COPIAR O CORTAR Este primer código evita que copien los textos de tu página o blog Este segundo código evita que copien las imágenes y gif COPIAR O CORTAR Yo también lo tuve! Nostalgia y Recuerdos de los años 60 - 70 - 80 - 90's: 2025

lunes, 4 de agosto de 2025

TOI DE VACASIONE

Como alguno de los míticos cromos de Bollycao decían: "TOI DE VACASIONE".

Ha llegado ese momento del año en el que toca desconectar un poco, cerrar el portátil, dejar el reloj a un lado y cambiar el teclado por unas chanclas.

Me marcho unas semanas a recargar pilas y recuperar el modo lento, como hacíamos en los veranos de antes: sin prisa, sin Wi-Fi, sin móvil y con ganas de no hacer nada… desconectar, parar y dejar que los días pasen sin reloj.

Gracias por seguir ahí, por leer, comentar o simplemente pasar de vez en cuando. A la vuelta, más nostalgia, más historias y, quién sabe, quizás más Tois, jejejejeje.

Nos vemos a la vuelta. Hasta entonces...

¡TOI OFF, PERO TOI BIEN 

sábado, 2 de agosto de 2025

EL BAÚL AZUL DE LA ABUELA

Recuerdo cuando creé por primera vez un grupo nostálgico de recuerdos en Facebook. Fue un 16 de mayo de 2010… ¡Ufffff! 15 años ya. Cómo pasa el tiempo. Al principio era solo eso: un grupo. Luego lo convertí en página, y siempre mantuvo el mismo nombre. El mismo que hoy lleva nuestro blog. Aunque, siendo sincero, dudé bastante, antes de decidir cómo llamarlo. Tenía varios nombres en mente, pero especialmente dos.

Uno de ellos es el que ya conocéis: "Yo también lo tuve!" No necesita muchas explicaciones, ¿verdad? El nombre lo dice todo… jejejeje. El otro… mmmm, ese lo descarté. Porque claro, dices "recuerdos" y dices "baúl" y ya es algo tan visto, tan habitual… No quería caer en lo de siempre. Y si no, que se lo pregunten a Karina jejejeje.

Ahora bien… cuando me mudé a Blogger, ahí sí estuve tentado de cambiar el nombre. Estuve a punto de llamarlo "El baúl azul de la abuela", o algo por el estilo. En honor a ella, y también a un baúl muy especial. Quería darle a ese viejo baúl la importancia que se merecía. Pero al final, decidí reservar esa esencia para la sección principal del blog: "EL BAÚL DE HAL", y hacer un pequeño guiño en la foto de presentación. Sí, esa donde también salgo yo con un gran baúl.

Mmmm… nunca conté del todo por qué esa conexión tan especial con un baúl. Y no precisamente por ser "el baúl de los recuerdos", aunque también lo es. El baúl del que os hablaré es mucho más antiguo. Incluso anterior a aquella pegadiza canción de Karina y su baúl de los recuerdos. Y aunque su historia la cuento dentro de la sección de recuerdos en blanco y negro… esta vez haremos una excepción. Porque sería imperdonable no mostrarlo con su color original: ese azul que nunca se olvida, aunque este es un recuerdo que tengo como si fuera en blanco y negro, como las fotos que también guardaba.

Pero bueno… mejor seguid leyendo este artículo (o post, como prefiráis llamarlo). Lo entenderéis todo mejor. Porque hay recuerdos que no se explican, solo se sienten a medida que vas leyendo, y este, sin duda, es uno de ellos.

En el corazón de la vieja casa del pueblo, escondido entre las sombras del cuarto oscuro (le llamábamos así porque era el único de la casa que no tenía ventanas), descansaba el baúl azul de la abuela. Un mueble grande, desgastado por los años, pero firme como los recuerdos que guardaba la madre (así llamábamos todos con cariño a mi abuela), como también explico en este otro entrañable artículo que os recomiendo: "EL DELANTAL DE LA ABUELA" 

Aquel baúl azul lo había llevado consigo la madre desde el día de su boda. Y aunque la casa había cambiado, el baúl seguía en el mismo lugar: entre las dos camas individuales, pegado a la pared, como un guardián silencioso de su historia en el viejo cuarto oscuro.

Nadie sabía exactamente qué había dentro, pero todos en la familia respetaban su misterio. A veces, los nietos más curiosos se quedaban mirándolo, imaginando tesoros escondidos. Pero solo la madre tenía la llave, y solo ella decidía cuándo abrirlo.

Yo era uno de esos nietos que se quedaba mirando el baúl azul en el cuarto oscuro, preguntándome qué secretos escondía entre sus vetas gastadas y su cerradura oxidada. Me fascinaba pensar en lo que podía haber allí dentro: mapas antiguos, cartas secretas, monedas de otro tiempo, cualquier cosa relacionada con un tesoro.

Una tarde lluviosa de verano, cuando el aire olía a tierra mojada y las gotas repiqueteaban en el tejado, la madre me llamó a mí, su nieto más pequeño, el último que se meó en su falda, como muchas veces solía decir ella, cuando le echaban en cara —por culpa de pequeños celos de otros familiares— que me tenía muy mimado (y que también leeréis en el enlace que os pasé anteriormente) jejejeje.

—Ven, mi vida —me dijo con una sonrisa suave, sacando la llave que siempre llevaba colgada del cuello—. Hoy quiero mostrarte algo.

Y entonces introdujo la llave, le dio media vuelta y, con delicadeza, abrió el baúl. Un aroma a lavanda, a madera vieja y a tiempo detenido flotó en el aire. No era un simple mueble: era una cápsula del alma, un rincón donde el pasado no se había ido del todo.

Cartas amarillentas atadas con cintas, fotos descoloridas de jóvenes que ya no estaban, el reloj de bolsillo del abuelo, un pequeño joyero de madera con un collar de perlas, puede que algún anillo y pendientes... También el baúl alojaba alguna cartilla bancaria donde tenia los ahorros de toda una vida, las escrituras de la casa dobladas con cuidado, un billete de barco de cuando mi abuelo estuvo trabajando en la Argentina, o aquella corcha de ganchillo hecha a mano, algo de ropa que guardaba con cariño especial, entre otras muchas cosas...

