COPIAR O CORTAR Este primer código evita que copien los textos de tu página o blog Este segundo código evita que copien las imágenes y gif COPIAR O CORTAR Yo también lo tuve! Nostalgia y Recuerdos de los años 60 - 70 - 80 - 90's

sábado, 6 de diciembre de 2025

MIRANDO MI INFANCIA A TRAVÉS DE LOS GEMELOS FUJI-YAMA

Hay objetos que uno no recuerda por lo que eran, sino por lo que significaron. No eran caros, ni sofisticados, ni exclusivos. Pero tenían la misteriosa capacidad de convertir un día cualquiera en una aventura irrepetible. Ese es el caso de mis queridos gemelos Fuji-Yama, fabricados por la archiconocida Mecánica Ibense, unos prismáticos de plástico ligero, colores brillantes y lentes que ampliaban más la ilusión que la realidad. Hoy, recién rescatados de "EL BAÚL DE HAL", vuelven a mis manos como si hubieran estado esperando este momento para contar su historia.

Porque este es uno de esos muchos juguetes que marcaron mi infancia en la Barcelona de los años 70's. Los gemelos, mis gemelos, mis ojos extra, mis aliados secretos desde la azotea del edificio, allí donde el mundo parecía detenido solo para mí.

No tenía jardín, ni campo, ni gallinas que vigilar. Tenía algo muchísimo mejor: el terrado de mi casa, cerca de la Sagrada Familia y la Diagonal. Ese espacio, tan cotidiano para los adultos, era para mí un reino elevado. Las cuerdas de tender parecían telarañas de superhéroe, las chimeneas se convertían en torres y las antenas de televisión, en palos mayores de barcos invisibles.

Subía a toda velocidad, como si el cielo fuera a cerrarse antes de que yo llegara. Y cuando empujaba la puerta metálica y sentía la corriente de aire tibio o fresco en la cara, sabía que la ciudad me estaba esperando. Barcelona entera, con su ruido, estaba allí, ante mí. Y yo, armado con mis Fuji-Yama rojos, era el vigía oficial.

Los primeros gemelos fueron rojos. Un rojo vivo, poderoso, como el de los héroes de tebeo. Aún recuerdo el día que los vi en el kiosco: estaban en su caja, inclinados, como posando para mí. La caja tenía ilustraciones tan vibrantes que parecían hechas con témperas recién aplicadas. El público contemplaba a toreros en plena faena y forofos del fútbol seguían a sus admirados futbolistas; unos y otros llevaban sus gemelos Fuji-Yama para no perder detalle de la corrida o del partido. Colores saturados, tipografías que gritaban ¡entretenimiento y diversión! Era publicidad ingenua, sí, pero llena de una energía gráfica que aún hoy me resulta magnética.

Estas ilustraciones obedecían a un manual básico del impacto inmediato: colores planos y saturados, contornos gruesos, personajes con rasgos rotundos y expresivos, narices redondeadas, sonrisas abiertas, mofletes subrayados. Todo estaba pensado para leerse a distancia, en un kiosco entre cromos y chicles: debía captar la vista en un segundo y prometer diversión en uno más. No era arte para el museo; era diseño publicitario de proximidad, simple y efectivo.

Observando las dos versiones, la del campo de fútbol y la de la plaza de toros, se nota la misma fórmula aplicada a distintos titulares populares. El fútbol vende movimiento: colores vibrantes, público en graderíos y una sensación de espacio amplio. La plaza de toros ofrece un dramatismo más contenido: curvas, arena, el torito y el torero al fondo; la paleta sigue siendo alegre, pero la composición es más escena puntual, perfecta para que un niño imagine un encuentro épico entre héroe y bestia. ¿Quién dibujaba esto? Probablemente no un autor famoso de cómic, sino un ilustrador comercial que dominaba la estética de kiosco, alguien que reproducía rápido, con pocos trazos, pensando en la imprenta offset. Su trabajo era anónimo, sí, pero tenía personalidad propia: una mezcla de ingenuidad gráfica y astucia publicitaria.

