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sábado, 28 de junio de 2025

LA DIVERSIÓN ENCAPSULADA EN FICHAS DE AUTOS DE CHOQUE

Cada año, cuando el calendario rozaba los últimos días de junio y en el colegio ya olía a tizas gastadas y cuadernos finiquitados, mis padres anunciaban la frase mágica: "El viernes nos vamos al pueblo". Y a mí se me desataba un cosquilleo que empezaba en la nuca y bajaba hasta las zapatillas, mmmm, zapatillas Paredes recién estrenadas para la ocasión. El pueblo... su propio nombre era significativo de libertad durante todo el día y parte de la noche, jugar con mis amigos de infancia que hacía un año que no los veía, perdidos entre el río seco y los cerros pelaos de Cantoria (Almería), se convertía en un reino independiente durante las vacaciones, con su plaza como capital y el bar de la plaza del pueblo como ministerio de exteriores, donde se decidía la política internacional del dominó o de las partidas de cartas y donde hacían unos granizados de limón que partían la pana de buenos que estaban.

Pero el verdadero estallido ocurría unos días después de llegar: la feria. Ninguno de nosotros decía "fiestas patronales"; eso era lenguaje oficial para el pregón. Decíamos simplemente la feria, con ese artículo como quien habla de la luna o del mar. Los preparativos se olían antes de verse: un olor a serrín, a fritanga tempranera y a barniz fresco que competía con el aroma terroso de las eras calentándose al sol. Y entonces, desde la ventana de la cámara (desván), veíamos en miniatura las casetas de colores brotar en la explanada de la carretera, cerca del viejo convento o de la plaza del pueblo; se multiplicaban como setas gigantes con luces.

Aquella veraniega mañana de principios de los 80's me despertó el petardeo de un motor que no era ni tractor ni coche del panadero. Despegué la cara de las sábanas (que eran de esas ásperas que crujían) y vi, aparcada ante la puerta de casa, la furgoneta destartalada de los feriantes. De ella salían tres hombres con bigote, una señora con moño y una nube de niños que corrían descalzos. Traían sacos de bombillas, tablones, altavoces que parecían cofres piratas y, lo más importante, el esqueleto metálico de los autos de choque.

Mis amigos: Risi, Frasco, los gemelos Pedro y Antonio, y yo, nos fuimos adonde montaban la pista. El mayor de los feriantes, que olía a gasoil y chicle de menta, nos guiñó un ojo:

—Si nos echáis una mano, os caen fichas gratis para los coches —soltó, haciendo sonar una bolsa de plástico llena de fichas para los autos de choque, fichas redondas, rojas y amarillas, menudo tesoro.

Trabajo infantil, lo llamarían ahora; entonces era la puerta al paraíso. Aceptamos sin rechistar. Nos repartieron tareas: sujetar los barrotes mientras atornillaban, desenrollar cables, cebar las bombillas en guirnaldas interminables. Cada vez que completábamos una fila de luces, los feriantes hacían la prueba: ¡clac! Se encendían todas a la vez y nosotros gritábamos como si fuera Nochevieja.

Había momentos gloriosos y otros de penitencia, como cuando nos tocó meter la mano por la trampilla del generador para recuperar una tuerca o recoger las basuras que el viento arremolinaba bajo los remolques. Pero cada minuto sudado se traducía en fichas: las guardábamos en el bolsillo del pantalón corto, tintineando como un cascabel. A la hora de la siesta (prohibida para los forasteros modernos pero aún ley sagrada en el pueblo) las campanas daban las tres y nosotros seguíamos allí, oliendo a polvo, grasa y regaliz negro que uno de los feriantes repartía como paga extra.

Por fin, al caer la tarde, el recinto quedó listo. Se encendió la megafonía con una cinta de Raffaella Carrà que crepitaba, y la pista de los autos comenzó a chisporrotear como un relámpago doméstico. En ese instante, la señora Engracia, que presumía de haberse montado cuando era moza "en el tranvía de Barcelona antes de que Gaudí fuera atropellado", se santiguó al ver tanta electricidad junta. Nosotros, en cambio, nos subimos a los coches con la misma solemne determinación con la que un cosmonauta pisa la Luna.

