COPIAR O CORTAR Este primer código evita que copien los textos de tu página o blog Este segundo código evita que copien las imágenes y gif COPIAR O CORTAR Yo también lo tuve! Nostalgia y Recuerdos de los años 60 - 70 - 80 - 90's

sábado, 13 de septiembre de 2025

TOI, EL PRIMER EMOJI CON SABOR IBÉRICO

 

¡YA TOI DE VUELTA!

 Las vacaciones ya son historia y, aunque siempre se hacen cortas, septiembre llega con ese aire de comienzo que nos provoca un cosquilleo especial. Vuelven los madrugones, sí… pero también el olor de los cuadernos nuevos, las colecciones que invaden los kioscos, los cromos que vuelven a pasar de mano en mano y ese toque de nostalgia que nos recuerda a cuando éramos críos y todo empezaba otra vez desde cero.

Y es que septiembre tiene magia: combina la pereza de despedir al verano con la ilusión de estrenar etapa, de seguir coleccionando momentos que, quién sabe, quizá algún día se conviertan en recuerdos imborrables. Por eso regreso con muchísimas ganas de compartir un poquito de nostalgia, y qué mejor que empezar esta nueva temporada enlazando con aquella imagen con la que me despedí antes de marcharme de vacaciones... porque no hay nada como cerrar un círculo para abrir otro lleno de sorpresas.

Así que preparaos: vuelvo con la mochila llena de posts nostálgicos, anécdotas y entrañables recuerdos divertidos y, cómo no... imágenes de piezas de mi colección, la que guardo dentro de "EL BAÚL DE HAL", y algunas otras cosillas como travesuras blogueras de abuelo cebolleta, que seguro te sacarán alguna sonrisa, jejejejeje, ¡vamos allá!


Hubo un tiempo en el que los recreos olían a bocadillo envuelto en papel de plata, a tinta de bolígrafo mordido y, cómo no, a Bollycao. Pero no nos engañemos: muchos niños no compraban aquel bollo por el chocolate (que, dicho sea de paso, siempre se acumulaba sospechosamente en una sola punta), sino por la pegatina que lo acompañaba. Sí, hablamos de los míticos TOI, los cromos que se convirtieron en la primera red social analógica de España.

Un bicho verde, con ojos saltones y antenas, sujetaba un cartelito con mensajes tan simples como pegadizos: TOI CANSAO, TOI ENAMORAO, TOI RALLAO. ¿El resultado? Una fiebre colectiva que hizo que más de 150 millones de cromos circularan por mochilas, carpetas y puertas de neveras en España y Portugal entre 1989 y 1991.

De viñeta de periódico a fenómeno de masas... El origen de TOI no estuvo en ningún laboratorio de marketing internacional, sino en el lápiz de un joven diseñador catalán, Jordi Català, que en 1987 lo creó para una sección humorística de El Periódico de Catalunya. Aquella criatura, que en principio iba en blanco y negro, acabaría dando el salto a color gracias a la empresa Trigràfic y, finalmente, a los bollos de Panrico.

Lo curioso es que otras marcas como Nestlé o Cola Cao pudieron haberse quedado con los derechos, pero fueron los Bollycao quienes apostaron por él. Una jugada maestra: en pocos años, los niños compraban más por la pegatina que por el bollo. TOI no solo fue un icono pop, también fue gasolina para las ventas de Panrico durante más de una década.

Hoy usamos emoticonos y stickers para mostrar emociones en WhatsApp, pero TOI ya hacía eso... ¡en papel y con pegamento barato! Con su lenguaje recortado ("TOI" en lugar de "estoy", o "CONECTA@" adelantándose a la arroba digital), fue un precursor directo de los SMS, los memes y los emojis.

Y ojo a las versiones: hubo 54 modelos en la primera colección de 1989, aunque el reverso aseguraba que eran solo 50. Muchos siguen convencidos de que tienen la colección completa... y no es así (aquí os enseño la primera colección, junto a sus 54 cromos). Después llegaron más tandas: 65 cromos en 1992, otra en 2000 (50 cromos), otra en 2010 (50 cromos), y finalmente la colección conmemorativa del 30º aniversario lanzada en 2022 por Panini, con más de 230 cromos, incluyendo versiones actualizadas como TOI CONFINAO.

Algunos coleccionistas mencionan una posible colección de TOI en 1997, pero no hay información oficial que confirme su existencia. Es probable que esta confusión se deba a reediciones o a la circulación de cromos de ediciones anteriores durante ese periodo.