Cuando por fin tuve los gemelos rojos colgados del cuello, supe que había ascendido en la escala cósmica de los niños. Tener aquellos gemelos fue como recibir el carnet de explorador oficial. No necesitaban ampliar mucho: era suficiente con que estuvieran allí, esperándome, listos para transformar lo cotidiano en extraordinario.

Con mis gemelos rojos observaba todo: la Sagrada Familia en construcción, y con menos torres de las que tiene ahora; la Diagonal con sus coches que parecían hormigas metálicas; las azoteas vecinas con sus misterios inaccesibles. Yo buscaba, y encontraba, historias en cada rincón. Un gato dormido en una terraza podía ser un guardián silencioso. Una cortina que se movía era una señal secreta. Un avión cruzando el cielo era un mensaje cifrado.

Había tardes en las que el sol caía despacio y la ciudad brillaba como un escenario, y yo me quedaba allí arriba sin moverme, mirando a través de mis gemelos, sintiendo que el mundo era inmenso... y a la vez mío.

Claro que aquellos no fueron mis únicos gemelos. Como buen niño de los 70's, descubrí que los Fuji-Yama eran baratos, omnipresentes y coloridos. Y como en el kiosco o en las ferias siempre había novedades, mi colección empezó casi sin querer. Llegaron los verdes, los azules, los blancos y los amarillos. Los tuve todos. Pero, digámoslo sin rodeos: los rojos eran los reyes. Mis primeros, mis favoritos, mis gemelos oficiales.

Los años pasaron, como pasan siempre, silenciosos y sin pedir permiso. Y mis gemelos quedaron olvidados en el fondo de un cajón, luego en una caja, luego en un rincón del tiempo. Pero hace unos días decidí que era hora de abrir "EL BAÚL DE HAL" ese lugar donde guardo mis tesoros antiguos, mis recuerdos, mis universos personales y mis colecciones más nostálgicas.

Y allí estaban.

Los rojos, los verdes, los azules, los blancos, los amarillos.

Todos esperándome como si no hubiera pasado el tiempo.

Al sostenerlos, sentí un golpe de nostalgia tan intenso como dulce. Era como estrechar la mano de mi yo de ocho años. Como asomarme, una vez más, a aquel terrado donde el mundo parecía más grande de lo que es ahora... o quizá era yo quien lo miraba con más hambre.

Hoy os enseño esta pequeña y colorida colección no solo porque me gusta, sino porque forma parte de lo que fui. De lo que sigo siendo. Mirar a través de estos gemelos era un juego. Pero también era una forma de aprender a mirar la vida con curiosidad, con ternura, con ese asombro que solo los niños tienen y que a veces olvidamos.

Quizá por eso los guardé.

Quizá por eso vuelvo a ellos.

Porque, de alguna manera, cada uno de estos gemelos sigue señalando al mismo lugar: hacia arriba, sí, pero también hacia atrás. Hacia aquel niño que corría escaleras arriba creyendo que el terrado era un reino secreto. Hacia una Barcelona que ya no existe del todo. Hacia una forma de mirar que el tiempo, sin querer, nos va robando.

Y mientras sostengo estos Fuji-Yama en mis manos adultas, hay un segundo, solo un segundo, en el que vuelvo a ver la ciudad como entonces: enorme, misteriosa, llena de promesas. Un segundo en el que ese niño vuelve a asomarse conmigo al borde del terrado y me recuerda, en silencio, que la aventura nunca estuvo en lo que veía... sino en cómo lo miraba.


















sábado, 29 de noviembre de 2025

¿RECUERDAS CUANDO NOS DECÍAN QUE LOS BEBÉS LOS TRAÍA LA CIGÜEÑA? YO IMAGINABA ALGO ASÍ…

 ¿Recuerdas cuando de pequeños nos decían, con absoluta seriedad adulta, que los bebés llegaban en un pequeño hatillo de tela blanca tan suave que parecía hecho de nubes, llevado por una cigüeña? Y uno, con cinco años, lo aceptaba como si fuera un noticiero oficial. ¡Por supuesto que sí! ¿Qué otra criatura sería tan responsable como para entregar bebés a domicilio sin retrasos y sin pedir propina? Yo me imaginaba a la pobre cigüeña batiendo alas contra el viento, con un bebé colgando como piñata feliz, esquivando tormentas, dragones imaginarios y antenas de televisión… todo para dejarlo sanito y salvo en la terraza de alguna familia ilusionada (una especie de Uber Kids versión siglo XIX pero con plumas).

