COPIAR O CORTAR Este primer código evita que copien los textos de tu página o blog Este segundo código evita que copien las imágenes y gif COPIAR O CORTAR Yo también lo tuve! Nostalgia y Recuerdos de los años 60 - 70 - 80 - 90's

sábado, 29 de noviembre de 2025

¿RECUERDAS CUANDO NOS DECÍAN QUE LOS BEBÉS LOS TRAÍA LA CIGÜEÑA? YO IMAGINABA ALGO ASÍ…

 ¿Recuerdas cuando de pequeños nos decían, con absoluta seriedad adulta, que los bebés llegaban en un pequeño hatillo de tela blanca tan suave que parecía hecho de nubes, llevado por una cigüeña? Y uno, con cinco años, lo aceptaba como si fuera un noticiero oficial. ¡Por supuesto que sí! ¿Qué otra criatura sería tan responsable como para entregar bebés a domicilio sin retrasos y sin pedir propina? Yo me imaginaba a la pobre cigüeña batiendo alas contra el viento, con un bebé colgando como piñata feliz, esquivando tormentas, dragones imaginarios y antenas de televisión… todo para dejarlo sanito y salvo en la terraza de alguna familia ilusionada (una especie de Uber Kids versión siglo XIX pero con plumas).

Y lo más curioso es que esta historia no nació por casualidad. Tiene raíces reales, cargadas de mitología y tradición. En la mitología griega, la cigüeña era símbolo de la maternidad y el amor familiar, casi una guardiana oficial de los bebés. En Europa del Norte, sobre todo en Alemania, se decía que traían buena suerte a las casas donde anidaban y, como regresaban cada primavera, aquello coincidía sospechosamente con los nacimientos que llegaban nueve meses después de las fiestas del verano. Más tarde, en el siglo XIX, Hans Christian Andersen escribió su cuento "Las cigüeñas" (publicado en 1839), donde estos pájaros repartían bebés como mensajeras diligentes. Ese relato impulsó la difusión global del mito y lo colocó definitivamente en la imaginería popular.

Hoy en día ya no les contamos a los pequeños la historia de la cigüeña repartidora de bebés. Ahora se utilizan explicaciones más reales, pero también bonitas y cálidas. En vez de una cigüeña viajera, contamos que el papá tiene una semillita y la mamá otra. Cuando esas dos semillitas se juntan dentro del cuerpo de la mamá, empieza a crecer un bebé en un lugar especial. Es una forma sencilla, respetuosa y actual de hablar de la vida sin perder la dulzura. No es tan fantástica como la cigüeña que nosotros recordamos, pero sí más cercana a lo que los niños ven y escuchan en un mundo donde la sinceridad y la educación emocional son diferentes a las de aquellos días en los que nosotros crecimos. Uf… cómo ha cambiado todo.

Entre mitos, cuentos y explicaciones mágicas, está también mi propia historia, la que viví en el pueblo y que aún hoy recuerdo con ternura. Un día, al ver una cigüeña enorme posada en el campanario, corrí a casa convencidísimo de que aquello solo podía significar una entrega inminente. Le dije a mi madre que se preparara porque "hoy llega alguien". Ella sonrió, pero yo ya estaba en modo operativo: agarré una botella de leche, algunos de mis juguetes preferidos (los que pensé que podrían gustarle a mi nuevo hermano) y me senté en la puerta con la solemnidad de un guardián. Cuando pasaban los vecinos y me preguntaban qué hacía, yo contestaba muy serio: "estoy esperando a mi hermano nuevo, la cigüeña viene con retraso porque hace viento".