TOI funcionaba porque era simpático incluso cuando estaba enfadado. Con apenas cuatro rasgos: ojos, antenas, boca y manos, transmitía emociones universales. Era tan fácil identificarse con él que, en muchos casos, acababa expresando mejor lo que sentíamos que las mismísimas palabras.

Además, tenía un punto gamberro y castizo que lo hacía único: frases cortadas, guiños callejeros y un humor socarrón que, traducido a otros idiomas, perdía parte de la gracia. En Portugal se adaptó como TOU, y hubo intentos en euskera, gallego, catalán, francés e italiano. Pero el "sabor" original era inconfundible...

Se podría decir que estos cromos pasaron de las carpetas al recuerdo colectivo, y no exageramos si decimos que TOI fue un fenómeno sociológico. Pocos chavales de los 90's, y no tan chavales. Se libraron de pegar uno en la carpeta, en el armario o en el frigorífico, a veces bajo la mirada indulgente de las madres. Incluso hubo imitaciones piratas que llegaron a circular en revistas.

Más de treinta años después, TOI sigue siendo lo que su creador llama "el desconocido más conocido": no aparece en grandes documentales ni tiene película de Disney, pero basta mencionarlo para que a toda una generación se le escape la sonrisa. Porque, al final, no era solo un cromo: era un espejo verde de cómo nos sentíamos.

Hoy, mientras los emojis se multiplican en nuestros móviles, el TOI resiste como un recuerdo entrañable. Era, en palabras de su propio diseñador, un "estado de ánimo con antenas". Y puede que por eso, aunque ya no venga escondido en un bollo de chocolate, sigue ahí: en el rincón nostálgico de quienes crecimos con él.

En definitiva, los TOI fueron mucho más que pegatinas: fueron un idioma, un juego y una manera de compartir emociones mucho antes de que existiera Internet. Y si me apuras, siguen teniendo más gracia que muchos stickers de hoy.

 

¡TOI NOSTÁLGICO. TOI ESCRIBIENDO. TOI ENCANTAO DE TAR AQUÍ! 










lunes, 4 de agosto de 2025

TOI DE VACASIONE

Como alguno de los míticos cromos de Bollycao decían: "TOI DE VACASIONE".

Ha llegado ese momento del año en el que toca desconectar un poco, cerrar el portátil, dejar el reloj a un lado y cambiar el teclado por unas chanclas.

Me marcho unas semanas a recargar pilas y recuperar el modo lento, como hacíamos en los veranos de antes: sin prisa, sin Wi-Fi, sin móvil y con ganas de no hacer nada… desconectar, parar y dejar que los días pasen sin reloj.

Gracias por seguir ahí, por leer, comentar o simplemente pasar de vez en cuando. A la vuelta, más nostalgia, más historias y, quién sabe, quizás más Tois, jejejejeje.

Nos vemos a la vuelta. Hasta entonces...

¡TOI OFF, PERO TOI BIEN 

sábado, 2 de agosto de 2025

EL BAÚL AZUL DE LA ABUELA

Recuerdo cuando creé por primera vez un grupo nostálgico de recuerdos en Facebook. Fue un 16 de mayo de 2010… ¡Ufffff! 15 años ya. Cómo pasa el tiempo. Al principio era solo eso: un grupo. Luego lo convertí en página, y siempre mantuvo el mismo nombre. El mismo que hoy lleva nuestro blog. Aunque, siendo sincero, dudé bastante, antes de decidir cómo llamarlo. Tenía varios nombres en mente, pero especialmente dos.

Uno de ellos es el que ya conocéis: "Yo también lo tuve!" No necesita muchas explicaciones, ¿verdad? El nombre lo dice todo… jejejeje. El otro… mmmm, ese lo descarté. Porque claro, dices "recuerdos" y dices "baúl" y ya es algo tan visto, tan habitual… No quería caer en lo de siempre. Y si no, que se lo pregunten a Karina jejejeje.

Ahora bien… cuando me mudé a Blogger, ahí sí estuve tentado de cambiar el nombre. Estuve a punto de llamarlo "El baúl azul de la abuela", o algo por el estilo. En honor a ella, y también a un baúl muy especial. Quería darle a ese viejo baúl la importancia que se merecía. Pero al final, decidí reservar esa esencia para la sección principal del blog: "EL BAÚL DE HAL", y hacer un pequeño guiño en la foto de presentación. Sí, esa donde también salgo yo con un gran baúl.