Y lo más curioso es que esta historia no nació por casualidad. Tiene raíces reales, cargadas de mitología y tradición. En la mitología griega, la cigüeña era símbolo de la maternidad y el amor familiar, casi una guardiana oficial de los bebés. En Europa del Norte, sobre todo en Alemania, se decía que traían buena suerte a las casas donde anidaban y, como regresaban cada primavera, aquello coincidía sospechosamente con los nacimientos que llegaban nueve meses después de las fiestas del verano. Más tarde, en el siglo XIX, Hans Christian Andersen escribió su cuento "Las cigüeñas" (publicado en 1839), donde estos pájaros repartían bebés como mensajeras diligentes. Ese relato impulsó la difusión global del mito y lo colocó definitivamente en la imaginería popular.

Hoy en día ya no les contamos a los pequeños la historia de la cigüeña repartidora de bebés. Ahora se utilizan explicaciones más reales, pero también bonitas y cálidas. En vez de una cigüeña viajera, contamos que el papá tiene una semillita y la mamá otra. Cuando esas dos semillitas se juntan dentro del cuerpo de la mamá, empieza a crecer un bebé en un lugar especial. Es una forma sencilla, respetuosa y actual de hablar de la vida sin perder la dulzura. No es tan fantástica como la cigüeña que nosotros recordamos, pero sí más cercana a lo que los niños ven y escuchan en un mundo donde la sinceridad y la educación emocional son diferentes a las de aquellos días en los que nosotros crecimos. Uf… cómo ha cambiado todo.

Entre mitos, cuentos y explicaciones mágicas, está también mi propia historia, la que viví en el pueblo y que aún hoy recuerdo con ternura. Un día, al ver una cigüeña enorme posada en el campanario, corrí a casa convencidísimo de que aquello solo podía significar una entrega inminente. Le dije a mi madre que se preparara porque "hoy llega alguien". Ella sonrió, pero yo ya estaba en modo operativo: agarré una botella de leche, algunos de mis juguetes preferidos (los que pensé que podrían gustarle a mi nuevo hermano) y me senté en la puerta con la solemnidad de un guardián. Cuando pasaban los vecinos y me preguntaban qué hacía, yo contestaba muy serio: "estoy esperando a mi hermano nuevo, la cigüeña viene con retraso porque hace viento".

Al poco rato apareció mi padre, que se quedó mirándome entre divertido y enternecido al verme allí tan preparado, tan convencido, tan ilusionado. Pero por mucho que esperé, la cigüeña nunca bajó del campanario. El último niño que nació en aquella casa fui yo, el pequeño de cuatro hermanos. Aun así, me quedé un buen rato esperando a mi nuevo hermano y a la famosa mensajera alada, hasta que mi madre, al ver mi carita mezcla de esperanza y desilusión, me dijo con suavidad que quizá la cigüeña y su respectiva carga tenían otro destino, otra casa a la que acudir. Así que, casi resignado, dejé mis juguetes, guardé la botella de leche y salí a buscar a mis amigos para seguir jugando.

Ese momento se me quedó grabado para toda la vida. Llevo más de 50 años recordándolo como si fuera ayer. Está muy bien ser el pequeño, claro que sí, pero a veces (solo a veces) también me hubiera gustado tener un hermanito que siguiera mis pasos. Jejejeje… qué cosas tiene la infancia. Y qué bien sienta, todavía hoy, volver a visitarla. 




Y para despedirme, dejo esta imagen de una cigüeña un poco errante y despistada, llevando consigo a un viajero que bien podría ser de nuestra generación, jajajaja. Hay algo hermoso en su extravío, como si buscara un destino que ya no existe. En aquellos días sin GPS, solo guiados por intuiciones… el tiempo no perdona, pero aún puede regalarnos historias tiernas y divertidas como esta. 