Las fichas gratis funcionaban como pasaporte diplomático: podíamos encadenar viaje tras viaje sin pasar por taquilla, hasta que las manos sudadas nos resbalaban sobre el brillante volante negro. Íbamos a por los mayores, los retábamos a choques frontales, y el feriante del bigote se partía de risa agarrado a la verja. En una de esas embestidas, Risi pegó un volantazo tan brusco que su coche apenas hizo contacto con la barra en la malla del techo y las chispas dibujaron una lluvia artificial sobre su cabeza. Durante un segundo, el mundo se quedó en silencio, salvo por el zumbido eléctrico y nuestras carcajadas.

La noche terminó con una tormenta repentina: rayos de verdad iluminaban las atracciones, compitiendo contra las bombillas y fluorescentes de colores. Nos refugiamos bajo la lona de la caseta de los turrones y el feriante nos sirvió unos mantecados helados que sabían a gloria. Cuando la lluvia aflojó, corrimos a casa felices, saltando y cantando por la calle, los bolsillos ya vacíos de fichas pero repletos de ese tesoro invisible que uno guarda en el cajón de los felices recuerdos de niñez y al que vuelvo cada vez que me topo con una pista de autos de choque.

Hoy, desde la distancia de los años y las ciudades, cierro los ojos y todavía escucho el chasquido de las bombillas, el choque de los coches, el "explota explótame" o aquello de "Para hacer bien el amor hay que venir al sur", de la Carrà, mezclado con truenos, lluvia y relámpagos auténticos, y ahora que recuerdo, mmmm, también solían poner aquella canción del vino griego, de la tierra natal de José Vélez, aquel vino rojo que hacía recordar un pueblo blanco que dejó detrás del mar... mmmm, ahora entiendo mejor aquel tormentón. ¡Qué mala sueeeerte! Jejejejeje. Pero, sobre todo, siento en las manos el peso cálido y familiar de aquellas fichas rojas y amarillas, iguales a las que hoy he sacado del baúl de HAL, como un pequeño tesoro guardado entre recuerdos y secretos.

Esas fichas eran mucho más que simples monedas de juego; eran el pasaporte a un verano eterno, a un pueblo donde la infancia se hacía gigante y las horas se estiraban hasta perderse en el brillo de las luces y la risa compartida. Bastaba con ese gesto simple, el "Echadme una mano y tendréis fichas gratis", para que la diversión se multiplicara por mil: la maravilla de la feria, la complicidad con los amigos, y esa sensación de que, aunque el tiempo pase y las ciudades nos separen, ese instante perfecto sigue vivo dentro de nosotros, girando y chocando en aquellos coches de choque que nunca paraban del todo, ni siquiera cuando las luces de colores se apagaban y la feria, exhausta, dormía hasta el año siguiente.

Entonces, el silencio del pueblo se llenaba del canto de los grillos, y uno sabía, sin saber cómo, que aquellos días no se irían del todo; seguirían vivos en nuestros recuerdos, aguardando ser revividos en los veranos venideros, por muchos años que pasaran. 












sábado, 21 de junio de 2025

VERANO, ROCK Y MIGUEL RÍOS: UN VIAJE MUSICAL CON DOS HISTORIAS

La sesión de hoy de Minutos Musicales viene con doble intención. Dos motivos importantes le dan forma. El primero es fácil de adivinar: hoy comienza el verano. El segundo… bueno, ese me lo reservo un poquito más. Tiempo al tiempo, os lo dejaré en la segunda parte de este post, mmmm, un poquito más abajo, entre los vídeos musicales de Miguel Ríos, "Despierta" y "Vuelvo a Granada", ya que todo tiene sus motivos.

Y es que estos Minutos Musicales están cargados de simbolismo, recuerdos y, sí, también de un pequeño arrepentimiento que arrastro desde hace años, y otra cosa aún más importante para mí que os contaré en la mencionada segunda parte y entre los vídeos que os mencioné. Pero empecemos por el principio.