Hasta un botón de nácar que se desprendió del vestido de su madre el día de su entierro, o las gafas rotas de la bisabuela Carmen... Ella murió antes de que yo naciera, a la longeva edad de 109 años. Todos mis hermanos, bastante más mayores que yo, la conocieron. Yo, por desgracia, no tuve ese privilegio: aún no había nacido.

—¿Por qué guarda esto, madre? —le pregunté una vez, sosteniendo unas monedas extranjeras que estaban dentro del baúl y que ya no valían para nada.

Ella me miró con cariño, con aquellos ojos brillantes que tenía y que parecían saberlo todo.

—Porque el tiempo ya se lleva muchas cosas. Por eso guardo lo que fue y lo que sigue siendo importante para mí, hijo. No importa los años que pasen. Son cosas que me hicieron feliz, que me recuerdan quién soy. No las tiro... aunque duelan, aunque ya no sirvan.

Cada objeto tenía su historia, y cada historia, su emoción. Algunas las contaba con una sonrisa melancólica; otras, con un suspiro que parecía venir desde muy lejos, desde lo más profundo de su corazón. Me hablaba de su infancia en tiempos duros, de los bailes en el pueblo cuando era joven, de los partos sin médico en casa y sin hospitales, del pan amasado con sus propias manos, del triste silencio de la guerra, de la partida de los hijos y, más tarde, del bullicio de los nietos corriendo por la casa. Ahí estaba yo, el último nieto que se meó en su falda, jejejejeje.

El baúl olía a memoria. A veces, cuando la casa dormía y todo era quietud, me acercaba en silencio y apoyaba la oreja contra la tapa, como si los objetos susurraran. No sé si era mi imaginación o el eco de las historias que ella me había contado, pero creía oírlos: los pasos del abuelo bajando del barco llegado de la Argentina, la risa joven de ella al estrenar su vestido de boda, el tic-tac del reloj de bolsillo del abuelo, el crujir de la madera al cerrar la tapa una y otra vez, como un latido.

Esa noche, mientras el cuarto oscuro se llenaba de sombras, entendí que el verdadero tesoro no eran las joyas ni los papeles, sino las historias que vivían dentro de aquel baúl azul. Y supe que, cuando llegara el momento, yo también tendría cosas valiosas que guardar en un baúl. No por su valor material, sino porque estaban hechas de amor, de despedidas, de días que no volverán pero que no deben olvidarse.

Con el tiempo, aprendí que todos tenemos nuestro propio baúl azul. Puede que no tenga cerradura ni madera vieja; puede que, en estos días que corren, sea real o bien virtual. Pero lo que tengo muy claro es que todos lo llevamos dentro. Está hecho de olores que nos devuelven a la infancia, de frases que alguien nos dijo una sola vez y se nos quedaron tatuadas, de fotos borrosas en blanco y negro que solo nosotros entendemos, de voces que ya no suenan fuera pero que siguen susurrando por dentro.

La madre se fue en un mes de agosto, pero de hace ya 35 años. A veces me sorprendo pensando cómo sería mi vida si pudiera llamarla ahora, si pudiera sentarme a su lado en otra tarde de lluvia de verano, si pudiera escuchar otra de sus entrañables historias. Solo una más. Pero la vida no concede esas repeticiones. Por eso escribo esto: para que el recuerdo no se apague.

Porque, al final, el baúl azul no era solo un lugar para guardar tesoros. Era un refugio para todo aquello que el mundo olvida, pero el corazón no.

Y yo, el niño que una vez fui, sigue añadiendo pedacitos de recuerdos a el baúl, a "EL BAÚL DE HAL", y los comparto con vosotros para que no se pierdan en el olvido, para que sigan viviendo en la memoria y provoquen una sonrisa, una lágrima o un suspiro. Todo eso es posible gracias a la lección de vida que me dio aquel día mi abuela, la madre Dolores: lo que se ama, o lo que te hizo feliz, se guarda y jamás se olvida. Y si puedes compartir esa felicidad, hazlo, como ella hizo aquella tarde de lluvia conmigo.

Algunos recuerdos no merecen olvidarse, y este que recuerdo y comparto hoy con vosotros es uno de ellos.


sábado, 26 de julio de 2025

EL MACHETE DE SANDOKÁN, UNA PALA EXCAVADORA KARPAN, SANTA RITA Y EL DIABLO CON UNA CUERDA

Queridos amigos: sé que el título de esta historia suena a un batiburrillo imposible, como sacado de una novela de aventuras un poco loca. Seguramente os preguntaréis qué tienen en común la espada de Sandokán, una pala excavadora Karpan, Santa Rita y el mismísimo diablo.

Pues bien, os adelanto que, en mi historia, están más unidos de lo que uno podría imaginar.

Esto me ocurrió un verano, a mediados de los años 70's. Es una anécdota divertida de mi niñez, de esas que suelo contaros al más puro estilo del Abuelo Cebolleta. Una de esas historias de cuando el mundo era más sencillo y las batallas se libraban con espadas de plástico… y muchísima imaginación.

Todo comenzó durante aquellas vacaciones de verano. Recuerdo que, por esas fechas, me regalaron una de esas codiciadas espadas de Sandokán, aquellas que se vendían como churros cuando la serie del Tigre de Mompracem arrasaba en la tele. ¡Qué maravilla! Imponente, brillante, una joya de plástico que para mí valía más que el oro. A los pocos días, nos fuimos al pueblo de vacaciones. Ni bien tocó el coche el suelo de tierra, antes de abrir una sola maleta, ya estaba yo armado hasta los dientes: la espada de Sandokán en un lado del cinto y un cuchillo vikingo en el otro (sí, el de los cuernitos en el casco de la empuñadura, todo un clásico).

Salí corriendo al encuentro de mis camaradas. Nos abrazamos con alegría; ya hacía un año que no nos veíamos, aunque uno de ellos en particular (pongámosle "Alberto") parecía sonreír con cierta reserva… Me miraron, con mis dos armas cruzadas en el cinturón al más puro estilo western, y uno tras otro salieron disparados a buscar las suyas. Todos, menos Alberto, que, con cara de lástima fingida, me soltó:

—Tú tienes dos… dame una.

