el estómago con inquietas mariposas revoloteando, y con la paciencia de quien quiere que algo dure para siempre. Con cuidado, grabábamos los nombres de aquellos amores que, en ese momento, sentíamos eternos.
Aquel banco se llenó de historias. Nombres superpuestos, escritos con dulzura, con nervios, con ilusión. Algunas inscripciones apenas visibles bajo nuevas capas de pintura, otras grabadas con tanta fuerza que ni los años lograron borrar. No importaba cuántos nombres se sumaran, cuántas capas de barniz intentaran ocultarlos… el banco de los amores seguía allí, testigo fiel de secretos compartidos, de risas nerviosas, de silencios cómplices.
A veces volvíamos a sentarnos en él, incluso cuando el amor que habíamos grabado se había esfumado. Pasábamos los dedos sobre los nombres, recordando lo que sentimos en aquel momento. Quizá con nostalgia, quizá con una sonrisa, o tal vez con alguna lágrima y la certeza de que, por fugaz que fuera, aquel amor existió y mereció ser recordado.
Hoy me pregunto qué habrá sido de aquel banco, el banco de los amores. ¿Seguirá allí, en algún rincón, testigo silencioso de tantos suspiros y promesas? ¿O tal vez desapareció, llevándose consigo todos esos amores que un día fueron escritos con tanto fervor?
Lo único que sé es que, en mi memoria, sigue intacto. Como si el tiempo no hubiera pasado. Como si aún pudiera ver, entre aquellos nombres grabados, el tuyo y el mío.
Feliz Día de San Valentín. Feliz Día de los Enamorados.
Que entrada tan bonita. Yo no era de grabar nada en los sitios, más allá de las cintas cassette jajaja. Pero si que me dieron mi primer baso en un banco y eso lo llevo grabado en el corazón como esos grabados de los que hablas en el post.
ResponderEliminarUn abrazo.