- PRIMERA PARTE:

Hay canciones que actúan como máquinas del tiempo. No hace falta más que unas notas para que te trasladen, en un parpadeo, a otro lugar, a otra época. Para mí, algunos temas de Miguel Ríos hacen justo eso. Me llevan de vuelta a la casa de mis padres, a los días en que mis hermanos mayores ponían sus vinilos en un viejo tocadiscos que, en mi recuerdo, suena mejor que cualquier equipo de sonido actual.

Sonaban himnos como "El río", o el grandioso "Himno a la alegría", entre otros grandes temas. Yo tenía apenas 5 o 6 años y no entendía ni la mitad de las letras, pero la música... esa sí que se me quedó grabada en el alma.

Ahora bien, que nadie piense que yo era fan de Miguel Ríos desde pequeño. ¡Qué va! Lo confieso sin pudor: no era santo de mi devoción. Y lo peor vino en 1983. Año clave. Verano. Gira de El Rock de una noche de verano. Mi mejor amigo de entonces (y aún lo sigue siendo), David Roca, me ofrece ir con él al concierto. Entrada gratis, todo a cuenta suya. Y yo, con la sabiduría de un adolescente cabezón, pensé:

"¿Ver a ese carozilla con mallas a rayas pegando brincos? No, gracias. Paso."

Y ahora, tantos años después, solo puedo decir que me equivoqué. De verdad. De los errores de los que uno se arrepiente con el paso del tiempo... y con una sonrisa algo torpe se me dibuja en la cara al recordar ese tonto desplante que hice.

Hoy, más de 40 años después, lo admito con una sonrisa amarga. Me lo perdí. Y me arrepiento. Porque lo que en aquel momento me parecía ridículo, hoy lo veo como legendario. Miguel Ríos fue (y es) un pionero del Rock español. Se adelantó a su tiempo, abrió caminos y nos dejó un repertorio que, guste más o menos, es historia viva de la música de este país.

Por eso, y porque el verano ha comenzado oficialmente, no hay mejor forma de arrancar esta sesión que con "El Rock de una noche de verano". No podía ser otra. Hoy sí que me subo a ese escenario con él, aunque sea en espíritu. Y con pantalones de rayas si hace falta (digo pantalones ya que con mallas os aseguro que no me atrevería ni en sueños jajajajaja).

El tiempo me ha enseñado a ver a Miguel Ríos con otros ojos. Y aunque su estilo no sea el mío, lo respeto profundamente. Tiene temazos que aún me pellizcan por dentro, porque me devuelven a esa infancia en la que todo era nuevo, incluso la música.

Así que clica sobre un vídeo y... ¡sube el volumen, que hoy empezó el verano!

El Rock de Una Noche de Verano.


Despierta.


- SEGUNDA PARTE:

Hace unos meses me quedé completamente afónico (a lo Miguel Bosé, jejeje) durante varios días. Fui al médico y me derivó al otorrinolaringólogo. Ahí empezó mi periplo médico: un recorrido de consultas, tratamientos y diagnósticos. Un viaje lleno de pruebas, incertidumbre y mucha resiliencia.

Tenía una cuerda vocal paralizada por culpa de unos nódulos que, vete tú a saber cuánto tiempo llevaban conmigo, eran de gran tamaño. Uno de ellos, casi de 10 cm. La cuestión es que había que analizarlos y operarlos cuanto antes, fueran benignos o malignos, porque no estaban en muy buen sitio y era urgente extraerlos (menos mal que al final fueron benignos).

Y para no alargarme demasiado, os cuento lo más importante. A primeros de abril (o sea, hace relativamente poco) entré en quirófano. Lo confieso: estaba muy acojonado. La doctora que me operó ya me había advertido que este tipo de intervenciones, en un alto porcentaje de pacientes, deja secuelas… Intentarían no tocarme las cuerdas vocales, pero el tamaño de los nódulos era muy grande. Así que se curó en salud y me hizo firmar un montón de papeles donde ponía todos los riesgos posibles. Entre ellos, el que más me asustó fue el de quedarme sin voz. Uffff. Había riesgos peores, pero ese me impactó especialmente. Os lo juro.

