COPIAR O CORTAR Este primer código evita que copien los textos de tu página o blog Este segundo código evita que copien las imágenes y gif COPIAR O CORTAR Yo también lo tuve! Nostalgia y Recuerdos de los años 60 - 70 - 80 - 90's

jueves, 20 de noviembre de 2025

MONEDAS PERDIDAS, RECUERDOS ENCONTRADOS

¿Quién no se ha agachado alguna vez al ver brillar una moneda en el suelo? En los patios, en las aceras o entre las baldosas del barrio, encontrar cincuenta pesetas era como descubrir un pequeño tesoro. Y si encima era una de aquellas antiguas, con ese perfil serio y solemne, la imaginación volaba: ¿de qué época sería?, ¿Cuántas manos la habrían tocado?, ¿Cuántos Sugus podría comprar?

A veces, una simple imagen basta para despertar un recuerdo dormido. Esta escena (unas zapatillas clásicas, medio a punto de pisar la moneda para que nadie más la vea, ese gesto discreto de mirar a todos lados, y luego agacharse con rapidez para cogerla como si fuera un secreto) nos devuelve a esos momentos en los que éramos niños o niñas, y cualquier hallazgo en la calle podía convertirse en una sorpresa inesperada.

Aunque justo hoy se cumplen 50 años del fallecimiento de quien aparece en una de las caras de la moneda, este meme no pretende hablar de historia ni de política. Es una mirada inocente, la de un niño o una niña que encuentra algo brillante en el suelo y se pregunta si servirá para chuches, para canicas… o simplemente para guardarlo como un tesoro.

Aquí no hay ideologías, solo memoria compartida. Este blog es apolítico por naturaleza: nos mueve la nostalgia, el humor y los recuerdos que nos unen, no los que nos separan.

Porque, al final, todos hemos sentido esa pequeña emoción de encontrar algo que podía cambiarnos la tarde. A veces, basta una moneda perdida entre las baldosas para hacernos volver, por un instante, a la infancia.

sábado, 15 de noviembre de 2025

CHURRO, MEDIA MANGA, MANGOTERO...

El juego "Churro, media manga, mangotero..." no era solo un entretenimiento más de la calle: era casi un conjuro compartido, un ritual heredado que viajaba de voz en voz como si perteneciera a todos y a nadie. No hacía falta preparar nada: bastaba un trozo de acera, un muro cualquiera y un puñado de niños con la energía desbordada de los días de juego infinitos. En aquella mezcla de saltos, equilibrio, resistencia y adivinanza había algo inexplicable, algo que convertía cada partida en un pequeño acontecimiento que se grababa sin querer en la memoria. Y quizá por eso, más que las imágenes, lo que vuelve con los años son las palabras: frases que suenan como viejas melodías.

A veces los recuerdos de la infancia no regresan nítidos ni ordenados, sino como una voz que resuena desde algún patio olvidado. Basta pronunciar aquello de "Churro, media manga, mangotero, adivina qué tengo en el puchero de mi abuelo" para que todo despierte (el polvo dorado de la calle, la torpeza deliciosa de las risas, el eco de las zapatillas pisoteando el suelo y ese segundo suspendido justo antes del salto, mitad vértigo, mitad superación).

El juego empezaba siempre igual: dos equipos, una pared que hacía de frontera y un grupo que se transformaba en una barrera humana. El primer niño se plantaba firme, de espaldas a la pared, con los dedos entrelazados; el segundo se encorvaba hasta apoyar la frente en el primer niño, al que llamábamos "la madre" (el único que permanecía erguido para sostener la estructura). Detrás, el resto se alineaba, encorvados también, metiendo la cabeza entre las piernas del compañero anterior y apretando fuerte las piernas para resistir el alud que estaba por venir. Para quienes hacían de base, el momento era una mezcla de orgullo y miedo: sabías que tus amigos iban a caer sobre ti sin piedad y solo podías esperar y confiar en que tus rodillas aguantaran el impacto.

Al otro equipo le tocaba el salto. Corrían uno a uno y se lanzaban con todo el cuerpo, en culazos secos, en saltos acompañados de risas nerviosas. Cuando lograban acomodarse sin desmontar la fila, estallaban las carcajadas; cuando no, el caos era inevitable (gritos, reproches juguetones y ese barullo que solo tenían los juegos de antes).