Estas imágenes fueron obtenidas de internet. Los créditos corresponden a sus respectivos autores.

sábado, 22 de noviembre de 2025

LOS RATONES PINTORES Y EL GATO BORRADOR DE PELIKAN

Hubo un tiempo, no muy lejano, en que el entretenimiento cabía en un estuche. Un tiempo donde el sonido de una tiza contra la pizarra y el aroma a goma de borrar con olor a nata eran la banda sonora de nuestra infancia. En ese pequeño universo de cuadernos y libros forrados, lápices mordisqueados y reglas que siempre desaparecían, habitaba una corte de personajes de plástico que trascendieron su humilde función de material escolar para convertirse en verdaderos iconos de la EGB: los Ratones Pintores de Pelikan y su inseparable némesis, el gato borrador.

Los ratones pintores eran rechonchos, de plástico duro y colores vivos que llamaban la atención a primera vista: rojo, verde, azul, amarillo y negro. En el recuerdo infantil cada uno parecía tener una personalidad distinta, y la realidad es que sus caritas tenían fisonomías diferentes: ojos grandes, cejas expresivas y un hocico puntiagudo en negro que les daba un aire simpático y ligeramente travieso. Sus orejitas redondeadas sobresalían con gracia y hacían que parecieran más juguetes que instrumentos de dibujo. En su caja (como la que hoy saco de "EL BAÚL DE HAL") venían dispuestos en círculo, como un pequeño coro rodeando al gato borrador, formando un conjunto tan peculiar que era imposible no encariñarse de él.

La personalidad de cada ratón era distinta e inconfundible, y nuestra imaginación les regalaba rasgos propios: el azul, serio y aplicado; el rojo, travieso y empeñado en salirse de la línea; el verde, siempre despistado y perdiendo la cabeza porque alguien se la cambiaba por curiosidad; el amarillo, simpático pero flojo a la hora de pintar; y el negro, rebelde, dispuesto a manchar dedos, mesas y hasta caras si uno se descuidaba.

Y aunque todos sabíamos que no convenía cambiarles la tapa (porque entonces cada ratón perdía su identidad cromática), de vez en cuando alguno aparecía con la cabeza cambiada. Lo verdaderamente desesperante eran las puntas, que se ensuciaban con una rapidez pasmosa y terminaban oscurecidas en tonos indefinibles, excepto, claro está, las de los colores oscuros (y nunca mejor dicho) jejejeje.

Al abrirlos, sonaba un "clac" inconfundible que anunciaba la explosión de color, aunque la precisión no fuera su punto fuerte. Pero aquello importaba poco: eran los reyes indiscutibles del estuche, guardianes del color y de la imaginación.

Se secaban con una facilidad frustrante, dejando a menudo un trazo débil y difuminado en medio de nuestro dibujo más ambicioso. Sin embargo, este defecto generó uno de los rituales más entrañables y universales de la época: la ceremonia de la resurrección. Circulaba la leyenda (transmitida por algún primo mayor o hermano sabio) de que unas gotas de alcohol dentro del cuerpo del ratón, infundidas con un buen rato de espera, devolverían la vida al ratón moribundo. Agitarlo, dejarlo reposar boca abajo y, de repente, ¡milagro! Volvía a pintar. Pintaba regular (seguro que por la cogorza que pillaban jajajajaja), sí, pero la ilusión del "hecho por mí" compensaba cualquier trazo fallido. Era como un pequeño conjuro en plena clase de Naturales, y qué risa nos daba, y qué poquito nos importaba mancharnos los dedos en el proceso.

En el centro de aquel pequeño círculo estaba el gato borrador, rechoncho como los ratones y con una expresión que, lejos de ser seria, era sorprendentemente bonachona. Con sus ojos grandes y amistosos y una sonrisa suave, parecía más un guardián amable que un villano. En teoría, era el encargado de borrar los trazos que los ratones dejaban tras de sí. En la práctica, su eficacia era… cuestionable: a veces lograba clarear el papel, otras mordisqueaba la superficie dejando agujeritos traicioneros, y en algunas ocasiones producía una mancha difusa que se convertía en misterio para alumnos y profesores. Pero esa torpeza encantaba a los niños: la idea de que "el gato borraba a los ratones" era demasiado divertida como para someterla al escrutinio de la lógica.