(Ay, esa palabra "dame", tan pequeña y a la vez tan peligrosa y que, según cómo se interprete, se puede tergiversar, especialmente si la pronuncia un niño con muy mala leche, interpretándola como le dé la gana. Sin pensarlo demasiado, le entregué el cuchillo vikingo. Claro que eso no fue suficiente para él).

Alberto, con descaro, respondió:

—Podrías darme la grande…

Yo, que no quería problemas ni empezar las vacaciones con mal pie, accedí: "Se la dejaré un rato", pensé.

—Ten, Alberto, te doy la grande…

Así que le di la espada de Sandokán. La emoción fue máxima: corríamos, saltábamos, librábamos batallas imaginarias como verdaderos corsarios.

Pero, al cabo de un rato, Alberto desapareció. Cuando volvió, traía mi espada hecha un acordeón y en tres pedazos.

— ¡¿Pero qué has hecho?! —le grité, aguantándome las lágrimas de rabia en los ojos.

—Bah, es una porquería. No aguanta nada…

(Años después supe que se había enzarzado a espadazos con un poste de la luz hasta que el pobre machete no pudo más).

— ¡Me la vas a pagar! —le dije.

—De eso nada. Además, tú dijiste que me la dabas. (Esa palabra de nuevo, que según cómo la interpretes…). Y ya sabes… Santa Rita, Rita, lo que se da no se quita. Y si se quita, el diablo echa la guita. (La guita, para quien no lo sepa, es una cuerda de esparto. En mi tierra, ese dicho significa que el demonio te lanza la cuerda para atraparte si rompes una promesa).

Era mi primer día de vacaciones, no quería broncas, así que me callé. Pero le advertí:

—Antes de que acaben las vacaciones, esto, de una manera u otra, lo solucionaremos tú y yo.

Aquel día me tragué el orgullo… y, por qué no decirlo, también unas lagrimitas por la pérdida de tan magnífico tesoro.

Los días pasaron y la relación con Alberto fue… digamos, cordial, aunque tensa. Yo no olvidaba, y él era un celoso.

Hacia el final del verano, en casa de mi abuela estaban los paletas haciendo una pequeña obra en el patio, y había una gran montaña de tierra para el trabajo que estaban realizando. mmmm… se me ocurrió una idea y les dije a mis amigos:

— ¿Y si esta tarde jugamos con camiones y excavadoras en mi patio y os invito a merendar? Falta poco para terminar las vacaciones y así ya hacemos una buena despedida.

Todos encantados, incluido el "amigo" Alberto. Cada uno trajo sus vehículos. Yo, pobre de mí, jejejejeje, no tenía ninguno de esos, así que me acerqué a Alberto, con suavidad calculada, y sutilmente le dije:

—Tú has traído dos: un camión volquete (por cierto, un camión que necesitaba jubilación, ya que estaba bastante cascado) y una pala excavadora (pala nueva de la casa Karpan, recién comprada). Y bueno, como estamos en mi casa… ¿me dejas uno, no?

Él captó la indirecta. Supongo que pensó que si no me dejaba uno, no jugaba más y se quedaba sin el pedazo de merendola que preparó mi madre. Accedió, ofreciéndome el viejo camión.

—No, hombre —le dije con una sonrisita muy amigable, de oreja a oreja—. Dame mejor la pala, así puedo cargar tu camión con la grava. (Otra vez el "dame", pero esta vez salía de mi boca).

A Alberto le gustó la idea. Se sintió importante como transportista, y me cedió aquella joya recién adquirida en el estanco-kiosco del Sr. Andrés.

—Toma, te la doy.

Ay, amigo… las cartas estaban echadas, caíste en mi trampa...

Jugamos durante un buen rato. Todo en paz, hasta que llegó la hora de recoger. Alberto se acercó, señalando la pala que yo aún sujetaba fuertemente en mi mano:

—Dámela, que me voy.

—Te la daré cuando me pagues mi machete —le solté, seco.

Y claro, vinieron los forcejeos, algún empujón, quizás un tirón de pelo o algún gancho de izquierda o un buen derechazo. (Mi hermano mayor, en aquellos años, hacía boxeo y me enseñó a dar algún que otro manporro bien dado, jejejejeje). Al final, Alberto se marchó solo con su viejo camión, un ojo algo hinchado y sin su preciada pala Karpan, ya que se quedó conmigo en casa.

Al día siguiente, Alberto y yo nos cruzamos y, con tono chulesco, me soltó:

— ¡Ya me la puedes estar devolviendo o te vas a acordar de mí!

Y quizá se la habría devuelto, de no ser por aquella actitud tan prepotente de Alberto. Así que le sonreí con toda la malicia que podía tener un niño de ocho o nueve años y le respondí:

—Recuerda, Albertito… Santa Rita, Rita, lo que se da no se quita. Y si se quita… el diablo echa la guita, jajajajaja.

Realmente la venganza se sirve en plato frío, y qué gusto que da, sobre todo si es en un caluroso día de verano. Lo curioso es que, desde aquel día, Alberto nunca más intentó nada contra mí. Quizá temía mi gancho de izquierda… o puede que temiera al diablo con su cuerda, mmmm… quién sabe, jejejejeje.