Cuando todos los saltadores completaban su misión, llegaba el momento más esperado. La madre pronunciaba la frase ritual con una solemnidad que a veces parecía teatro:

"Churro, media manga, mangotero, adivina qué tengo en el puchero de mi abuelo".

En algunos barrios la cantinela cambiaba ligeramente (se colaba algún verso nuevo, se perdía otro, se inventaba un final inesperado), pero había algo casi sagrado que solía mantenerse intacto: la palabra "churro", ese primer golpe rítmico que abría la puerta al juego, a la adivinanza y a la risa.

Mientras tanto, como ya mencioné, uno de los niños que habían saltado (o el que hacía de madre) señalaba con disimulo: la mano sobre la otra mano si era "churro", sobre el codo si era "media manga", sobre el hombro si tocaba "mangotero". Uno de los niños que hacía de burro debía adivinar aquella pista silenciosa. Acertara o fallara, daba igual: lo que importaba era la risa contenida, el suspense diminuto, la rima absurda viajando de generación en generación sin perder nunca su encanto.

Aunque el juego solía estar dominado por los chicos, algunas niñas se unían también a la fiesta del recreo o de la salida del colegio, y la visión era siempre la misma: un torbellino de voces y cuerpos, reglas inventadas sobre la marcha, carreras, empujones y esa sensación de riesgo inocente que solo se siente cuando uno es niño.

Era un juego simple, pero poseía una magia secreta. No necesitaba más que amigos, un suelo firme y la risa lista para estallar. Por eso, aunque muchas de aquellas tardes se hayan desvanecido con los años, la frase (tu frase) sigue viva como un hilo que te lleva de regreso: al patio, al sol tibio de entonces, a la voz de tu abuelo, a las horas en las que el tiempo parecía no tener prisa.

Y aunque hoy estos juegos casi hayan desaparecido de las calles, sustituidos por otros mundos más silenciosos, aún sobreviven como símbolos de una época en la que jugar era inventar, improvisar y compartir. Un recuerdo vivo que sigue latiendo en quienes un día saltaron, sostuvieron, adivinaron y rieron en aquella liturgia de barrio.


sábado, 8 de noviembre de 2025

LAS ESPADAS DE AGAVE

Desde el principio de los tiempos, el ser humano ha sabido mirar a la naturaleza con ojos curiosos y agradecidos. De sus manos y de lo que la tierra le ofrecía nacieron los primeros objetos artesanales: sencillos, pero llenos de ingenio y alma. Con piedras, ramas, barro o fibras, el hombre no solo creó herramientas para vivir, sino también juguetes, instrumentos y formas de entretenimiento que reflejaban su deseo innato de imaginar, de soñar y de dar vida a lo que lo rodeaba. En cada pieza hecha a mano late un pedacito de esa historia antigua: la unión eterna entre la creatividad humana y la generosidad de la naturaleza.

Esa unión sigue viva en los rincones de mi memoria, donde la naturaleza era maestra y aliada, y el juego nacía de lo que el campo ofrecía sin pedir nada a cambio. Mi recuerdo de hoy toma forma viéndome bajo el sol seco almeriense, con una rama de agave en la mano: la madera del desierto. Esa planta, por llamarla de algún modo, tiene un valor sentimental profundo para los almerienses, que la consideramos un símbolo de la provincia.

En tierras como Níjar, Sorbas, Los Vélez, Tabernas, Cabo de Gata o mi pueblo, Cantoría, por nombrar algunos lugares… la pita, zabilas o zabilones (como la llamamos allí) fue durante mucho tiempo una riqueza discreta pero esencial. De sus hojas nacía una fibra blanca, fuerte y flexible, con la que se hacían cuerdas, redes, alpargatas y hasta tapices. Era un trabajo duro y paciente: cortar, raspar, lavar, secar al sol y peinar la fibra hasta que quedaba como un hilo de oro mate. Aquello daba sustento a muchas familias y llenaba los patios de olor a campo y a trabajo bien hecho.

Pero para nosotros, los niños del pueblo, el agave tenía otra vida. De aquella planta que los mayores veían como recurso, nosotros veíamos aventuras. Los largos troncos secos, llamados quiotes y sus ramas eran nuestro tesoro: huecos, resistentes y ligeros, se prestaban para cualquier invento. Bastaba encontrarlos medio tirados y secos en el borde del camino, y ya se encendía la imaginación.