Al poco rato apareció mi padre, que se quedó mirándome entre divertido y enternecido al verme allí tan preparado, tan convencido, tan ilusionado. Pero por mucho que esperé, la cigüeña nunca bajó del campanario. El último niño que nació en aquella casa fui yo, el pequeño de cuatro hermanos. Aun así, me quedé un buen rato esperando a mi nuevo hermano y a la famosa mensajera alada, hasta que mi madre, al ver mi carita mezcla de esperanza y desilusión, me dijo con suavidad que quizá la cigüeña y su respectiva carga tenían otro destino, otra casa a la que acudir. Así que, casi resignado, dejé mis juguetes, guardé la botella de leche y salí a buscar a mis amigos para seguir jugando.

Ese momento se me quedó grabado para toda la vida. Llevo más de 50 años recordándolo como si fuera ayer. Está muy bien ser el pequeño, claro que sí, pero a veces (solo a veces) también me hubiera gustado tener un hermanito que siguiera mis pasos. Jejejeje… qué cosas tiene la infancia. Y qué bien sienta, todavía hoy, volver a visitarla. 




Y para despedirme, dejo esta imagen de una cigüeña un poco errante y despistada, llevando consigo a un viajero que bien podría ser de nuestra generación, jajajaja. Hay algo hermoso en su extravío, como si buscara un destino que ya no existe. En aquellos días sin GPS, solo guiados por intuiciones… el tiempo no perdona, pero aún puede regalarnos historias tiernas y divertidas como esta. 


Estas imágenes fueron obtenidas de internet. Los créditos corresponden a sus respectivos autores.

sábado, 22 de noviembre de 2025

LOS RATONES PINTORES Y EL GATO BORRADOR DE PELIKAN

Hubo un tiempo, no muy lejano, en que el entretenimiento cabía en un estuche. Un tiempo donde el sonido de una tiza contra la pizarra y el aroma a goma de borrar con olor a nata eran la banda sonora de nuestra infancia. En ese pequeño universo de cuadernos y libros forrados, lápices mordisqueados y reglas que siempre desaparecían, habitaba una corte de personajes de plástico que trascendieron su humilde función de material escolar para convertirse en verdaderos iconos de la EGB: los Ratones Pintores de Pelikan y su inseparable némesis, el gato borrador.

Los ratones pintores eran rechonchos, de plástico duro y colores vivos que llamaban la atención a primera vista: rojo, verde, azul, amarillo y negro. En el recuerdo infantil cada uno parecía tener una personalidad distinta, y la realidad es que sus caritas tenían fisonomías diferentes: ojos grandes, cejas expresivas y un hocico puntiagudo en negro que les daba un aire simpático y ligeramente travieso. Sus orejitas redondeadas sobresalían con gracia y hacían que parecieran más juguetes que instrumentos de dibujo. En su caja (como la que hoy saco de "EL BAÚL DE HAL") venían dispuestos en círculo, como un pequeño coro rodeando al gato borrador, formando un conjunto tan peculiar que era imposible no encariñarse de él.

La personalidad de cada ratón era distinta e inconfundible, y nuestra imaginación les regalaba rasgos propios: el azul, serio y aplicado; el rojo, travieso y empeñado en salirse de la línea; el verde, siempre despistado y perdiendo la cabeza porque alguien se la cambiaba por curiosidad; el amarillo, simpático pero flojo a la hora de pintar; y el negro, rebelde, dispuesto a manchar dedos, mesas y hasta caras si uno se descuidaba.

Y aunque todos sabíamos que no convenía cambiarles la tapa (porque entonces cada ratón perdía su identidad cromática), de vez en cuando alguno aparecía con la cabeza cambiada. Lo verdaderamente desesperante eran las puntas, que se ensuciaban con una rapidez pasmosa y terminaban oscurecidas en tonos indefinibles, excepto, claro está, las de los colores oscuros (y nunca mejor dicho) jejejeje.

Al abrirlos, sonaba un "clac" inconfundible que anunciaba la explosión de color, aunque la precisión no fuera su punto fuerte. Pero aquello importaba poco: eran los reyes indiscutibles del estuche, guardianes del color y de la imaginación.