Estos pequeños protagonistas del estuche no eran especialmente prácticos ni duraderos, tampoco ergonómicos ni precisos, pero se convirtieron en un regalo estrella de la época. Era habitual recibirlos en cumpleaños, santos y, sobre todo, en comuniones, cuando algún familiar indeciso apostaba por este set llamativo que aparecía en todas las papelerías (como también ocurrió con los recordados rotuladores acoplables Markermoon.) Abrir la caja y ver a los cinco ratones pintores formando un círculo perfecto alrededor del gato era como recibir una pequeña compañía teatral lista para entrar en acción (aunque también se vendían por separado, con diferentes colores o tonalidades, o incluso en packs de dos ratones o el gato solo). Muchos los mostraban orgullosos en clase, los ordenaban en fila dentro del estuche Pelikan como si fueran una tropa en formación, y otros convertían el intercambio de un ratón con un compañero en un pacto silencioso de amistad.

Estuches repletos de secretos en aquellos tiempos en los que las cosas simples tenían un valor inmenso y para ser felices bastaban unos ratones pintores, un gato borrador de sonrisa amable, un puñado de hojas de papel y la promesa eterna del recreo. Hoy, cuando alguien encuentra uno de esos ratoncitos en una caja olvidada, en un mercadillo o en una foto antigua, el corazón da un pequeño salto. Por un instante, uno vuelve al pupitre de madera, a la tiza que chirriaba en la pizarra y a las travesuras de un niño que solo quería llenar de color el mundo.

Aunque su tinta se haya secado hace décadas y sus puntas hayan perdido el brillo original, los ratones pintores y el gato borrador nunca han dejado de pintar. Siguen coloreando los recuerdos de una época más sencilla, más ingenua y llena de esa magia suave que solo los pequeños detalles son capaces de despertar cuando los miramos con ojos de niño. Así, un juego de rotuladores acabó convertido en leyenda, en nostalgia pura, en un tesoro guardado por generaciones que aún sonríen al recordarlos.












jueves, 20 de noviembre de 2025

MONEDAS PERDIDAS, RECUERDOS ENCONTRADOS

¿Quién no se ha agachado alguna vez al ver brillar una moneda en el suelo? En los patios, en las aceras o entre las baldosas del barrio, encontrar cincuenta pesetas era como descubrir un pequeño tesoro. Y si encima era una de aquellas antiguas, con ese perfil serio y solemne, la imaginación volaba: ¿de qué época sería?, ¿Cuántas manos la habrían tocado?, ¿Cuántos Sugus podría comprar?

A veces, una simple imagen basta para despertar un recuerdo dormido. Esta escena (unas zapatillas clásicas, medio a punto de pisar la moneda para que nadie más la vea, ese gesto discreto de mirar a todos lados, y luego agacharse con rapidez para cogerla como si fuera un secreto) nos devuelve a esos momentos en los que éramos niños o niñas, y cualquier hallazgo en la calle podía convertirse en una sorpresa inesperada.

Aunque justo hoy se cumplen 50 años del fallecimiento de quien aparece en una de las caras de la moneda, este meme no pretende hablar de historia ni de política. Es una mirada inocente, la de un niño o una niña que encuentra algo brillante en el suelo y se pregunta si servirá para chuches, para canicas… o simplemente para guardarlo como un tesoro.

Aquí no hay ideologías, solo memoria compartida. Este blog es apolítico por naturaleza: nos mueve la nostalgia, el humor y los recuerdos que nos unen, no los que nos separan.

Porque, al final, todos hemos sentido esa pequeña emoción de encontrar algo que podía cambiarnos la tarde. A veces, basta una moneda perdida entre las baldosas para hacernos volver, por un instante, a la infancia.

sábado, 15 de noviembre de 2025

CHURRO, MEDIA MANGA, MANGOTERO...