Recuerdo la emoción de dar con la rama perfecta: si era larga, se convertía en espada; si corta, en puñal. Las bifurcaciones del extremo parecían hechas a propósito para servir de empuñadura. Bastaba con quitarles las semillas, recortar los sobrantes y, con un par de cortes mal hechos pero orgullosos, teníamos una espada lista para la batalla.

El taller podía ser cualquier rincón del pueblo: la puerta de la iglesia, el muro junto al camino de tierra, la sombra de un almendro, el Peñón del Fraile o la era del tío Colorín. Nos sentábamos en corro, navajita en mano, lanzando bromas, contando chistes y retando al de al lado a ver quién afilaba mejor la punta o conseguía la empuñadura más cómoda. A veces alguien traía una cuerda vieja y la enrollábamos en la parte superior para que hiciera de mango; otras, lijábamos con una piedra hasta que el tacto quedaba más suave. El ruido era sencillo: risas, chasquidos de madera y el leve crujir del quiote al doblarse.

Y no solo hacíamos espadas. Con el quiote también salían caballitos de pita, que montábamos galopando por la era, trompetas que sonaban a todo pulmón (o al menos eso creíamos), bastones de pastor o varas mágicas para dirigir ejércitos imaginarios. A falta de juguetes comprados, la tierra nos daba los mejores: gratis, resistentes y con alma.

Las espadas, sin embargo, eran nuestras favoritas. No eran simples palos; tenían su propio código. Se medían, se prestaban con honor y se cuidaban como si tuvieran nombre, al estilo del Cid y su Tizona. Con ellas fingíamos ser caballeros defendiendo el cortijo, marineros atacados por piratas o aldeanos que luchaban contra dragones invisibles.

Algunas batallas acababan en tregua; otras, en persecuciones por las callejuelas, entre las blancas casas, con alguna madre llamando desde el umbral para que volviéramos al caer la tarde. Regresábamos a casa con las manos llenas de polvo y el pelo oliendo a campo, felices como solo lo son los niños que han pasado el día construyendo su propio mundo.

Más allá del juego, esas ramas nos unían al entorno. Aprendimos a respetar lo que el campo ofrecía y a aprovecharlo todo. Nada se tiraba si podía servir, y nuestras espadas de pita eran la versión infantil de esa sabiduría antigua, de esa creatividad práctica capaz de convertir lo común en extraordinario.

Con los años, las cosas cambiaron: llegaron otros materiales, menos tiempo libre y calles llenas de coches. Pero cada vez que vuelvo a mi pueblo, por Cantoría, y veo esas zabilas florecidas y su largo tronco quiote, mi memoria me lleva de nuevo a aquellas tardes de sol, corriendo por los cerros pelados o el río seco. Pienso en esas manos pequeñas que aprendieron a transformar una rama en una espada, en caballitos, en trompetas, en sueños.

Si hoy alguien me preguntara por qué nos marcaron tanto aquellas espadas, diría que no fue por su filo, siempre romo, sino por lo que nos ayudaban a crear: historias, códigos, amistades. Y por el hecho simple y poderoso de que, para jugar, solo necesitábamos una rama de agave, un poco de ingenio, imaginación y el pueblo entero como escenario.

Ya para cerrar este recuerdo, os dejo unas imágenes de un par de espadas de agave que hice hace algún tiempo, durante unas vacaciones en mi pueblo. No pude resistirme: junto a la carretera encontré un tronco caído de pita y, sin pensarlo mucho, paré el coche para recoger un par de buenas ramas. Al tallarlas, me sentí otra vez aquel niño que jugaba en la era, convencido de que una simple rama podía ser el arma más poderosa del mundo. 






viernes, 31 de octubre de 2025

EL CUADRILÁTERO OSCURO DE TARRASA: UNA RUTA ENTRE LA LUZ Y LA SOMBRA

Antes de comenzar nuestro relato especial "Castaween 2025", dejad que os muestre un pequeño truco de ¡MAGIA POTAGIA!. ¿Dónde está la carta, a la izquierda o a la derecha?