Se secaban con una facilidad frustrante, dejando a menudo un trazo débil y difuminado en medio de nuestro dibujo más ambicioso. Sin embargo, este defecto generó uno de los rituales más entrañables y universales de la época: la ceremonia de la resurrección. Circulaba la leyenda (transmitida por algún primo mayor o hermano sabio) de que unas gotas de alcohol dentro del cuerpo del ratón, infundidas con un buen rato de espera, devolverían la vida al ratón moribundo. Agitarlo, dejarlo reposar boca abajo y, de repente, ¡milagro! Volvía a pintar. Pintaba regular (seguro que por la cogorza que pillaban jajajajaja), sí, pero la ilusión del "hecho por mí" compensaba cualquier trazo fallido. Era como un pequeño conjuro en plena clase de Naturales, y qué risa nos daba, y qué poquito nos importaba mancharnos los dedos en el proceso.

En el centro de aquel pequeño círculo estaba el gato borrador, rechoncho como los ratones y con una expresión que, lejos de ser seria, era sorprendentemente bonachona. Con sus ojos grandes y amistosos y una sonrisa suave, parecía más un guardián amable que un villano. En teoría, era el encargado de borrar los trazos que los ratones dejaban tras de sí. En la práctica, su eficacia era… cuestionable: a veces lograba clarear el papel, otras mordisqueaba la superficie dejando agujeritos traicioneros, y en algunas ocasiones producía una mancha difusa que se convertía en misterio para alumnos y profesores. Pero esa torpeza encantaba a los niños: la idea de que "el gato borraba a los ratones" era demasiado divertida como para someterla al escrutinio de la lógica.

Estos pequeños protagonistas del estuche no eran especialmente prácticos ni duraderos, tampoco ergonómicos ni precisos, pero se convirtieron en un regalo estrella de la época. Era habitual recibirlos en cumpleaños, santos y, sobre todo, en comuniones, cuando algún familiar indeciso apostaba por este set llamativo que aparecía en todas las papelerías (como también ocurrió con los recordados rotuladores acoplables Markermoon.) Abrir la caja y ver a los cinco ratones pintores formando un círculo perfecto alrededor del gato era como recibir una pequeña compañía teatral lista para entrar en acción (aunque también se vendían por separado, con diferentes colores o tonalidades, o incluso en packs de dos ratones o el gato solo). Muchos los mostraban orgullosos en clase, los ordenaban en fila dentro del estuche Pelikan como si fueran una tropa en formación, y otros convertían el intercambio de un ratón con un compañero en un pacto silencioso de amistad.

Estuches repletos de secretos en aquellos tiempos en los que las cosas simples tenían un valor inmenso y para ser felices bastaban unos ratones pintores, un gato borrador de sonrisa amable, un puñado de hojas de papel y la promesa eterna del recreo. Hoy, cuando alguien encuentra uno de esos ratoncitos en una caja olvidada, en un mercadillo o en una foto antigua, el corazón da un pequeño salto. Por un instante, uno vuelve al pupitre de madera, a la tiza que chirriaba en la pizarra y a las travesuras de un niño que solo quería llenar de color el mundo.

Aunque su tinta se haya secado hace décadas y sus puntas hayan perdido el brillo original, los ratones pintores y el gato borrador nunca han dejado de pintar. Siguen coloreando los recuerdos de una época más sencilla, más ingenua y llena de esa magia suave que solo los pequeños detalles son capaces de despertar cuando los miramos con ojos de niño. Así, un juego de rotuladores acabó convertido en leyenda, en nostalgia pura, en un tesoro guardado por generaciones que aún sonríen al recordarlos.












jueves, 20 de noviembre de 2025

MONEDAS PERDIDAS, RECUERDOS ENCONTRADOS

¿Quién no se ha agachado alguna vez al ver brillar una moneda en el suelo? En los patios, en las aceras o entre las baldosas del barrio, encontrar cincuenta pesetas era como descubrir un pequeño tesoro. Y si encima era una de aquellas antiguas, con ese perfil serio y solemne, la imaginación volaba: ¿de qué época sería?, ¿Cuántas manos la habrían tocado?, ¿Cuántos Sugus podría comprar?