Así fue como conseguí mi primer vehículo pesado de la zaragozana casa Karpan. Después vinieron otros: el butanero, el volquete, los bomberos, la hormigonera… pero esos, afortunadamente, llegaron por la vía pacífica: fueron regalos, mmmm… Y también llegaron muchas más espadas y cuchillos molones de todas clases y colores, pero siempre recordaré aquel machete y el disgusto que pillé, aunque conseguí que Santa Rita no se enfadara ni que el diablo echara la guita para cogerme, jajajajaja.








sábado, 19 de julio de 2025

IN MEMORIAM ASTRID FENOLLAR, CANTANTE E INTEGRANTE DEL GRUPO REGALIZ

A principios de esta semana, el lunes para ser exactos, leí una noticia que me entristeció profundamente: Fallece a los 55 años Astrid Fenollar, integrante del grupo musical infantil "Regaliz". (Quiero aprovechar para hacer llegar mi más sentido pésame a su familia)

No me afectó por ser fan del grupo. Para ser sincero, los grupos infantiles no eran lo mío, y eso que más o menos éramos de las mismas edades, pero yo estaba más influenciado por las músicas que escuchaban mis hermanos mayores. Y eso que, en mi época, abundaban los grupos infantiles. Teníamos a Parchís, a Enrique y Ana, a Botones, a Regaliz... pero yo no era muy de seguir ese tipo de música. Sin embargo, esta noticia me tocó por otro lado, por recuerdos más personales. Porque a Astrid, en cierto modo, la conocí antes de que fuera Astrid, la del grupo musical "Regaliz".

Verás, éramos vecinos en Barcelona. Yo vivía en la calle Gerona con Rosellón, y ella justo al revés: Rosellón con Gerona. El destino ya nos cruzaba solo con cambiar el orden de las esquinas. En más de una ocasión coincidimos por el barrio, o incluso dentro de su edificio. ¿La razón? Íbamos, mi hermano y yo, a visitar a una amiga llamada Jaimina, que vivía allí y cuya familia eran porteros del inmueble.

Y aquí viene una anécdota que nunca olvidaré. Aunque no lo cuento en el artículo donde sale nuestra amiga Jaimina, y que te lo dejo enlazado "AQUÍ" por si quieres echarte unas risas, Jaimina tenía una "cruz" en su vida: el dálmata de Astrid. Un perro precioso, sí, pero algo "guárrete" con el tema de los esfínteres. Según Jaimina, el can le tenía manía y una extraña fijación por dejarle "regalitos" justo en la entrada del edificio. Y claro, ella salía, fregona en mano, bufando como un toro de Miura en San Fermín. ¡Qué cabreos pillaba nuestra amiga Jaimina! A nosotros, por supuesto, nos daban ataques de risa cada vez que la oíamos soltar alguna maldición por culpa del perro. Entre gruñidos y bromas, esas escenas se nos quedaron grabadas.

Astrid y yo no pasamos de cruzarnos miradas, quizás un tímido "hola" o "adiós" y poco más (qué le íbamos a hacer, los dos éramos Libra y, en ciertos aspectos, decían que tendíamos a ser algo tímidos). Pero en aquellos años, cuando eres niño o adolescente, esos pequeños encuentros con alguien del barrio ya tenían su magia, y más aún si la chica en cuestión te hacía tilín.

Y resulta que no solo compartíamos acera, colmado o barrio; también compartíamos entorno escolar. Nuestros colegios eran vecinos. El mío era la Escuela Parroquial Purísima Concepción (mixto), en la calle Aragón con Lauria. El suyo estaba a una calle de distancia, en Bruc con Aragón, y se llamaba, si la memoria no me falla, Escuela Purísima Concepción (casi el mismo nombre, por no decir igual), este que menciono exclusivamente para niñas. Los dos colegios tenían los mismos propietarios, y estaban tan cerca que, si lanzabas un balón desde uno, igual acababa en el patio del otro (aunque luego viniera el castigo, claro), jajajajaja.

Y hablando de castigos, ¿cómo olvidarme de aquellas tardes en que las chicas del colegio de Astrid tenían clase de gimnasia? Sí, sí, teníamos información de primera mano. Las hermanas de un compañero, benditas informadoras, nos pasaron el dato clave: qué días y a qué hora hacían gimnasia. Mi amigo nos lo contó y, claro, nosotros nos lo tomamos muy en serio... mmmm, demasiado en serio, quizá.

Lo mejor, o peor según se mire, fue enterarnos de que, en la parte trasera del colegio, justo donde el edificio lindaba con el pasaje del Mercado de la Concepción, un rincón tranquilo, casi fantasmal por las tardes ya que el mercado cerraba, había unos enormes ventanales a unos dos metros de altura. ¿Y adivináis qué? Uno de esos ventanales daba directamente al vestuario de las chicas. Lo juro, no es broma. Y claro, el resto os lo podéis imaginar.

Dos metros no son nada si tienes doce o trece años, una imaginación hiperactiva y muy pocas luces, acompañado de una buena agilidad juvenil. ¡Qué cosas llegamos a ver! Aunque eso mejor me lo guardo; soy un caballero, y eso queda para mí.

Lo cierto es que la aventura duró poco: nos pillaron. Las chicas comenzaron a gritar: "¡HAY CHICOS EMPARRADOS EN LAS VENTANAS!", algunas entre risas, otras no tanto, y entre las que reían estaba Astrid. ¡Qué momentos! ¡Qué bronca nos habría caído si alguien nos hubiera delatado! Pero no, tuvieron piedad. La mayoría ya nos conocían a los tres o cuatro voyeur de las ventanas, y aun así nos perdonaron. Uffffff, la que nos hubiera caído... seguro que un castigo ejemplar, y merecido, claro.

Nos conocían porque muchas de ellas se pasaban algunas tardes por la plazoleta de nuestra escuela. Lo malo es que no venían por nosotros. No. Ellas venían a ver a los chicos de octavo, los mayores, los que se quedaban en las esquinas fumando algún furtivo cigarrillo para hacerse los interesantes. Y funcionaba, porque ellas caían rendidas ante esa pose de chico duro.

Nosotros, algo más pequeños, apenas si existíamos. Pasábamos entre las chicas como sombras invisibles, sin pena ni gloria. Y entre ellas estaba Astrid, con su aire desenfadado y un estilo completamente distinto al que se le veía en la pequeña o gran pantalla, o sobre el escenario. Con aquel estilo bohemio, con sus faldas anchas y largas de gasa púrpura, un estilo muy hippie, muy diferente al de la Astrid artista, pero con la misma sonrisa picarona que la caracterizaba.

Fue en aquella época, precisamente, cuando me enteré de que Astrid formaba parte de un grupo musical infantil llamado Regaliz. Lo comentaban los mayores, los de octavo, como quien habla de una celebridad del barrio. Y sí, lo era, y yo sin saberlo.