Mmmm… nunca conté del todo por qué esa conexión tan especial con un baúl. Y no precisamente por ser "el baúl de los recuerdos", aunque también lo es. El baúl del que os hablaré es mucho más antiguo. Incluso anterior a aquella pegadiza canción de Karina y su baúl de los recuerdos. Y aunque su historia la cuento dentro de la sección de recuerdos en blanco y negro… esta vez haremos una excepción. Porque sería imperdonable no mostrarlo con su color original: ese azul que nunca se olvida, aunque este es un recuerdo que tengo como si fuera en blanco y negro, como las fotos que también guardaba.

Pero bueno… mejor seguid leyendo este artículo (o post, como prefiráis llamarlo). Lo entenderéis todo mejor. Porque hay recuerdos que no se explican, solo se sienten a medida que vas leyendo, y este, sin duda, es uno de ellos.

En el corazón de la vieja casa del pueblo, escondido entre las sombras del cuarto oscuro (le llamábamos así porque era el único de la casa que no tenía ventanas), descansaba el baúl azul de la abuela. Un mueble grande, desgastado por los años, pero firme como los recuerdos que guardaba la madre (así llamábamos todos con cariño a mi abuela), como también explico en este otro entrañable artículo que os recomiendo: "EL DELANTAL DE LA ABUELA" 

Aquel baúl azul lo había llevado consigo la madre desde el día de su boda. Y aunque la casa había cambiado, el baúl seguía en el mismo lugar: entre las dos camas individuales, pegado a la pared, como un guardián silencioso de su historia en el viejo cuarto oscuro.

Nadie sabía exactamente qué había dentro, pero todos en la familia respetaban su misterio. A veces, los nietos más curiosos se quedaban mirándolo, imaginando tesoros escondidos. Pero solo la madre tenía la llave, y solo ella decidía cuándo abrirlo.

Yo era uno de esos nietos que se quedaba mirando el baúl azul en el cuarto oscuro, preguntándome qué secretos escondía entre sus vetas gastadas y su cerradura oxidada. Me fascinaba pensar en lo que podía haber allí dentro: mapas antiguos, cartas secretas, monedas de otro tiempo, cualquier cosa relacionada con un tesoro.

Una tarde lluviosa de verano, cuando el aire olía a tierra mojada y las gotas repiqueteaban en el tejado, la madre me llamó a mí, su nieto más pequeño, el último que se meó en su falda, como muchas veces solía decir ella, cuando le echaban en cara —por culpa de pequeños celos de otros familiares— que me tenía muy mimado (y que también leeréis en el enlace que os pasé anteriormente) jejejeje.

—Ven, mi vida —me dijo con una sonrisa suave, sacando la llave que siempre llevaba colgada del cuello—. Hoy quiero mostrarte algo.

Y entonces introdujo la llave, le dio media vuelta y, con delicadeza, abrió el baúl. Un aroma a lavanda, a madera vieja y a tiempo detenido flotó en el aire. No era un simple mueble: era una cápsula del alma, un rincón donde el pasado no se había ido del todo.

Cartas amarillentas atadas con cintas, fotos descoloridas de jóvenes que ya no estaban, el reloj de bolsillo del abuelo, un pequeño joyero de madera con un collar de perlas, puede que algún anillo y pendientes... También el baúl alojaba alguna cartilla bancaria donde tenia los ahorros de toda una vida, las escrituras de la casa dobladas con cuidado, un billete de barco de cuando mi abuelo estuvo trabajando en la Argentina, o aquella corcha de ganchillo hecha a mano, algo de ropa que guardaba con cariño especial, entre otras muchas cosas...

Hasta un botón de nácar que se desprendió del vestido de su madre el día de su entierro, o las gafas rotas de la bisabuela Carmen... Ella murió antes de que yo naciera, a la longeva edad de 109 años. Todos mis hermanos, bastante más mayores que yo, la conocieron. Yo, por desgracia, no tuve ese privilegio: aún no había nacido.

—¿Por qué guarda esto, madre? —le pregunté una vez, sosteniendo unas monedas extranjeras que estaban dentro del baúl y que ya no valían para nada.

Ella me miró con cariño, con aquellos ojos brillantes que tenía y que parecían saberlo todo.

—Porque el tiempo ya se lleva muchas cosas. Por eso guardo lo que fue y lo que sigue siendo importante para mí, hijo. No importa los años que pasen. Son cosas que me hicieron feliz, que me recuerdan quién soy. No las tiro... aunque duelan, aunque ya no sirvan.

Cada objeto tenía su historia, y cada historia, su emoción. Algunas las contaba con una sonrisa melancólica; otras, con un suspiro que parecía venir desde muy lejos, desde lo más profundo de su corazón. Me hablaba de su infancia en tiempos duros, de los bailes en el pueblo cuando era joven, de los partos sin médico en casa y sin hospitales, del pan amasado con sus propias manos, del triste silencio de la guerra, de la partida de los hijos y, más tarde, del bullicio de los nietos corriendo por la casa. Ahí estaba yo, el último nieto que se meó en su falda, jejejejeje.