A veces, una simple imagen basta para despertar un recuerdo dormido. Esta escena (unas zapatillas clásicas, medio a punto de pisar la moneda para que nadie más la vea, ese gesto discreto de mirar a todos lados, y luego agacharse con rapidez para cogerla como si fuera un secreto) nos devuelve a esos momentos en los que éramos niños o niñas, y cualquier hallazgo en la calle podía convertirse en una sorpresa inesperada.

Aunque justo hoy se cumplen 50 años del fallecimiento de quien aparece en una de las caras de la moneda, este meme no pretende hablar de historia ni de política. Es una mirada inocente, la de un niño o una niña que encuentra algo brillante en el suelo y se pregunta si servirá para chuches, para canicas… o simplemente para guardarlo como un tesoro.

Aquí no hay ideologías, solo memoria compartida. Este blog es apolítico por naturaleza: nos mueve la nostalgia, el humor y los recuerdos que nos unen, no los que nos separan.

Porque, al final, todos hemos sentido esa pequeña emoción de encontrar algo que podía cambiarnos la tarde. A veces, basta una moneda perdida entre las baldosas para hacernos volver, por un instante, a la infancia.

sábado, 15 de noviembre de 2025

CHURRO, MEDIA MANGA, MANGOTERO...

El juego "Churro, media manga, mangotero..." no era solo un entretenimiento más de la calle: era casi un conjuro compartido, un ritual heredado que viajaba de voz en voz como si perteneciera a todos y a nadie. No hacía falta preparar nada: bastaba un trozo de acera, un muro cualquiera y un puñado de niños con la energía desbordada de los días de juego infinitos. En aquella mezcla de saltos, equilibrio, resistencia y adivinanza había algo inexplicable, algo que convertía cada partida en un pequeño acontecimiento que se grababa sin querer en la memoria. Y quizá por eso, más que las imágenes, lo que vuelve con los años son las palabras: frases que suenan como viejas melodías.

A veces los recuerdos de la infancia no regresan nítidos ni ordenados, sino como una voz que resuena desde algún patio olvidado. Basta pronunciar aquello de "Churro, media manga, mangotero, adivina qué tengo en el puchero de mi abuelo" para que todo despierte (el polvo dorado de la calle, la torpeza deliciosa de las risas, el eco de las zapatillas pisoteando el suelo y ese segundo suspendido justo antes del salto, mitad vértigo, mitad superación).

El juego empezaba siempre igual: dos equipos, una pared que hacía de frontera y un grupo que se transformaba en una barrera humana. El primer niño se plantaba firme, de espaldas a la pared, con los dedos entrelazados; el segundo se encorvaba hasta apoyar la frente en el primer niño, al que llamábamos "la madre" (el único que permanecía erguido para sostener la estructura). Detrás, el resto se alineaba, encorvados también, metiendo la cabeza entre las piernas del compañero anterior y apretando fuerte las piernas para resistir el alud que estaba por venir. Para quienes hacían de base, el momento era una mezcla de orgullo y miedo: sabías que tus amigos iban a caer sobre ti sin piedad y solo podías esperar y confiar en que tus rodillas aguantaran el impacto.

Al otro equipo le tocaba el salto. Corrían uno a uno y se lanzaban con todo el cuerpo, en culazos secos, en saltos acompañados de risas nerviosas. Cuando lograban acomodarse sin desmontar la fila, estallaban las carcajadas; cuando no, el caos era inevitable (gritos, reproches juguetones y ese barullo que solo tenían los juegos de antes).

Cuando todos los saltadores completaban su misión, llegaba el momento más esperado. La madre pronunciaba la frase ritual con una solemnidad que a veces parecía teatro:

"Churro, media manga, mangotero, adivina qué tengo en el puchero de mi abuelo".