Después de la operación, desperté en la sala de rehabilitación del hospital de Bellvitge, en Barcelona. Estaba mareado, confuso, preguntándome: "¿Dónde estoy?" El chute de anestesia me dejó muy tocado. Y, en mi cabeza, sonaba una musiquilla que decía:

♫♪♫♫♪… Despierta, empieza a amanecer.

La noche el día deja ver.

Despierta, no te quedes ahí,

que ahora es tiempo de vivir... ♪♫♪♫♪

 

Increíble. ¡El tito Miguel Ríos me estaba cantando Despierta en mi cerebro! (Misterios de la mente… jajajaja.)

Y sí, fui despertando, y empecé a recordar dónde estaba y por qué. En ese mismo momento se me encogió el corazón. Unas gotas de sudor frío empezaron a bajar por mi frente, y eso que la sala estaba helada. Recordé todo. Y los miedos llegaron como una avalancha: "Ya estoy operado, pero no siento nada… ¿y si abortaron la operación por cualquier complicación?"

Hice un giro completo con la lengua dentro de la boca… No tenía tubos. Eso aumentó mi sospecha de que no me habían operado. Hasta que llevé mi mano derecha a la garganta y, ahí, me di cuenta de que sí. Había un delgado tubo, pegado con esparadrapos y gasas: el drenaje. Estaba operado.

Y en ese momento pensé:

"Tienes algo muy importante que hacer."

No estaba seguro de cómo iba a salir. Me sentía inseguro. Pero tenía que enfrentarme a ello.

"¿Podría hablar, aunque solo fuera un poco?"

Aunque mi voz estuviera apagada… Me conformaba con eso. Aunque fuera la mitad de la voz que tenía… Me bastaba.

Y entonces, otra vez, mi cabeza me jugó una de sus jugadas mágicas. Esta vez, mi cerebro me ordenó cantar. Y como todo había empezado con Miguel Ríos, fue automático. Sin darme cuenta, estaba cantando:

♫♪♫♫♪… Vuelvo a Granada, vuelvo a mi hogar,

el tren va muy despacio, hay mucho tiempo para llegar.

La gente duerme en el vagón

mientras por las ventanas

muy débilmente se cuela el sol... ♪♫♪♫♪

 

¡Jajajajaja! Una canción con la que me identifico totalmente. Me recordó aquellos veranos de niño, cuando iba al pueblo en tren. Y, por lo visto, estaba cantando con voz bastante fuerte.

¡¡¡Siiiiiiiii!!!

¡Conservaba intacta mi voz!

¡No la perdí! ¡No se apagó!

En ese momento apareció una enfermera a mi lado, diciéndome:

—Te despertaste de buen humor, ¿eh?

¡Jajajajajaja! Qué vergüenza pasé…

Y me dijo:

—La operación ha salido muy bien. La cirujana hablará contigo cuando estés en la habitación, pero ya te adelanto que salió todo mejor de lo que se esperaba.

Lo demás ya es historia. Y como entenderéis, esta es una de esas dos razones por las que quiero dedicar estos MINUTOS MUSICALES al tito Miguel Ríos, y decir con toda el alma:

¡LOS VIEJOS ROCKEROS NUNCA MUEREN!

Vuelvo a Granada. 



El Río.



Qué Noche la de Aquel Año.


Himno a la Alegría.



Rock de la Cárcel. 



En el Parque.



Rock en el Ruedo.



Santa Lucía. 


Un Caballo Llamado Muerte.



El Blues del Autobús.



Yo Solo Soy un Hombre.



Todo a Pulmón.



Banzai.



No Estás Sola.



Bienvenidos.



Los Viejos Rockeros Nunca Mueren.

sábado, 14 de junio de 2025

SILBATO DE HUESO DE ALBARICOQUE: EL ARTE OLVIDADO DEL GÜITO

Hubo un tiempo en que un simple hueso de albaricoque, o como lo llamábamos muchos, un "güito" bastaba para tener entretenido a cualquier niño durante unas horas o incluso días, dependiendo de las ganas que le ponía a la fabricación de su juguete, mmmm… lo malo llegaba cuando estaba terminado… uffff, pitidos ensordecedores. Jajajajaja.