El baúl olía a memoria. A veces, cuando la casa dormía y todo era quietud, me acercaba en silencio y apoyaba la oreja contra la tapa, como si los objetos susurraran. No sé si era mi imaginación o el eco de las historias que ella me había contado, pero creía oírlos: los pasos del abuelo bajando del barco llegado de la Argentina, la risa joven de ella al estrenar su vestido de boda, el tic-tac del reloj de bolsillo del abuelo, el crujir de la madera al cerrar la tapa una y otra vez, como un latido.

Esa noche, mientras el cuarto oscuro se llenaba de sombras, entendí que el verdadero tesoro no eran las joyas ni los papeles, sino las historias que vivían dentro de aquel baúl azul. Y supe que, cuando llegara el momento, yo también tendría cosas valiosas que guardar en un baúl. No por su valor material, sino porque estaban hechas de amor, de despedidas, de días que no volverán pero que no deben olvidarse.

Con el tiempo, aprendí que todos tenemos nuestro propio baúl azul. Puede que no tenga cerradura ni madera vieja; puede que, en estos días que corren, sea real o bien virtual. Pero lo que tengo muy claro es que todos lo llevamos dentro. Está hecho de olores que nos devuelven a la infancia, de frases que alguien nos dijo una sola vez y se nos quedaron tatuadas, de fotos borrosas en blanco y negro que solo nosotros entendemos, de voces que ya no suenan fuera pero que siguen susurrando por dentro.

La madre se fue en un mes de agosto, pero de hace ya 35 años. A veces me sorprendo pensando cómo sería mi vida si pudiera llamarla ahora, si pudiera sentarme a su lado en otra tarde de lluvia de verano, si pudiera escuchar otra de sus entrañables historias. Solo una más. Pero la vida no concede esas repeticiones. Por eso escribo esto: para que el recuerdo no se apague.

Porque, al final, el baúl azul no era solo un lugar para guardar tesoros. Era un refugio para todo aquello que el mundo olvida, pero el corazón no.

Y yo, el niño que una vez fui, sigue añadiendo pedacitos de recuerdos a el baúl, a "EL BAÚL DE HAL", y los comparto con vosotros para que no se pierdan en el olvido, para que sigan viviendo en la memoria y provoquen una sonrisa, una lágrima o un suspiro. Todo eso es posible gracias a la lección de vida que me dio aquel día mi abuela, la madre Dolores: lo que se ama, o lo que te hizo feliz, se guarda y jamás se olvida. Y si puedes compartir esa felicidad, hazlo, como ella hizo aquella tarde de lluvia conmigo.

Algunos recuerdos no merecen olvidarse, y este que recuerdo y comparto hoy con vosotros es uno de ellos.


sábado, 26 de julio de 2025

EL MACHETE DE SANDOKÁN, UNA PALA EXCAVADORA KARPAN, SANTA RITA Y EL DIABLO CON UNA CUERDA

Queridos amigos: sé que el título de esta historia suena a un batiburrillo imposible, como sacado de una novela de aventuras un poco loca. Seguramente os preguntaréis qué tienen en común la espada de Sandokán, una pala excavadora Karpan, Santa Rita y el mismísimo diablo.

Pues bien, os adelanto que, en mi historia, están más unidos de lo que uno podría imaginar.

Esto me ocurrió un verano, a mediados de los años 70's. Es una anécdota divertida de mi niñez, de esas que suelo contaros al más puro estilo del Abuelo Cebolleta. Una de esas historias de cuando el mundo era más sencillo y las batallas se libraban con espadas de plástico… y muchísima imaginación.

Todo comenzó durante aquellas vacaciones de verano. Recuerdo que, por esas fechas, me regalaron una de esas codiciadas espadas de Sandokán, aquellas que se vendían como churros cuando la serie del Tigre de Mompracem arrasaba en la tele. ¡Qué maravilla! Imponente, brillante, una joya de plástico que para mí valía más que el oro. A los pocos días, nos fuimos al pueblo de vacaciones. Ni bien tocó el coche el suelo de tierra, antes de abrir una sola maleta, ya estaba yo armado hasta los dientes: la espada de Sandokán en un lado del cinto y un cuchillo vikingo en el otro (sí, el de los cuernitos en el casco de la empuñadura, todo un clásico).