En algunos barrios la cantinela cambiaba ligeramente (se colaba algún verso nuevo, se perdía otro, se inventaba un final inesperado), pero había algo casi sagrado que solía mantenerse intacto: la palabra "churro", ese primer golpe rítmico que abría la puerta al juego, a la adivinanza y a la risa.

Mientras tanto, como ya mencioné, uno de los niños que habían saltado (o el que hacía de madre) señalaba con disimulo: la mano sobre la otra mano si era "churro", sobre el codo si era "media manga", sobre el hombro si tocaba "mangotero". Uno de los niños que hacía de burro debía adivinar aquella pista silenciosa. Acertara o fallara, daba igual: lo que importaba era la risa contenida, el suspense diminuto, la rima absurda viajando de generación en generación sin perder nunca su encanto.

Aunque el juego solía estar dominado por los chicos, algunas niñas se unían también a la fiesta del recreo o de la salida del colegio, y la visión era siempre la misma: un torbellino de voces y cuerpos, reglas inventadas sobre la marcha, carreras, empujones y esa sensación de riesgo inocente que solo se siente cuando uno es niño.

Era un juego simple, pero poseía una magia secreta. No necesitaba más que amigos, un suelo firme y la risa lista para estallar. Por eso, aunque muchas de aquellas tardes se hayan desvanecido con los años, la frase (tu frase) sigue viva como un hilo que te lleva de regreso: al patio, al sol tibio de entonces, a la voz de tu abuelo, a las horas en las que el tiempo parecía no tener prisa.

Y aunque hoy estos juegos casi hayan desaparecido de las calles, sustituidos por otros mundos más silenciosos, aún sobreviven como símbolos de una época en la que jugar era inventar, improvisar y compartir. Un recuerdo vivo que sigue latiendo en quienes un día saltaron, sostuvieron, adivinaron y rieron en aquella liturgia de barrio.


sábado, 8 de noviembre de 2025

LAS ESPADAS DE AGAVE

Desde el principio de los tiempos, el ser humano ha sabido mirar a la naturaleza con ojos curiosos y agradecidos. De sus manos y de lo que la tierra le ofrecía nacieron los primeros objetos artesanales: sencillos, pero llenos de ingenio y alma. Con piedras, ramas, barro o fibras, el hombre no solo creó herramientas para vivir, sino también juguetes, instrumentos y formas de entretenimiento que reflejaban su deseo innato de imaginar, de soñar y de dar vida a lo que lo rodeaba. En cada pieza hecha a mano late un pedacito de esa historia antigua: la unión eterna entre la creatividad humana y la generosidad de la naturaleza.

Esa unión sigue viva en los rincones de mi memoria, donde la naturaleza era maestra y aliada, y el juego nacía de lo que el campo ofrecía sin pedir nada a cambio. Mi recuerdo de hoy toma forma viéndome bajo el sol seco almeriense, con una rama de agave en la mano: la madera del desierto. Esa planta, por llamarla de algún modo, tiene un valor sentimental profundo para los almerienses, que la consideramos un símbolo de la provincia.

En tierras como Níjar, Sorbas, Los Vélez, Tabernas, Cabo de Gata o mi pueblo, Cantoría, por nombrar algunos lugares… la pita, zabilas o zabilones (como la llamamos allí) fue durante mucho tiempo una riqueza discreta pero esencial. De sus hojas nacía una fibra blanca, fuerte y flexible, con la que se hacían cuerdas, redes, alpargatas y hasta tapices. Era un trabajo duro y paciente: cortar, raspar, lavar, secar al sol y peinar la fibra hasta que quedaba como un hilo de oro mate. Aquello daba sustento a muchas familias y llenaba los patios de olor a campo y a trabajo bien hecho.