Recuerdo que esta misma anécdota sobre los vestuarios la compartí hace años en un blog fantástico, ya desaparecido, llamado La Coctelera, ¿Qué fue de...?. Lo más increíble de todo es que la auténtica Astrid también dejó un comentario en aquella publicación. Sí, ella misma respondió a varios mensajes, que no fueron pocos, incluido el mío, donde contaba aquella pequeña travesura. Fue un momento lleno de risas y emoción que guardo con mucho cariño en la memoria.

Recientemente me he puesto en contacto con Álex Medina, administrador de aquel blog inolvidable. No tengo del todo claro si la sección de La Coctelera cerró definitivamente, si fue por una limpieza de contenido o por algún problema técnico en el blog, pero lo cierto es que aquellos mensajes, incluidos los comentarios de aquella entrada mítica, desaparecieron. No sé si será posible recuperarlos algún día, pero aun así quiero aprovechar para recomendar el blog al que Álex dio continuidad tras aquella etapa.

Parte de la información sobre Regaliz, así como algunas de las imágenes que vais a ver a continuación, provienen precisamente de ese nuevo espacio que él mantiene con tanto cariño.

Gracias, Álex, por seguir cuidando la memoria de una época que fue, y sigue siendo, tan especial para muchos de nosotros, y por volver a recordar a aquellos famosos de los que apenas sabemos nada. Aquí os dejo el enlace a tan fantástico blog, aunque lleva tiempo sin publicar, vale la pena que le echéis una ojeada "Qué fue de...?" 

Un saludo, compañero.


Hubo un tiempo en que la música infantil olía a vinilo, a bocata de nocilla y a tardes de coreografías frente a un televisor en blanco y negro o, con suerte, en color. Fue una época mágica, cuando los niños llevaban petos de colores y soñaban despiertos al ritmo de canciones que hablaban de monstruos, trenecitos y superhéroes. En ese mundo, entre Parchís y cuentos de fantasía, apareció Regaliz.

Nacido en Barcelona en 1980 bajo el sello discográfico Belter, el mismo detrás del fenómeno Parchís, Regaliz surgió como una apuesta fresca, divertida y llena de carisma. Formado por cuatro niños: Eva Mariol, Eduard Navarrete, Jaime Benet y Astrid Fenollar (hija de Salvador Fenollar, directivo de Belter y creador del grupo), Regaliz rápidamente se convirtió en una de las voces más queridas de la infancia española.

Astrid, con su melena rubia, sonrisa pícara y presencia magnética, brillaba con luz propia. Fue parte esencial del alma del grupo, tanto en lo musical como en lo humano. Regaliz no solo grabó discos memorables como Guillermo el travieso, Reggae Regaliz, El festival pop o Juanita Banana, sino que también se atrevió con versiones tan insólitas como irresistibles, como Can't Stop the Music de Village People o el clásico Veo, Veo de Teresa Rabal.

Su talento les llevó más allá de los escenarios. Regaliz protagonizó dos películas: La rebelión de los pájaros (1981), una historia con mensaje ecologista donde solo la música podía salvar a las aves de la contaminación, y Buenas noches, señor monstruo (1982), dirigida por Antonio Mercero. Allí, en medio de un castillo encantado y rodeados de criaturas como Drácula, Frankenstein y el Hombre Lobo, los niños de Regaliz vivieron una aventura inolvidable al ritmo de canciones como Tumba Catatumba, El show del Hombre Lobo o Bengalas de mil colores. Aquel musical disparatado quedó grabado en la memoria de toda una generación.

Entre películas y giras por España y Sudamérica, grabaron incluso un disco de villancicos. Pero, como todo cuento de infancia, la historia tuvo un final. A medida que sus integrantes crecían y la moda de los grupos infantiles se apagaba, Regaliz se disolvió en 1983. Sus miembros tomaron caminos distintos: Jaime Benet regresó a México y se dedicó a un negocio familiar; Eduard Navarrete trabaja en una empresa de transportes; Eva Mariol continuó su carrera como actriz y ha participado en películas, telefilms y cortometrajes.

Astrid, en cambio, eligió una vida más silenciosa pero profundamente valiente. Se trasladó a Menorca, donde trabajó con personas con diversidad funcional. Su voz, la misma que nos hizo cantar de niños, pasó a acompañar desde otro lugar: calmando, conectando, cuidando. En 2009 apareció brevemente en el programa de TVE Los mejores años de nuestra vida, donde recordó su paso por Regaliz como "un juego". Y es que, quizás, eso fue lo más hermoso de Astrid: que nunca dejó de jugar, ni de hacernos jugar.

El pasado 9 de julio de 2025, Astrid Fenollar falleció a los 55 años, víctima de un cáncer. Lo hizo sin ruido, con la misma discreción con la que decidió vivir tras dejar el foco mediático. La noticia se supo días después, cuando Jorge Lérida, divulgador y autor de El fabuloso mundo de la canción infantil, compartió la triste novedad. Desde entonces, miles de mensajes han inundado las redes. Porque quienes crecimos con Regaliz no solo recordamos las canciones: recordamos una época, una inocencia, una magia que solo ocurre una vez en la vida.

Astrid ya no está, pero su voz sigue flotando en el aire: en un viejo VHS en el salón de casa, en un disco olvidado en el trastero, en ese eco de Tumba Catatumba que aún resuena cuando recordamos nuestra infancia.

Y aunque el telón haya caído, su luz permanece intacta. Gracias por tanto, Astrid.

Y aunque el tiempo siga su curso y las modas cambien, hay cosas que no desaparecen. La alegría, la dulzura y la luz que regaló a tantos niños siguen intactas en el corazón de quienes crecimos con su sonrisa.

Porque hay personas que, aunque se vayan, nunca se van del todo.

Gracias por todo, Astrid. Tu recuerdo se queda con nosotros, suave como un susurro, eterno como una canción de infancia o un tímido adeu.











sábado, 12 de julio de 2025

POR SI ACASO… YO MANDO LA CARTA Y LA PESETA TAMBIÉN

Hubo un tiempo, pongamos que en los años 70's, en que las redes sociales no existían, pero las cadenas ya campaban a sus anchas. No necesitaban Wi-Fi, ni datos móviles, ni emojis. Bastaba papel, boli, celo o una máquina de escribir... y una moneda de una peseta (si era en España).