Salí corriendo al encuentro de mis camaradas. Nos abrazamos con alegría; ya hacía un año que no nos veíamos, aunque uno de ellos en particular (pongámosle "Alberto") parecía sonreír con cierta reserva… Me miraron, con mis dos armas cruzadas en el cinturón al más puro estilo western, y uno tras otro salieron disparados a buscar las suyas. Todos, menos Alberto, que, con cara de lástima fingida, me soltó:

—Tú tienes dos… dame una.

(Ay, esa palabra "dame", tan pequeña y a la vez tan peligrosa y que, según cómo se interprete, se puede tergiversar, especialmente si la pronuncia un niño con muy mala leche, interpretándola como le dé la gana. Sin pensarlo demasiado, le entregué el cuchillo vikingo. Claro que eso no fue suficiente para él).

Alberto, con descaro, respondió:

—Podrías darme la grande…

Yo, que no quería problemas ni empezar las vacaciones con mal pie, accedí: "Se la dejaré un rato", pensé.

—Ten, Alberto, te doy la grande…

Así que le di la espada de Sandokán. La emoción fue máxima: corríamos, saltábamos, librábamos batallas imaginarias como verdaderos corsarios.

Pero, al cabo de un rato, Alberto desapareció. Cuando volvió, traía mi espada hecha un acordeón y en tres pedazos.

— ¡¿Pero qué has hecho?! —le grité, aguantándome las lágrimas de rabia en los ojos.

—Bah, es una porquería. No aguanta nada…

(Años después supe que se había enzarzado a espadazos con un poste de la luz hasta que el pobre machete no pudo más).

— ¡Me la vas a pagar! —le dije.

—De eso nada. Además, tú dijiste que me la dabas. (Esa palabra de nuevo, que según cómo la interpretes…). Y ya sabes… Santa Rita, Rita, lo que se da no se quita. Y si se quita, el diablo echa la guita. (La guita, para quien no lo sepa, es una cuerda de esparto. En mi tierra, ese dicho significa que el demonio te lanza la cuerda para atraparte si rompes una promesa).

Era mi primer día de vacaciones, no quería broncas, así que me callé. Pero le advertí:

—Antes de que acaben las vacaciones, esto, de una manera u otra, lo solucionaremos tú y yo.

Aquel día me tragué el orgullo… y, por qué no decirlo, también unas lagrimitas por la pérdida de tan magnífico tesoro.

Los días pasaron y la relación con Alberto fue… digamos, cordial, aunque tensa. Yo no olvidaba, y él era un celoso.

Hacia el final del verano, en casa de mi abuela estaban los paletas haciendo una pequeña obra en el patio, y había una gran montaña de tierra para el trabajo que estaban realizando. mmmm… se me ocurrió una idea y les dije a mis amigos:

— ¿Y si esta tarde jugamos con camiones y excavadoras en mi patio y os invito a merendar? Falta poco para terminar las vacaciones y así ya hacemos una buena despedida.

Todos encantados, incluido el "amigo" Alberto. Cada uno trajo sus vehículos. Yo, pobre de mí, jejejejeje, no tenía ninguno de esos, así que me acerqué a Alberto, con suavidad calculada, y sutilmente le dije:

—Tú has traído dos: un camión volquete (por cierto, un camión que necesitaba jubilación, ya que estaba bastante cascado) y una pala excavadora (pala nueva de la casa Karpan, recién comprada). Y bueno, como estamos en mi casa… ¿me dejas uno, no?

Él captó la indirecta. Supongo que pensó que si no me dejaba uno, no jugaba más y se quedaba sin el pedazo de merendola que preparó mi madre. Accedió, ofreciéndome el viejo camión.

—No, hombre —le dije con una sonrisita muy amigable, de oreja a oreja—. Dame mejor la pala, así puedo cargar tu camión con la grava. (Otra vez el "dame", pero esta vez salía de mi boca).

A Alberto le gustó la idea. Se sintió importante como transportista, y me cedió aquella joya recién adquirida en el estanco-kiosco del Sr. Andrés.

—Toma, te la doy.

Ay, amigo… las cartas estaban echadas, caíste en mi trampa...

Jugamos durante un buen rato. Todo en paz, hasta que llegó la hora de recoger. Alberto se acercó, señalando la pala que yo aún sujetaba fuertemente en mi mano:

—Dámela, que me voy.

—Te la daré cuando me pagues mi machete —le solté, seco.

Y claro, vinieron los forcejeos, algún empujón, quizás un tirón de pelo o algún gancho de izquierda o un buen derechazo. (Mi hermano mayor, en aquellos años, hacía boxeo y me enseñó a dar algún que otro manporro bien dado, jejejejeje). Al final, Alberto se marchó solo con su viejo camión, un ojo algo hinchado y sin su preciada pala Karpan, ya que se quedó conmigo en casa.