Pero para nosotros, los niños del pueblo, el agave tenía otra vida. De aquella planta que los mayores veían como recurso, nosotros veíamos aventuras. Los largos troncos secos, llamados quiotes y sus ramas eran nuestro tesoro: huecos, resistentes y ligeros, se prestaban para cualquier invento. Bastaba encontrarlos medio tirados y secos en el borde del camino, y ya se encendía la imaginación.

Recuerdo la emoción de dar con la rama perfecta: si era larga, se convertía en espada; si corta, en puñal. Las bifurcaciones del extremo parecían hechas a propósito para servir de empuñadura. Bastaba con quitarles las semillas, recortar los sobrantes y, con un par de cortes mal hechos pero orgullosos, teníamos una espada lista para la batalla.

El taller podía ser cualquier rincón del pueblo: la puerta de la iglesia, el muro junto al camino de tierra, la sombra de un almendro, el Peñón del Fraile o la era del tío Colorín. Nos sentábamos en corro, navajita en mano, lanzando bromas, contando chistes y retando al de al lado a ver quién afilaba mejor la punta o conseguía la empuñadura más cómoda. A veces alguien traía una cuerda vieja y la enrollábamos en la parte superior para que hiciera de mango; otras, lijábamos con una piedra hasta que el tacto quedaba más suave. El ruido era sencillo: risas, chasquidos de madera y el leve crujir del quiote al doblarse.

Y no solo hacíamos espadas. Con el quiote también salían caballitos de pita, que montábamos galopando por la era, trompetas que sonaban a todo pulmón (o al menos eso creíamos), bastones de pastor o varas mágicas para dirigir ejércitos imaginarios. A falta de juguetes comprados, la tierra nos daba los mejores: gratis, resistentes y con alma.

Las espadas, sin embargo, eran nuestras favoritas. No eran simples palos; tenían su propio código. Se medían, se prestaban con honor y se cuidaban como si tuvieran nombre, al estilo del Cid y su Tizona. Con ellas fingíamos ser caballeros defendiendo el cortijo, marineros atacados por piratas o aldeanos que luchaban contra dragones invisibles.

Algunas batallas acababan en tregua; otras, en persecuciones por las callejuelas, entre las blancas casas, con alguna madre llamando desde el umbral para que volviéramos al caer la tarde. Regresábamos a casa con las manos llenas de polvo y el pelo oliendo a campo, felices como solo lo son los niños que han pasado el día construyendo su propio mundo.

Más allá del juego, esas ramas nos unían al entorno. Aprendimos a respetar lo que el campo ofrecía y a aprovecharlo todo. Nada se tiraba si podía servir, y nuestras espadas de pita eran la versión infantil de esa sabiduría antigua, de esa creatividad práctica capaz de convertir lo común en extraordinario.

Con los años, las cosas cambiaron: llegaron otros materiales, menos tiempo libre y calles llenas de coches. Pero cada vez que vuelvo a mi pueblo, por Cantoría, y veo esas zabilas florecidas y su largo tronco quiote, mi memoria me lleva de nuevo a aquellas tardes de sol, corriendo por los cerros pelados o el río seco. Pienso en esas manos pequeñas que aprendieron a transformar una rama en una espada, en caballitos, en trompetas, en sueños.

Si hoy alguien me preguntara por qué nos marcaron tanto aquellas espadas, diría que no fue por su filo, siempre romo, sino por lo que nos ayudaban a crear: historias, códigos, amistades. Y por el hecho simple y poderoso de que, para jugar, solo necesitábamos una rama de agave, un poco de ingenio, imaginación y el pueblo entero como escenario.

Ya para cerrar este recuerdo, os dejo unas imágenes de un par de espadas de agave que hice hace algún tiempo, durante unas vacaciones en mi pueblo. No pude resistirme: junto a la carretera encontré un tronco caído de pita y, sin pensarlo mucho, paré el coche para recoger un par de buenas ramas. Al tallarlas, me sentí otra vez aquel niño que jugaba en la era, convencido de que una simple rama podía ser el arma más poderosa del mundo.