Aquellas cartas en cadena eran el equivalente analógico de los memes virales: se multiplicaban sin control, viajaban de casa en casa y de país en país, y siempre llevaban una amenaza velada o directa de mala suerte si no seguías sus instrucciones (una carta parecida o igual a la que hoy saqué de "EL BAÚL DE HAL" para enseñárosla, con la peseta incluida).

Quién no recuerda aquellas hojas mecanografiadas o escritas a mano con caligrafía dudosa, prometiendo fortuna, salud o incluso amor eterno... siempre que uno no rompiera la cadena. En cambio, si decidías ignorar la carta o tirarla a la basura, te podía caer encima una maldición gitana nivel deluxe: desde desgracias financieras hasta accidentes inexplicables, pasando por el clásico "tu vaca dejará de dar leche" (aunque vivieras en un quinto sin ascensor en Vallecas jajajajaja).

La carta solía venir doblada, con una moneda pegada con celo (una peseta en los 70's, a veces un duro en los 80's). El texto empezaba con solemnidad, mmmm, pudiendo ser algo así o parecido: "Esta carta viene de Venezuela (o de algún otro sitio lejano) donde una señora muy devota la recibió y la copió tropecientas mil veces. A los tres días encontró trabajo y su marido volvió con ella..."

Y seguía con ejemplos de otras personas que habían seguido la cadena y recibieron suerte y bendiciones más rápidas que una transferencia bancaria. Luego, la advertencia: "Fulanito rompió la cadena y al día siguiente se le murió el canario, le despidieron del trabajo y le cayó una maceta en la cabeza. No lo tomes a broma."

La carta, entonces, te decía cuántas copias debías hacer (normalmente 7, 9 o 10), pegarles una moneda cada una y enviarlas lo antes posible (normalmente en 7 días, una semana). Algunas eran tan detalladas que incluso te decían que no debías cambiar ni una palabra del texto, no usar boli rojo, ni escribirlas con cinta roja si la tecleabas en la máquina de escribir (parece ser que el rojo daba mala suerte), y, por supuesto, no contarle a nadie que la habías recibido. Lo cual, por supuesto, nunca se cumplía: el primer impulso de quien recibía una de estas cartas era enseñarla con cara de escepticismo y soltar un comentario como "¡Mira qué chorrada me ha llegado!"

Una de las escenas más memorables de mi infancia fue cuando a mi hermano mayor le llegó una de estas cartas. Tendría él unos 19 o 20 años, esa edad en que uno ya empieza a mirar las cosas del mundo con ironía, creyéndose a salvo de supersticiones y sintiéndose más listo que el universo. Abrió el sobre, vio la carta y la moneda, leyó el texto en voz alta con tono burlón, por supuesto, y soltó algo como:

—¿Pero esto qué es? Vaya tontería. ¿De verdad hay gente que se cree estas chorradas?

Mi madre, que hasta ese momento estaba fregando los platos, giró el cuello con más velocidad que la niña del exorcista jajajajaja. Se acercó, se secó las manos con el delantal y le quitó la carta de las manos con gesto de alarma.

—¡Pero hijo, no digas eso! ¡Estas cosas es mejor hacerlas! Por si acaso…

Mi hermano, claro, se negó en redondo. Que él no pensaba ponerse a copiar la carta ni loco. Que eso era alimentar la ignorancia. Que tenía trabajo. Que era un insulto a su inteligencia.

Pero entonces mi madre, ya metida en modo pánico, sacó la artillería emocional. Que cómo se atrevía a tentar a la suerte de esa manera. Que luego no se quejara si tenía mala suerte u ocurría una desgracia en la familia, o si a su coche le salía una avería. Que una madre presiente estas cosas y bla, bla, bla. Total, que entre discusiones y refunfuños, acabó escribiendo las dichosas copias, pegando las pesetas y mandándolas por correo como si le fuera la vida en ello, nada más que por no oír más monsergas de mi madre.

¿Resultados? Bueno, como suele pasar, todo siguió igual. No hubo ni fortuna ni catástrofe, aunque mi madre decía que gracias a las cartas "por lo menos no pasó nada malo". Lógica maternal reconfortante.

Estas cartas eran en parte superstición, sí, pero también reflejaban el espíritu de una época en la que la gente tenía más tiempo, creía más en lo invisible y vivía con ese respeto al destino que solo daban los cuentos de la abuela y los titulares de Lecturas o El Caso.

Y no es que la gente fuera ingenua. Había mucho cachondeo con estas cosas, pero también una cierta reverencia y temor callado. Por si acaso... Esa frase era el pegamento que sostenía la cadena: por si acaso... Nadie quería tentar al destino. No fuera que te pillara el karma en plena curva.

Con el tiempo, las cartas en cadena mutaron. Pasaron del buzón al correo electrónico, con textos tipo "reenvía esto a 10 personas o tu cuenta quedará bloqueada para siempre". Luego llegaron los mensajes en Messenger, en el muro de Facebook y, finalmente, los audios o mensajes sospechosos de WhatsApp.

Ya no se mandan pesetas, claro. Ni otras monedas. Pero el espíritu supersticioso sigue vivo, mmmm. Por si acaso... jajajajaja ¿Quién no ha recibido un mensaje con un "no rompas esta cadena" acompañado de un gif de ángeles, un Padrenuestro y emojis de corazones brillantes?

Lo que en los 70's era una carta con olor a papel barato y tinta Bic o de máquina de escribir, ahora es un mensaje reenviado normalmente por algún amigo, o desde un grupo familiar llamado "Grupo de los Primos", o puede que desde algún desconocido. La esencia es la misma: una mezcla de esperanza, miedo y ese por si acaso... que nos acompaña generación tras generación.

Hoy, cuando pienso en aquellas cartas con una peseta pegada, no puedo evitar sonreír. Era una época donde lo mágico y lo cotidiano se mezclaban con una naturalidad asombrosa. Donde tu madre podía pasar de hablar del precio del pan a preocuparse seriamente porque habías roto una cadena mágica enviada desde el otro lado del mundo.