Al día siguiente, Alberto y yo nos cruzamos y, con tono chulesco, me soltó:

— ¡Ya me la puedes estar devolviendo o te vas a acordar de mí!

Y quizá se la habría devuelto, de no ser por aquella actitud tan prepotente de Alberto. Así que le sonreí con toda la malicia que podía tener un niño de ocho o nueve años y le respondí:

—Recuerda, Albertito… Santa Rita, Rita, lo que se da no se quita. Y si se quita… el diablo echa la guita, jajajajaja.

Realmente la venganza se sirve en plato frío, y qué gusto que da, sobre todo si es en un caluroso día de verano. Lo curioso es que, desde aquel día, Alberto nunca más intentó nada contra mí. Quizá temía mi gancho de izquierda… o puede que temiera al diablo con su cuerda, mmmm… quién sabe, jejejejeje.

Así fue como conseguí mi primer vehículo pesado de la zaragozana casa Karpan. Después vinieron otros: el butanero, el volquete, los bomberos, la hormigonera… pero esos, afortunadamente, llegaron por la vía pacífica: fueron regalos, mmmm… Y también llegaron muchas más espadas y cuchillos molones de todas clases y colores, pero siempre recordaré aquel machete y el disgusto que pillé, aunque conseguí que Santa Rita no se enfadara ni que el diablo echara la guita para cogerme, jajajajaja.








sábado, 19 de julio de 2025

IN MEMORIAM ASTRID FENOLLAR, CANTANTE E INTEGRANTE DEL GRUPO REGALIZ

A principios de esta semana, el lunes para ser exactos, leí una noticia que me entristeció profundamente: Fallece a los 55 años Astrid Fenollar, integrante del grupo musical infantil "Regaliz". (Quiero aprovechar para hacer llegar mi más sentido pésame a su familia)

No me afectó por ser fan del grupo. Para ser sincero, los grupos infantiles no eran lo mío, y eso que más o menos éramos de las mismas edades, pero yo estaba más influenciado por las músicas que escuchaban mis hermanos mayores. Y eso que, en mi época, abundaban los grupos infantiles. Teníamos a Parchís, a Enrique y Ana, a Botones, a Regaliz... pero yo no era muy de seguir ese tipo de música. Sin embargo, esta noticia me tocó por otro lado, por recuerdos más personales. Porque a Astrid, en cierto modo, la conocí antes de que fuera Astrid, la del grupo musical "Regaliz".

Verás, éramos vecinos en Barcelona. Yo vivía en la calle Gerona con Rosellón, y ella justo al revés: Rosellón con Gerona. El destino ya nos cruzaba solo con cambiar el orden de las esquinas. En más de una ocasión coincidimos por el barrio, o incluso dentro de su edificio. ¿La razón? Íbamos, mi hermano y yo, a visitar a una amiga llamada Jaimina, que vivía allí y cuya familia eran porteros del inmueble.

Y aquí viene una anécdota que nunca olvidaré. Aunque no lo cuento en el artículo donde sale nuestra amiga Jaimina, y que te lo dejo enlazado "AQUÍ" por si quieres echarte unas risas, Jaimina tenía una "cruz" en su vida: el dálmata de Astrid. Un perro precioso, sí, pero algo "guárrete" con el tema de los esfínteres. Según Jaimina, el can le tenía manía y una extraña fijación por dejarle "regalitos" justo en la entrada del edificio. Y claro, ella salía, fregona en mano, bufando como un toro de Miura en San Fermín. ¡Qué cabreos pillaba nuestra amiga Jaimina! A nosotros, por supuesto, nos daban ataques de risa cada vez que la oíamos soltar alguna maldición por culpa del perro. Entre gruñidos y bromas, esas escenas se nos quedaron grabadas.

Astrid y yo no pasamos de cruzarnos miradas, quizás un tímido "hola" o "adiós" y poco más (qué le íbamos a hacer, los dos éramos Libra y, en ciertos aspectos, decían que tendíamos a ser algo tímidos). Pero en aquellos años, cuando eres niño o adolescente, esos pequeños encuentros con alguien del barrio ya tenían su magia, y más aún si la chica en cuestión te hacía tilín.

Y resulta que no solo compartíamos acera, colmado o barrio; también compartíamos entorno escolar. Nuestros colegios eran vecinos. El mío era la Escuela Parroquial Purísima Concepción (mixto), en la calle Aragón con Lauria. El suyo estaba a una calle de distancia, en Bruc con Aragón, y se llamaba, si la memoria no me falla, Escuela Purísima Concepción (casi el mismo nombre, por no decir igual), este que menciono exclusivamente para niñas. Los dos colegios tenían los mismos propietarios, y estaban tan cerca que, si lanzabas un balón desde uno, igual acababa en el patio del otro (aunque luego viniera el castigo, claro), jajajajaja.