No necesitábamos juguetes caros. Solo un bordillo o una pared rugosa, saliva y mucha paciencia. Así comenzaba el ritual de convertir ese pequeño hueso en un pito que chillaba como un condenado.

Me enseñó mi padre, aunque seguro que después se arrepintió, jejejeje. Raspábamos el hueso contra un bordillo, una pared áspera o el canto de un peldaño. Lo mojábamos con saliva y dale que dale, frotando hasta lograr perforarlo por desgaste. El objetivo era simple: hacer un agujero y, una vez hecho, con alguna punta o clavo, sacar la almendra del interior. Tenía que quedar completamente vacío. El proceso era casi un arte.

Sí, nos dejábamos los dedos y las uñas rascando. Me pelaba las yemas de tanto insistir. Pero ahí estaba la magia: en ese esfuerzo, en esa espera, en ese silbido que rompía el aire y te hacía sentir que habías creado un juguete con tus propias manos. El sonido que salía al soplar ese pito era una victoria en aquellas largas tardes de verano, llenas de polvo y risas.

Ahora, con una Dremel o una pequeña radial, basta un instante para hacer el agujero. Pero es que antes no era solo construir un silbato: era un desafío, una lección de paciencia y una ceremonia compartida entre amigotes.

En cada barrio, en cada calle, alguien sabía hacerlo. Recuerdo que, en el comedor del colegio, cuando nos daban albaricoques de postre, nos íbamos directos a la pared rugosa del patio a rascar los huesos, y con la punta del compás limpiábamos la semilla del interior. Era una tradición oral, sencilla y universal, que pasaba de generación en generación.

El güito, además de nombre simpático, venía con variantes o gustos en el orificio. Algunos hacían el agujero en un lateral, otros en la panza del hueso. Algunos lo rascaban en seco, otros lo mojaban primero. Pero todos coincidíamos en lo mismo: nos mantenía entretenidos durante horas. Y el pitido que salía de aquello… ¡era glorioso!

Por cierto, por si te preguntaste el porqué del nombre de güito: la palabra "güito" es una forma popular y afectuosa de referirse al hueso del albaricoque. Proviene de una deformación fonética de "huesito", muy común en zonas rurales, donde "hueso" pasa a decirse "güeso", y "huesito" se transforma en "güito". Este fenómeno también ocurre con otras palabras, como "huevo", que en muchas hablas populares se convierte en "güevo".

Hacer pitos o silbatos con güitos era una costumbre extendida en muchas zonas rurales, donde se aprovechaban materiales naturales y cotidianos para crear juegos e instrumentos simples. Esta práctica formaba parte de una imaginación ingeniosa que sustituía a los juguetes industriales.

Estos pequeños instrumentos son símbolos de creatividad, sostenibilidad y conexión con la naturaleza, y forman parte de una tradición que ha perdurado en diversas culturas a lo largo del tiempo.

Hoy, que todo es inmediato y digital, cuesta imaginar lo que era pasarse media tarde raspando un hueso solo para hacer un silbato. Pero quienes lo vivimos sabemos que no se trataba solo del pito. Era la compañía, la calle, la imaginación, el tiempo sin prisa. Era infancia en estado puro.

Algunos padres nostálgicos han recuperado esa tradición para sus hijos, porque esos pequeños gestos siguen teniendo mucho valor. Porque un güito puede seguir silbando, si se lo permitimos.

Así que, si alguna vez hiciste un pito con el hueso de un albaricoque, este post es para ti. Para los que sabían rascarlo con paciencia, soplar con fuerza y sonreír con orgullo. Para quienes aún llevan en la memoria el eco agudo de un silbato hecho con saliva, paciencia… y mucha infancia.










sábado, 7 de junio de 2025

WILLY WONKA Y EL BILLETE DORADO DEL DULCE AYER

Hace unos meses, mi hija me hizo un regalo. Así, sin más. Un gesto sencillo, sin cumpleaños, sin Navidad, sin que mediara ningún motivo especial. Solo ella, con sus ojos chispeantes y esa sonrisa que sabe usar cuando quiere desarmarme, apareció frente a mí con una tableta de chocolate en la mano. Como si me estuviera entregando un trocito del universo.