Y pienso en mi hermano, escribiendo a regañadientes aquellas copias mientras mi madre vigilaba que no se saltara ni una palabra. Y me digo que, quizás, ese momento valió más que cualquier milagro prometido por la carta.

Porque al final, las verdaderas cadenas no eran de papel ni de monedas pegadas con celo, sino de gestos absurdos que se volvían rituales compartidos, de discusiones y risas que aún recordamos con detalle. Eran cadenas invisibles hechas de familia, de supersticiones heredadas y de historias que, por alguna razón, nunca se olvidan y te hacen sonreír al recordarlas. 


sábado, 5 de julio de 2025

MINUTOS MUSICALES CON ALAN PARSONS

Hay artistas que componen canciones, y hay otros que diseñan universos sonoros. Alan Parsons pertenece sin duda al segundo grupo. Su música es una arquitectura de precisión electrónica, edificada sobre las columnas firmes del rock progresivo y envuelta en delicadas brumas psicodélicas. Cada tema es un experimento emocional, una sinfonía de circuitos, voces celestes y sintetizadores que respiran como si tuvieran alma.

Hace apenas una semana, Alan Parsons volvió a Barcelona con su banda, dentro del Alma Festival Occident. El concierto fue en el Poble Espanyol, la noche del sábado 28 de junio. A las diez en punto arrancó el viaje sonoro. Allí estaban clásicos eternos como Eye in the Sky, Don't Answer Me o esa poderosa obertura instrumental llamada Sirius, y con ellos, el sello inconfundible de una producción cuidada al milímetro. Quienes lo vieron en directo saben que no se trata solo de canciones, sino de paisajes sonoros donde uno se puede quedar a soñar.

Horas antes del show, Alan visitó por segunda vez la Sagrada Família. La primera vez fue en febrero de 1987, cuando vino a presentar junto a Eric Woolfson el álbum Gaudí, un homenaje sonoro al arquitecto que les fascinó por su aura de genio visionario y por el conocimiento de su obra. Solo después del lanzamiento del disco fue cuando ambos decidieron conocer el templo en persona. Años después, Parsons diría que fue "una experiencia emocionalmente poderosa", más intensa incluso de lo que había imaginado.

Saber que estos días estuvo paseando entre las torres de la Sagrada Família fue emocionante, quién sabe, a lo mejor nos deleita con un segundo disco dedicado a Gaudí jejejeje. No solo por lo que representa Gaudí en su música, sino porque para mí, y para muchos que crecimos en esta ciudad, ese templo forma parte de nuestra memoria. Recuerdo haber jugado muchas horas de mi infancia en el parque que hay justo en frente, bajo la sombra de sus torres inacabadas, mientras mi hermano mayor ponía por primera vez un vinilo de esta banda, en el viejo tocadiscos de casa. Sonaron los primeros compases de Lucifer, del disco Eve de 1979, y algo se encendió en mí. No entendía bien lo que era, pero aquella mezcla de ritmos envolventes, sintetizadores hipnóticos y una energía eléctrica me atrapó por completo. Desde entonces, la música electrónica y esa psicodelia elegante, casi espacial, fueron parte de mi vida.

La música de Alan Parsons no es rock al uso, ni pop convencional. Es ciencia convertida en emoción, lógica al servicio del asombro. Sus canciones no solo se escuchan, se atraviesan como túneles de luz o espejos líquidos. Tiene algo de Pink Floyd, algo de Vangelis, algo de Supertramp, de Jean-Michel Jarre, incluso me atrevería a decir que también de la ELO, pero con ese estilo que es inequívocamente suyo. Es como un rock progresivo electrónico bañado en psicodelia elegante.

Hoy celebro no solo su visita, sino la influencia que su música tuvo, y sigue teniendo, en mí. Porque si alguna vez soñé con sintetizadores, atmósferas espaciales o con construir canciones como si fueran catedrales sonoras, fue gracias a él.

Y así, en esta nueva entrega de Minutos Musicales, rindo homenaje a quien me enseñó que la arquitectura también puede sonar, que las torres pueden vibrar, que los circuitos también saben soñar y transportarte a otros mundos gracias a sus sonidos.



The Alan Parsons: Don’t Answer Me

The Alan Parsons: Lucifer

The Alan Parsons: Eye in the Sky

The Alan Parsons: Sirius

The Alan Parsons: Time

The Alan Parsons: Games People Play

The Alan Parsons: Old and Wise

The Alan Parsons: I Wouldn't Want to Be Like You

The Alan Parsons: The Raven

The Alan Parsons: Damned If I Do

The Alan Parsons: Psychobabble

The Alan Parsons: (The System of) Doctor Tarr and Professor Fether

The Alan Parsons: To One in Paradise

The Alan Parsons: Pyramania

The Alan Parsons: You Don’t Believe

The Alan Parsons: Can't Take It With You

The Alan Parsons: Don't Let It Show

The Alan Parsons: La Sagrada Familia

sábado, 28 de junio de 2025

LA DIVERSIÓN ENCAPSULADA EN FICHAS DE AUTOS DE CHOQUE

Cada año, cuando el calendario rozaba los últimos días de junio y en el colegio ya olía a tizas gastadas y cuadernos finiquitados, mis padres anunciaban la frase mágica: "El viernes nos vamos al pueblo". Y a mí se me desataba un cosquilleo que empezaba en la nuca y bajaba hasta las zapatillas, mmmm, zapatillas Paredes recién estrenadas para la ocasión. El pueblo... su propio nombre era significativo de libertad durante todo el día y parte de la noche, jugar con mis amigos de infancia que hacía un año que no los veía, perdidos entre el río seco y los cerros pelaos de Cantoria (Almería), se convertía en un reino independiente durante las vacaciones, con su plaza como capital y el bar de la plaza del pueblo como ministerio de exteriores, donde se decidía la política internacional del dominó o de las partidas de cartas y donde hacían unos granizados de limón que partían la pana de buenos que estaban.