Eso era lo que me decía mi padre con aquel juego que él mismo me fabricó, el mismo que hoy he rescatado de "EL BAÚL DE HAL" y que he fotografiado. Lo conservo con un cariño enorme, desde hace casi 50 años.

El juego de las tablillas mágicas, también llamado cartera mágica o billetera de cintas, consiste en dos tablillas unidas por cintas entrecruzadas. Se abren como un libro, pero con la particularidad de poder hacerlo por el lado izquierdo o el derecho, según te convenga. Al abrirlo por un lado, las cintas sostienen un objeto, como una carta; al abrirlo por el otro, las cintas cambian de posición y el objeto parece moverse o cambiar de lugar por arte de magia. Todo se basa en la mecánica de las cintas y la ilusión óptica; no hay truco oculto. Se utiliza como juguete, truco de magia o cartera decorativa, y para los ojos de un niño, todo ocurre como por arte de magia.

Quizá os preguntéis: ¿qué tiene que ver un inocente y nostálgico juego artesanal con un relato cargado de tétrico misterio, como ya es tradición en estas fechas? Esta historia está dividida en cuatro partes; cada parte tiene su lugar misterioso, pero, de una forma u otra, todas se entrelazan. Trozos de ellas yo las relato en primera persona porque, en algún momento de mi niñez, anduve por esos lugares, lugares marcados por tragedias, y hace apenas cuatro o cinco meses volví a pasear por ellos después de casi 50 años, preparando este artículo.

Los sucesos que voy a relatar podrían haber inspirado al maestro Poe o a nuestro Narciso Ibáñez Serrador en Historias para no dormir. Lo que sí es cierto es que los hechos de la primera parte que vais a leer fueron llevados al cine en 2003 por el director Óscar Aibar, con la pelicula titulada "platillos volantes"

¿Sientes la curiosidad? Entonces acompáñame y descubre lo que ocurrió.

Para empezar este artículo especial de "Castaween", me tengo que remontar algunos años atrás en el tiempo. Nos situamos en uno de aquellos domingos de mediados de los 70's, en la estación de Renfe de Arco de Triunfo (Barcelona), en uno de esos domingos en que íbamos a visitar a mis tíos y primos de Tarrasa. Me veo muy contento, fijo que sería un día muy completo y divertido para mí, jugando con mis primos y, de postre, llevábamos un buenísimo pastelito envuelto con un bonito papel y anudado con unas cintas verdes, mmmm… más adelante entenderéis el porqué os menciono el detalle del pastel, o más bien lo de la envoltura y el anudado con cintas verdes.

Recuerdo que solíamos bajar una parada antes de Tarrasa Estación, en el apeadero de "Torrebonica" (quedaos con este nombre, tiene mucho que ver con nuestra historia). Nos bajábamos allí porque la casa de mis tíos estaba tan solo a 15 minutos andando desde aquel pequeñísimo apeadero dirección al barrio de Las Arenas o al de San Cristóbal. En cambio, si nos apeábamos en Tarrasa centro, entre esperar el bus en un día festivo y el recorrido hasta la casa de mis tíos, se nos iba casi una hora más de trayecto.

El recorrido desde Torrebonica hasta la casa de mis tíos era bonito y entretenido. Nada más bajar del tren, te encontrabas con aquel pequeño apeadero rodeado de árboles, vegetación, cañas y montañas, alejado del núcleo urbano. Era un lugar solitario pero precioso, idóneo para hacer un tranquilo picnic, aunque hubo gente que aprovechó la soledad y la tranquilidad de aquel lugar para otras necesidades que pronto sabréis.

Aquel domingo, como otros tantos, bajamos del tren y mis padres se quedaron observando el letrero de la estación, o mejor dicho, lo que quedaba de él, ya que alguien se lió a pedradas y lo hizo pedazos. Les pregunté a mis padres, con la curiosidad de un niño de 7 u 8 años, qué había ocurrido.

Ellos le quitaron importancia, no querían hablar del tema, aunque hoy en día pienso que el letrero pudo estar roto por varios motivos y no necesariamente por vandalismo. Quizás por rabia, impotencia o simplemente para que al anochecer la única luz que iluminara aquel apeadero fuera la de la luna o la de un tren al atravesar por esas vías.