El juego "Churro, media manga, mangotero..." no era solo un entretenimiento más de la calle: era casi un conjuro compartido, un ritual heredado que viajaba de voz en voz como si perteneciera a todos y a nadie. No hacía falta preparar nada: bastaba un trozo de acera, un muro cualquiera y un puñado de niños con la energía desbordada de los días de juego infinitos. En aquella mezcla de saltos, equilibrio, resistencia y adivinanza había algo inexplicable, algo que convertía cada partida en un pequeño acontecimiento que se grababa sin querer en la memoria. Y quizá por eso, más que las imágenes, lo que vuelve con los años son las palabras: frases que suenan como viejas melodías.

A veces los recuerdos de la infancia no regresan nítidos ni ordenados, sino como una voz que resuena desde algún patio olvidado. Basta pronunciar aquello de "Churro, media manga, mangotero, adivina qué tengo en el puchero de mi abuelo" para que todo despierte (el polvo dorado de la calle, la torpeza deliciosa de las risas, el eco de las zapatillas pisoteando el suelo y ese segundo suspendido justo antes del salto, mitad vértigo, mitad superación).

El juego empezaba siempre igual: dos equipos, una pared que hacía de frontera y un grupo que se transformaba en una barrera humana. El primer niño se plantaba firme, de espaldas a la pared, con los dedos entrelazados; el segundo se encorvaba hasta apoyar la frente en el primer niño, al que llamábamos "la madre" (el único que permanecía erguido para sostener la estructura). Detrás, el resto se alineaba, encorvados también, metiendo la cabeza entre las piernas del compañero anterior y apretando fuerte las piernas para resistir el alud que estaba por venir. Para quienes hacían de base, el momento era una mezcla de orgullo y miedo: sabías que tus amigos iban a caer sobre ti sin piedad y solo podías esperar y confiar en que tus rodillas aguantaran el impacto.

Al otro equipo le tocaba el salto. Corrían uno a uno y se lanzaban con todo el cuerpo, en culazos secos, en saltos acompañados de risas nerviosas. Cuando lograban acomodarse sin desmontar la fila, estallaban las carcajadas; cuando no, el caos era inevitable (gritos, reproches juguetones y ese barullo que solo tenían los juegos de antes).

Cuando todos los saltadores completaban su misión, llegaba el momento más esperado. La madre pronunciaba la frase ritual con una solemnidad que a veces parecía teatro:

"Churro, media manga, mangotero, adivina qué tengo en el puchero de mi abuelo".

En algunos barrios la cantinela cambiaba ligeramente (se colaba algún verso nuevo, se perdía otro, se inventaba un final inesperado), pero había algo casi sagrado que solía mantenerse intacto: la palabra "churro", ese primer golpe rítmico que abría la puerta al juego, a la adivinanza y a la risa.

Mientras tanto, como ya mencioné, uno de los niños que habían saltado (o el que hacía de madre) señalaba con disimulo: la mano sobre la otra mano si era "churro", sobre el codo si era "media manga", sobre el hombro si tocaba "mangotero". Uno de los niños que hacía de burro debía adivinar aquella pista silenciosa. Acertara o fallara, daba igual: lo que importaba era la risa contenida, el suspense diminuto, la rima absurda viajando de generación en generación sin perder nunca su encanto.

Aunque el juego solía estar dominado por los chicos, algunas niñas se unían también a la fiesta del recreo o de la salida del colegio, y la visión era siempre la misma: un torbellino de voces y cuerpos, reglas inventadas sobre la marcha, carreras, empujones y esa sensación de riesgo inocente que solo se siente cuando uno es niño.

Era un juego simple, pero poseía una magia secreta. No necesitaba más que amigos, un suelo firme y la risa lista para estallar. Por eso, aunque muchas de aquellas tardes se hayan desvanecido con los años, la frase (tu frase) sigue viva como un hilo que te lleva de regreso: al patio, al sol tibio de entonces, a la voz de tu abuelo, a las horas en las que el tiempo parecía no tener prisa.

Y aunque hoy estos juegos casi hayan desaparecido de las calles, sustituidos por otros mundos más silenciosos, aún sobreviven como símbolos de una época en la que jugar era inventar, improvisar y compartir. Un recuerdo vivo que sigue latiendo en quienes un día saltaron, sostuvieron, adivinaron y rieron en aquella liturgia de barrio.