Pero el verdadero estallido ocurría unos días después de llegar: la feria. Ninguno de nosotros decía "fiestas patronales"; eso era lenguaje oficial para el pregón. Decíamos simplemente la feria, con ese artículo como quien habla de la luna o del mar. Los preparativos se olían antes de verse: un olor a serrín, a fritanga tempranera y a barniz fresco que competía con el aroma terroso de las eras calentándose al sol. Y entonces, desde la ventana de la cámara (desván), veíamos en miniatura las casetas de colores brotar en la explanada de la carretera, cerca del viejo convento o de la plaza del pueblo; se multiplicaban como setas gigantes con luces.

Aquella veraniega mañana de principios de los 80's me despertó el petardeo de un motor que no era ni tractor ni coche del panadero. Despegué la cara de las sábanas (que eran de esas ásperas que crujían) y vi, aparcada ante la puerta de casa, la furgoneta destartalada de los feriantes. De ella salían tres hombres con bigote, una señora con moño y una nube de niños que corrían descalzos. Traían sacos de bombillas, tablones, altavoces que parecían cofres piratas y, lo más importante, el esqueleto metálico de los autos de choque.

Mis amigos: Risi, Frasco, los gemelos Pedro y Antonio, y yo, nos fuimos adonde montaban la pista. El mayor de los feriantes, que olía a gasoil y chicle de menta, nos guiñó un ojo:

—Si nos echáis una mano, os caen fichas gratis para los coches —soltó, haciendo sonar una bolsa de plástico llena de fichas para los autos de choque, fichas redondas, rojas y amarillas, menudo tesoro.

Trabajo infantil, lo llamarían ahora; entonces era la puerta al paraíso. Aceptamos sin rechistar. Nos repartieron tareas: sujetar los barrotes mientras atornillaban, desenrollar cables, cebar las bombillas en guirnaldas interminables. Cada vez que completábamos una fila de luces, los feriantes hacían la prueba: ¡clac! Se encendían todas a la vez y nosotros gritábamos como si fuera Nochevieja.

Había momentos gloriosos y otros de penitencia, como cuando nos tocó meter la mano por la trampilla del generador para recuperar una tuerca o recoger las basuras que el viento arremolinaba bajo los remolques. Pero cada minuto sudado se traducía en fichas: las guardábamos en el bolsillo del pantalón corto, tintineando como un cascabel. A la hora de la siesta (prohibida para los forasteros modernos pero aún ley sagrada en el pueblo) las campanas daban las tres y nosotros seguíamos allí, oliendo a polvo, grasa y regaliz negro que uno de los feriantes repartía como paga extra.

Por fin, al caer la tarde, el recinto quedó listo. Se encendió la megafonía con una cinta de Raffaella Carrà que crepitaba, y la pista de los autos comenzó a chisporrotear como un relámpago doméstico. En ese instante, la señora Engracia, que presumía de haberse montado cuando era moza "en el tranvía de Barcelona antes de que Gaudí fuera atropellado", se santiguó al ver tanta electricidad junta. Nosotros, en cambio, nos subimos a los coches con la misma solemne determinación con la que un cosmonauta pisa la Luna.

Las fichas gratis funcionaban como pasaporte diplomático: podíamos encadenar viaje tras viaje sin pasar por taquilla, hasta que las manos sudadas nos resbalaban sobre el brillante volante negro. Íbamos a por los mayores, los retábamos a choques frontales, y el feriante del bigote se partía de risa agarrado a la verja. En una de esas embestidas, Risi pegó un volantazo tan brusco que su coche apenas hizo contacto con la barra en la malla del techo y las chispas dibujaron una lluvia artificial sobre su cabeza. Durante un segundo, el mundo se quedó en silencio, salvo por el zumbido eléctrico y nuestras carcajadas.

La noche terminó con una tormenta repentina: rayos de verdad iluminaban las atracciones, compitiendo contra las bombillas y fluorescentes de colores. Nos refugiamos bajo la lona de la caseta de los turrones y el feriante nos sirvió unos mantecados helados que sabían a gloria. Cuando la lluvia aflojó, corrimos a casa felices, saltando y cantando por la calle, los bolsillos ya vacíos de fichas pero repletos de ese tesoro invisible que uno guarda en el cajón de los felices recuerdos de niñez y al que vuelvo cada vez que me topo con una pista de autos de choque.

Hoy, desde la distancia de los años y las ciudades, cierro los ojos y todavía escucho el chasquido de las bombillas, el choque de los coches, el "explota explótame" o aquello de "Para hacer bien el amor hay que venir al sur", de la Carrà, mezclado con truenos, lluvia y relámpagos auténticos, y ahora que recuerdo, mmmm, también solían poner aquella canción del vino griego, de la tierra natal de José Vélez, aquel vino rojo que hacía recordar un pueblo blanco que dejó detrás del mar... mmmm, ahora entiendo mejor aquel tormentón. ¡Qué mala sueeeerte! Jejejejeje. Pero, sobre todo, siento en las manos el peso cálido y familiar de aquellas fichas rojas y amarillas, iguales a las que hoy he sacado del baúl de HAL, como un pequeño tesoro guardado entre recuerdos y secretos.

Esas fichas eran mucho más que simples monedas de juego; eran el pasaporte a un verano eterno, a un pueblo donde la infancia se hacía gigante y las horas se estiraban hasta perderse en el brillo de las luces y la risa compartida. Bastaba con ese gesto simple, el "Echadme una mano y tendréis fichas gratis", para que la diversión se multiplicara por mil: la maravilla de la feria, la complicidad con los amigos, y esa sensación de que, aunque el tiempo pase y las ciudades nos separen, ese instante perfecto sigue vivo dentro de nosotros, girando y chocando en aquellos coches de choque que nunca paraban del todo, ni siquiera cuando las luces de colores se apagaban y la feria, exhausta, dormía hasta el año siguiente.

Entonces, el silencio del pueblo se llenaba del canto de los grillos, y uno sabía, sin saber cómo, que aquellos días no se irían del todo; seguirían vivos en nuestros recuerdos, aguardando ser revividos en los veranos venideros, por muchos años que pasaran.