Pero ojo, no era una tableta cualquiera. No, no, no. Aquello era casi una reliquia, una joya vestida de envoltorio oscuro con letras que evocaban otros tiempos. Una de esas que parecen sacadas directamente de la mágica y golosa fábrica de Willy Wonka. La miré detenidamente y supe al instante que no se trataba de un simple dulce. Era algo más.

El envoltorio de su interior brillaba con ese aire misterioso que solo tienen los objetos encantados. Al sostenerla entre mis manos, sin quererlo, volví a ser niño. Siete u ocho años, tal vez. Me vi ahí, en zapatillas, en alguna merienda de invierno, soñando con mundos imposibles. Porque eso es lo que tienen ciertos regalos: no solo te ofrecen lo que son, sino todo lo que te recuerdan.

Y claro, no pude evitarlo. Cerré los ojos, crucé los dedos y pedí un deseo. Un deseo que seguramente compartimos todos los que vimos de pequeños esa historia maravillosa de Roald Dahl, pasada al cine en 1971, donde nuestro pequeño protagonista encuentra su premio dentro de una tableta de chocolate, mmmm, ese eterno Peter Pan que llevo dentro, también esperaba el famoso billete dorado. Sería fantástico que me tocara, ¿no?. Ese billete dorado que prometía una aventura, una segunda oportunidad, una forma distinta y más dulce de ver el mundo y poder sentirme "HAL en la fábrica de chocolate", jejejejeje.

Y sí, como lo estáis leyendo… ¡me salió el billete dorado!

Bueeeeeno… quizás no exactamente el que te lleva de la mano de Willy Wonka a recorrer pasillos llenos de ríos de chocolate, prados comestibles y ardillas que seleccionan nueces con más criterio que muchos ejecutivos. Pero sí uno que me abrió la puerta a algo incluso más valioso: un momento irrepetible con mi hija, una cápsula del tiempo envuelta en papel brillante, una conexión pura entre el presente y la infancia.

Nos sentamos juntos, como si se tratara de un ritual. Rompimos el envoltorio con el debido respeto que se le tiene a la magia del momento. El crujido del papel fue casi litúrgico. Y ahí estaba: el chocolate, perfectamente dividido en cuadraditos, esperándonos, mmmm y qué bueno estaba.

Lo acompañamos con unas magdalenas que quedaban por casa. Y en ese gesto, aparentemente simple, me vino a la cabeza un viejo recuerdo literario: la famosa escena de Marcel Proust mojando una magdalena en su taza de té. Para él, ese acto tan cotidiano desataba una avalancha de recuerdos, de sensaciones, de lugares y personas que creía olvidados. Era la memoria involuntaria, la emoción que despierta un sabor, un aroma, un instante.

Y allí estaba yo, mordiendo chocolate con una magdalena en la mano, viendo a mi hija reír con migas en la comisura de los labios, y de pronto... el tiempo se volvió blando, como el bizcocho. Porque el chocolate no solo sabía a cacao. Sabía a tardes de merienda en casa con mis queridos padres, a las meriendas después del colegio, al papel de aluminio arrugado de los recreos. Sabía a historias contadas en voz baja, a dibujos animados con sonido metálico, a estufas encendidas en enero.

Cada bocado era una llave que abría puertas cerradas por años. Eso que a veces creemos perdido, pero que nunca se va del todo.

Mi hija, sin saberlo, me había regalado mucho más que chocolate. Me había regalado un billete dorado hacia los recuerdos de mi infancia. Un pase VIP no a una fábrica fantástica, sino al lugar más valioso: los recuerdos que nos construyen, los que hacen que el corazón lata más fuerte sin saber bien por qué.