Y hablando de castigos, ¿cómo olvidarme de aquellas tardes en que las chicas del colegio de Astrid tenían clase de gimnasia? Sí, sí, teníamos información de primera mano. Las hermanas de un compañero, benditas informadoras, nos pasaron el dato clave: qué días y a qué hora hacían gimnasia. Mi amigo nos lo contó y, claro, nosotros nos lo tomamos muy en serio... mmmm, demasiado en serio, quizá.

Lo mejor, o peor según se mire, fue enterarnos de que, en la parte trasera del colegio, justo donde el edificio lindaba con el pasaje del Mercado de la Concepción, un rincón tranquilo, casi fantasmal por las tardes ya que el mercado cerraba, había unos enormes ventanales a unos dos metros de altura. ¿Y adivináis qué? Uno de esos ventanales daba directamente al vestuario de las chicas. Lo juro, no es broma. Y claro, el resto os lo podéis imaginar.

Dos metros no son nada si tienes doce o trece años, una imaginación hiperactiva y muy pocas luces, acompañado de una buena agilidad juvenil. ¡Qué cosas llegamos a ver! Aunque eso mejor me lo guardo; soy un caballero, y eso queda para mí.

Lo cierto es que la aventura duró poco: nos pillaron. Las chicas comenzaron a gritar: "¡HAY CHICOS EMPARRADOS EN LAS VENTANAS!", algunas entre risas, otras no tanto, y entre las que reían estaba Astrid. ¡Qué momentos! ¡Qué bronca nos habría caído si alguien nos hubiera delatado! Pero no, tuvieron piedad. La mayoría ya nos conocían a los tres o cuatro voyeur de las ventanas, y aun así nos perdonaron. Uffffff, la que nos hubiera caído... seguro que un castigo ejemplar, y merecido, claro.

Nos conocían porque muchas de ellas se pasaban algunas tardes por la plazoleta de nuestra escuela. Lo malo es que no venían por nosotros. No. Ellas venían a ver a los chicos de octavo, los mayores, los que se quedaban en las esquinas fumando algún furtivo cigarrillo para hacerse los interesantes. Y funcionaba, porque ellas caían rendidas ante esa pose de chico duro.

Nosotros, algo más pequeños, apenas si existíamos. Pasábamos entre las chicas como sombras invisibles, sin pena ni gloria. Y entre ellas estaba Astrid, con su aire desenfadado y un estilo completamente distinto al que se le veía en la pequeña o gran pantalla, o sobre el escenario. Con aquel estilo bohemio, con sus faldas anchas y largas de gasa púrpura, un estilo muy hippie, muy diferente al de la Astrid artista, pero con la misma sonrisa picarona que la caracterizaba.

Fue en aquella época, precisamente, cuando me enteré de que Astrid formaba parte de un grupo musical infantil llamado Regaliz. Lo comentaban los mayores, los de octavo, como quien habla de una celebridad del barrio. Y sí, lo era, y yo sin saberlo.

Recuerdo que esta misma anécdota sobre los vestuarios la compartí hace años en un blog fantástico, ya desaparecido, llamado La Coctelera, ¿Qué fue de...?. Lo más increíble de todo es que la auténtica Astrid también dejó un comentario en aquella publicación. Sí, ella misma respondió a varios mensajes, que no fueron pocos, incluido el mío, donde contaba aquella pequeña travesura. Fue un momento lleno de risas y emoción que guardo con mucho cariño en la memoria.

Recientemente me he puesto en contacto con Álex Medina, administrador de aquel blog inolvidable. No tengo del todo claro si la sección de La Coctelera cerró definitivamente, si fue por una limpieza de contenido o por algún problema técnico en el blog, pero lo cierto es que aquellos mensajes, incluidos los comentarios de aquella entrada mítica, desaparecieron. No sé si será posible recuperarlos algún día, pero aun así quiero aprovechar para recomendar el blog al que Álex dio continuidad tras aquella etapa.

Parte de la información sobre Regaliz, así como algunas de las imágenes que vais a ver a continuación, provienen precisamente de ese nuevo espacio que él mantiene con tanto cariño.

