Cada año,
cuando el calendario rozaba los últimos días de junio y en el colegio ya olía a
tizas gastadas y cuadernos finiquitados, mis padres anunciaban la frase mágica:
"El viernes nos vamos al pueblo". Y a mí se me desataba un cosquilleo
que empezaba en la nuca y bajaba hasta las zapatillas, mmmm, zapatillas Paredes
recién estrenadas para la ocasión. El pueblo... su propio nombre era
significativo de libertad durante todo el día y parte de la noche, jugar con
mis amigos de infancia que hacía un año que no los veía, perdidos entre el río
seco y los cerros pelaos de Cantoria (Almería), se convertía en un reino
independiente durante las vacaciones, con su plaza como capital y el bar de la
plaza del pueblo como ministerio de exteriores, donde se decidía la política
internacional del dominó o de las partidas de cartas y donde hacían unos
granizados de limón que partían la pana de buenos que estaban.
Pero el
verdadero estallido ocurría unos días después de llegar: la feria. Ninguno de
nosotros decía "fiestas patronales"; eso era lenguaje oficial para el
pregón. Decíamos simplemente la feria, con ese artículo como quien habla de la
luna o del mar. Los preparativos se olían antes de verse: un olor a serrín, a
fritanga tempranera y a barniz fresco que competía con el aroma terroso de las
eras calentándose al sol. Y entonces, desde la ventana de la cámara (desván),
veíamos en miniatura las casetas de colores brotar en la explanada de la
carretera, cerca del viejo convento o de la plaza del pueblo; se multiplicaban
como setas gigantes con luces.
Aquella
veraniega mañana de principios de los 80's me despertó el petardeo de un motor
que no era ni tractor ni coche del panadero. Despegué la cara de las sábanas
(que eran de esas ásperas que crujían) y vi, aparcada ante la puerta de casa,
la furgoneta destartalada de los feriantes. De ella salían tres hombres con
bigote, una señora con moño y una nube de niños que corrían descalzos. Traían
sacos de bombillas, tablones, altavoces que parecían cofres piratas y, lo más
importante, el esqueleto metálico de los autos de choque.
Mis amigos:
Risi, Frasco, los gemelos Pedro y Antonio, y yo, nos fuimos adonde montaban la
pista. El mayor de los feriantes, que olía a gasoil y chicle de menta, nos
guiñó un ojo:
—Si nos
echáis una mano, os caen fichas gratis para los coches —soltó, haciendo sonar
una bolsa de plástico llena de fichas para los autos de choque, fichas
redondas, rojas y amarillas, menudo tesoro.
Trabajo
infantil, lo llamarían ahora; entonces era la puerta al paraíso. Aceptamos sin
rechistar. Nos repartieron tareas: sujetar los barrotes mientras atornillaban,
desenrollar cables, cebar las bombillas en guirnaldas interminables. Cada vez
que completábamos una fila de luces, los feriantes hacían la prueba: ¡clac! Se
encendían todas a la vez y nosotros gritábamos como si fuera Nochevieja.
Había
momentos gloriosos y otros de penitencia, como cuando nos tocó meter la mano
por la trampilla del generador para recuperar una tuerca o recoger las basuras
que el viento arremolinaba bajo los remolques. Pero cada minuto sudado se
traducía en fichas: las guardábamos en el bolsillo del pantalón corto,
tintineando como un cascabel. A la hora de la siesta (prohibida para los
forasteros modernos pero aún ley sagrada en el pueblo) las campanas daban las
tres y nosotros seguíamos allí, oliendo a polvo, grasa y regaliz negro que uno
de los feriantes repartía como paga extra.
Por fin, al
caer la tarde, el recinto quedó listo. Se encendió la megafonía con una cinta
de Raffaella Carrà que crepitaba, y la pista de los autos comenzó a
chisporrotear como un relámpago doméstico. En ese instante, la señora Engracia,
que presumía de haberse montado cuando era moza "en el tranvía de
Barcelona antes de que Gaudí fuera atropellado", se santiguó al ver tanta
electricidad junta. Nosotros, en cambio, nos subimos a los coches con la misma
solemne determinación con la que un cosmonauta pisa la Luna.
Las fichas
gratis funcionaban como pasaporte diplomático: podíamos encadenar viaje tras
viaje sin pasar por taquilla, hasta que las manos sudadas nos resbalaban sobre
el brillante volante negro. Íbamos a por los mayores, los retábamos a choques
frontales, y el feriante del bigote se partía de risa agarrado a la verja. En
una de esas embestidas, Risi pegó un volantazo tan brusco que su coche apenas
hizo contacto con la barra en la malla del techo y las chispas dibujaron una
lluvia artificial sobre su cabeza. Durante un segundo, el mundo se quedó en
silencio, salvo por el zumbido eléctrico y nuestras carcajadas.
La noche
terminó con una tormenta repentina: rayos de verdad iluminaban las atracciones,
compitiendo contra las bombillas y fluorescentes de colores. Nos refugiamos
bajo la lona de la caseta de los turrones y el feriante nos sirvió unos
mantecados helados que sabían a gloria. Cuando la lluvia aflojó, corrimos a
casa felices, saltando y cantando por la calle, los bolsillos ya vacíos de
fichas pero repletos de ese tesoro invisible que uno guarda en el cajón de los
felices recuerdos de niñez y al que vuelvo cada vez que me topo con una pista
de autos de choque.
Hoy, desde
la distancia de los años y las ciudades, cierro los ojos y todavía escucho el
chasquido de las bombillas, el choque de los coches, el "explota
explótame" o aquello de "Para hacer bien el amor hay que venir al sur",
de la Carrà, mezclado con truenos, lluvia y relámpagos auténticos, y ahora que
recuerdo, mmmm, también solían poner aquella canción del vino griego, de la
tierra natal de José Vélez, aquel vino rojo que hacía recordar un pueblo blanco
que dejó detrás del mar... mmmm, ahora entiendo mejor aquel tormentón. ¡Qué
mala sueeeerte! Jejejejeje. Pero, sobre todo, siento en las manos el peso
cálido y familiar de aquellas fichas rojas y amarillas, iguales a las que hoy
he sacado del baúl de HAL, como un pequeño tesoro guardado entre recuerdos y
secretos.
Esas fichas
eran mucho más que simples monedas de juego; eran el pasaporte a un verano
eterno, a un pueblo donde la infancia se hacía gigante y las horas se estiraban
hasta perderse en el brillo de las luces y la risa compartida. Bastaba con ese
gesto simple, el "Echadme una mano y tendréis fichas gratis", para
que la diversión se multiplicara por mil: la maravilla de la feria, la
complicidad con los amigos, y esa sensación de que, aunque el tiempo pase y las
ciudades nos separen, ese instante perfecto sigue vivo dentro de nosotros,
girando y chocando en aquellos coches de choque que nunca paraban del todo, ni
siquiera cuando las luces de colores se apagaban y la feria, exhausta, dormía
hasta el año siguiente.
Entonces, el silencio del pueblo se llenaba del canto de los grillos, y uno sabía, sin saber cómo, que aquellos días no se irían del todo; seguirían vivos en nuestros recuerdos, aguardando ser revividos en los veranos venideros, por muchos años que pasaran.