Y sí, lo confieso: dentro del envoltorio había una preciosa réplica dorada de aquel billete premiado. No era oficial, claro. Pero relucía con tanta gracia que por un momento dudé si un Umpa-Lumpa no se había infiltrado en alguna confitería del barrio jejejeje. Aquella tarjetita dorada, con sus reflejos brillando bajo la lámpara, se ganó un lugar de honor en mi baúl, en "EL BAÚL DE HAL", ya que esta réplica de billete dorado fue símbolo de una merienda cualquiera que terminó siendo inolvidable.

A veces uno no necesita viajar a la fábrica de Willy Wonka. No hace falta atravesar ríos de chocolate ni enfrentarse a pruebas imposibles con Umpa-Lumpas cantando moralejas en rima. A veces, basta con una hija, una tableta de buen chocolate, unas magdalenas de Proust, o bien podrían serlas, y una pizca de imaginación para que el billete dorado aparezca justo donde más importa: en el corazón.

Porque ese día, aunque no me abrió las puertas de una fábrica mágica de golosinas, sí me abrió algo mucho más valioso: un momento lleno de verdad. Uno de esos instantes que no se compran ni se planifican. Que simplemente ocurren. Y cuando ocurren, sabes que acabas de vivir algo que recordarás siempre.

Y es que, a veces, el mejor premio no es una fortuna escondida ni un viaje a lo extraordinario. A veces, la vida, sin previo aviso, te sorprende con una tableta mágica y una sonrisa cómplice, envueltas en papel brillante. Y dentro, como un guiño final, una réplica de un billete dorado que no abre puertas de dulces fábricas misteriosas, pero sí de momentos que valen oro. Créeme, con eso ya has ganado.











sábado, 31 de mayo de 2025

BARBIE, UNA MUÑECA EMPODERADA

Esta semana tenía serias dudas sobre qué publicar. Tenía en mente dos posts que me hacía gracia escribir, pero fue TVE la que, sin saberlo, me ayudó a decidir.

Y al final… no escribí sobre ninguno de los dos que tenía pensados.

Resulta que la Primera Cadena no ha parado de anunciar el estreno de la película de Barbie, mañana en TV, y pensé: "¿Y por qué no dedicarle un post a ella? No estaría mal… ¿no?"

Así que aquí va. Dedicado a mi hija, con todo mi cariño... y un poco más.

Corría el año 1959. Mientras el mundo escuchaba a Elvis y los coches llevaban más cromado que sentido común, una mujer llamada Ruth Handler presentó al mundo su visión revolucionaria en la "Feria del Juguete de Nueva York": una muñeca adulta con curvas, sonrisa fija y tacones imposibles. Así nació Barbie (sí, por su hija Barbara... lo de Ken vino después, y no preguntes por Allan, el eterno secundario… mmmm, porque ya ni Barbie se acuerda de él).

El diseño se basó en una muñeca alemana de posguerra llamada Bild Lilli (originalmente... ¡una caricatura para adultos!). La historia siempre tiene capas ocultas.

Rubia, elegante, con piernas que desafiaban la lógica y el equilibrio, Barbie no era solo una muñeca, era un icono.

Yo viví de lleno el auge de los años 80's, y Barbie seguía siendo omnipresente: en aquellos días, en los anuncios, en los escaparates de las mejores jugueterías y, sobre todo, en la habitación de mis primas, que tenían una mansión rosa a medida de la muñeca, que parecía más cara que el piso de mis padres.

Mientras yo jugaba con Madelman y Geyperman, y algunos Airgam Boys que habían perdido más piezas que la vajilla del domingo, Barbie seguía siendo imbatible en el mundo de las pequeñas féminas.

La rubia muñeca cambiaba de carrera profesional más rápido que el camaleónico David Bowie (a quien le pusieron ese apodo por su habilidad para reinventarse constantemente, tanto en su imagen como en su música). Pues así era Barbie, cambiaba de estilo y de personaje en un abrir y cerrar de ojos: hoy azafata, mañana cirujana, pasado mañana piloto de F-16 con tacones… ya sabes: antes muerta que sencilla.

Y ojo, Barbie, esa muñeca empoderada, ya había sido astronauta en 1965 (antes que nuestro querido "Madelman astronauta 2001", que salió en 1968). O sea, que fue al espacio antes que muchos hombres de plástico y también de carne y hueso con traje de la NASA. Y sin rastro de gravedad... ni de celulitis, jejejejeje.