Gracias, Álex, por seguir cuidando la memoria de una época que fue, y sigue siendo, tan especial para muchos de nosotros, y por volver a recordar a aquellos famosos de los que apenas sabemos nada. Aquí os dejo el enlace a tan fantástico blog, aunque lleva tiempo sin publicar, vale la pena que le echéis una ojeada "Qué fue de...?" 

Un saludo, compañero.


Hubo un tiempo en que la música infantil olía a vinilo, a bocata de nocilla y a tardes de coreografías frente a un televisor en blanco y negro o, con suerte, en color. Fue una época mágica, cuando los niños llevaban petos de colores y soñaban despiertos al ritmo de canciones que hablaban de monstruos, trenecitos y superhéroes. En ese mundo, entre Parchís y cuentos de fantasía, apareció Regaliz.

Nacido en Barcelona en 1980 bajo el sello discográfico Belter, el mismo detrás del fenómeno Parchís, Regaliz surgió como una apuesta fresca, divertida y llena de carisma. Formado por cuatro niños: Eva Mariol, Eduard Navarrete, Jaime Benet y Astrid Fenollar (hija de Salvador Fenollar, directivo de Belter y creador del grupo), Regaliz rápidamente se convirtió en una de las voces más queridas de la infancia española.

Astrid, con su melena rubia, sonrisa pícara y presencia magnética, brillaba con luz propia. Fue parte esencial del alma del grupo, tanto en lo musical como en lo humano. Regaliz no solo grabó discos memorables como Guillermo el travieso, Reggae Regaliz, El festival pop o Juanita Banana, sino que también se atrevió con versiones tan insólitas como irresistibles, como Can't Stop the Music de Village People o el clásico Veo, Veo de Teresa Rabal.

Su talento les llevó más allá de los escenarios. Regaliz protagonizó dos películas: La rebelión de los pájaros (1981), una historia con mensaje ecologista donde solo la música podía salvar a las aves de la contaminación, y Buenas noches, señor monstruo (1982), dirigida por Antonio Mercero. Allí, en medio de un castillo encantado y rodeados de criaturas como Drácula, Frankenstein y el Hombre Lobo, los niños de Regaliz vivieron una aventura inolvidable al ritmo de canciones como Tumba Catatumba, El show del Hombre Lobo o Bengalas de mil colores. Aquel musical disparatado quedó grabado en la memoria de toda una generación.

Entre películas y giras por España y Sudamérica, grabaron incluso un disco de villancicos. Pero, como todo cuento de infancia, la historia tuvo un final. A medida que sus integrantes crecían y la moda de los grupos infantiles se apagaba, Regaliz se disolvió en 1983. Sus miembros tomaron caminos distintos: Jaime Benet regresó a México y se dedicó a un negocio familiar; Eduard Navarrete trabaja en una empresa de transportes; Eva Mariol continuó su carrera como actriz y ha participado en películas, telefilms y cortometrajes.

Astrid, en cambio, eligió una vida más silenciosa pero profundamente valiente. Se trasladó a Menorca, donde trabajó con personas con diversidad funcional. Su voz, la misma que nos hizo cantar de niños, pasó a acompañar desde otro lugar: calmando, conectando, cuidando. En 2009 apareció brevemente en el programa de TVE Los mejores años de nuestra vida, donde recordó su paso por Regaliz como "un juego". Y es que, quizás, eso fue lo más hermoso de Astrid: que nunca dejó de jugar, ni de hacernos jugar.

El pasado 9 de julio de 2025, Astrid Fenollar falleció a los 55 años, víctima de un cáncer. Lo hizo sin ruido, con la misma discreción con la que decidió vivir tras dejar el foco mediático. La noticia se supo días después, cuando Jorge Lérida, divulgador y autor de El fabuloso mundo de la canción infantil, compartió la triste novedad. Desde entonces, miles de mensajes han inundado las redes. Porque quienes crecimos con Regaliz no solo recordamos las canciones: recordamos una época, una inocencia, una magia que solo ocurre una vez en la vida.

Astrid ya no está, pero su voz sigue flotando en el aire: en un viejo VHS en el salón de casa, en un disco olvidado en el trastero, en ese eco de Tumba Catatumba que aún resuena cuando recordamos nuestra infancia.

Y aunque el telón haya caído, su luz permanece intacta. Gracias por tanto, Astrid.

Y aunque el tiempo siga su curso y las modas cambien, hay cosas que no desaparecen. La alegría, la dulzura y la luz que regaló a tantos niños siguen intactas en el corazón de quienes crecimos con su sonrisa.

Porque hay personas que, aunque se vayan, nunca se van del todo.

Gracias por todo, Astrid. Tu recuerdo se queda con nosotros, suave como un susurro, eterno como una canción de infancia o un tímido adeu.