Los años pasaron, como las cintas del VHS. Un día, sin darme cuenta, me convertí en padre. Primero de un niño (todo un campeón), y pasados unos añitos, de una preciosa niña rubia, rubia de verdad, con unos preciosos ojos azules, cariñosa y una sonrisa que te ilumina el alma… mmmm, y también con una pasión por las muñecas que venía de serie, y sobre todo, desde que supo decir "¡mía!", jajajaja. Pasó por todas: las Monster High, las Bratz, unas con alas, otras con colmillos... pero siempre volvía a Barbie, porque Barbie era la reina madre de todas.

En casa teníamos Barbie sirena, Barbie veterinaria, Barbie rockera, Barbie con perrito, con caballo, con coche, con cocina... ¡teníamos hasta la Barbie que no sabíamos qué era, pero venía con muchos accesorios!

Y, por supuesto, todo era rosa. Porque el rosa ha sido el color favorito de mi hija desde que era una renacuaja. Si algo no era rosa, no era digno de atención. Le chiflan los pastelitos Pantera Rosa, los Crocs rosas, los vestidos ros... Bueeeeno, ¿para qué continuar? Ya os lo podéis imaginar. Mejor pongo: etc., etc., ¡ROOOOSAAAAA!

Y aunque al principio yo decía: "yo en mis tiempos jugaba con mis muñecos de acción, con pistolas, o con mi TENTE… y esto eran cosas de chicas", acabé organizando desfiles de moda, bodas Barbie-Ken con gominolas de invitados, y construyendo rampas con cartón para sus coches. Me sabía los catálogos mejor que las instrucciones del Ikea.

Recuerdo que no le gustaban Los Simpson. Decía que eran feos. Pero cuando su hermano mayor los veía, y ella estaba por ahí jugando o haciendo cualquier cosa… bastaba que Lisa empezara a hablar de su Barbie Stacy Malibu para que mi hija saliera disparada al salón y se quedara embobada mirando esas escenas.

Esas Barbies de dibujos tenían el mismo efecto que un imán sobre una caja de clips.

Y cuando se estrenó la peli de Barbie en los cines hace un par de años… no solo tenía las entradas con mucha antelación, ¡sino que también se presentó en la puerta del cine dos horas antes para ser de las primeras en entrar!

Yo la veía emocionada, vestida de rosa de pies a cabeza (última foto: ella es la culpable de este post, ella es mi Barbie preferida, mi Barbie hija, jejejeje), emocionada como si fuera a encontrarse con una vieja amiga.

Barbie ha sido muchas cosas. Algunas muy horteras (sí, Barbie discotequera de 1993, me acuerdo de ti), otras realmente inspiradoras.

Pero, sobre todo, ha sido parte de la infancia de generaciones enteras.

Y como padre que fue niño y creció en los 80's, ver a mi hija ilusionarse con las mismas muñecas que mis primas colocaban con mimo en sus estanterías, o en aquella pedazo de mansión de plástico rosa en aquellos años… es como encontrar un cassette de Aqua y su canción "Barbie Girl" en perfecto estado: nostalgia pura con olor a chicle de fresa.

Hoy mi hija ya es una mujer guapísima (aunque, ¿qué voy a decir yo?, pero en este caso es completamente cierto, jejejeje), y aún guarda una caja de Barbies sin abrir, como quien protege joyas de la corona.

Una caja que le trajo su Ken (Nico) de Estados Unidos, y no te lo pierdas… ¡mmmm, sin aranceles!

Y yo, que crecí entre espadas, pelotas, tirachinas y pistolas (entre otros juguetes de la época), miro esa caja sin abrir y pienso: Barbie… has sobrevivido a más de seis décadas, un cambio de siglo, varias crisis existenciales… y a una niña de cinco años con tijeras y rotuladores.

Jopeee, tíaaaa, te lo juro por Snoopy, jajajajaja... Eres muy grande, eres una leyenda que jamás pasa de moda. Y si no, que se lo pregunten a mi hija.