Mi padre se agachó y cogió unos trozos de aquel plástico blanco lechoso del letrero de Torrebonica y me dijo: "Después te haré un juguete con esto. Ahora vámonos para casa de los titos." Hasta ahí, todo bien y normal, aparte de lo del cartel.

Fueron muchos los domingos que hicimos aquel trayecto. Recuerdo incluso que, en un par de ocasiones, hicimos picnic toda la familia por aquellos tranquilos bosques, muy cerca del sanatorio de Can Viver, del cual también hablaremos más adelante.

Después de muchos años y algunas casualidades de la vida, como una noche concreta, a una determinada hora, mover el dial de una radio y pararte en un programa de misterio, de repente escuchas una macabra historia, y como epicentro de todo ello, un pequeño apeadero. ¿Adivináis cómo se llamaba esa estación? Sí, lo acertasteis, se llamaba y se llama Torrebonica.

Ufffffff, se me ponen los pelillos de punta al escribir este artículo y recordar aquellos paseos desde Torrebonica a Tarrasa (concretamente al Barrio de las Arenas o de San Cristóbal, como ya os mencioné), caminando con mis padres junto a la vía del tren, haciendo puntería tirando piedras a los árboles, cogiendo mariposas y saltamontes, y si tenía suerte, alguna lagartija para enseñársela a mis primos, etc.

Disfrutaba mucho de aquel paseo. Solo había una cosa que me intrigaba y llamaba profundamente la atención: la mirada entre mis padres, una mirada cómplice, parecida a la que se hicieron al ver aquel cartel destrozado del apeadero. Una mirada pensativa, apesadumbrada, incluso diría que de pena y tristeza. En más de una ocasión los pillé cuchicheando entre ellos y haciéndose señales.

Pero, ¿qué ocurría? ¿Por qué mis padres tenían esa actitud, esas caras? El tiempo y el programa de misterio que os mencioné de radio me dieron la respuesta.

Mmmm… ¿Has elegido ya dónde está la carta? ¿Izquierda o derecha? O aún mejor, ¿qué te parece si dejamos cerrado el juego? No hay prisa por encontrar esa carta, ¿verdad? La carta que lleva el juego fabricado por mi padre, con trozos de plástico blanco lechoso del cartel de "Torrebonica: el viejo apeadero de la muerte". Por cierto, el juego de las tablillas mágicas me lo hizo aquel mismo domingo, después de comernos el postre. Mi padre, al más puro estilo MacGyver, empezó a recortar aquellos trozos de plástico blanco del cartel de la estación, le pidió a mi tío pegamento y con el papel del envoltorio del pastel y las cintas que anudaban el envoltorio del mismo, me fabricó aquel mágico juguete que tantas risas de asombro nos dio a pequeños y mayores y que hoy os estoy enseñando.




EL ANTIGUO APEADERO DE TORREBONICA

El antiguo apeadero de Torrebonica está a pocos kilómetros de Tarrasa. Fue construido a raíz del auge del Sanatorio de tuberculosos de Can Viver, donde bajaban pasajeros para su tratamiento o para recibir suministros.

El apeadero de Torrebonica es muy conocido dentro de la ufología y la parapsicología por un extraño suicidio ocurrido el 20 de junio de 1972, cuando dos ufólogos, Juan Turú Valles y José Félix Rodríguez Montero, supuestamente decidieron atentar contra su vida tumbándose en las vías para ser arrollados por un tren.

Esta trama oscura no se ha esclarecido del todo, ya que existen teorías alternativas al suicidio, como la posibilidad de asesinato. Se encontraron indicios que apuntaban a esa posibilidad, aunque el caso se cerró catalogándolo como suicidio.

Junto a los cuerpos se encontró una nota que decía: "LOS EXTRATERRESTRES NOS LLAMAN" y una extraña firma: "WKTS.88". Hasta la fecha, se considera un nombre en clave de los dos ufólogos. Su interpretación nunca se ha resuelto: podría referirse a coordenadas espaciales o terrestres, o las letras podrían ser iníciales de sus nombres y de la localidad Tarrasa, y el 88 simbolizar el infinito más que un número.

Recordad que el director Óscar Aibar llevó esta historia al cine con la película Platillos Volantes, mezclando ufología, política y obsesión por los OVNIs.






LA CASA DEL GUARDAGUJAS

La casa de la estación estuvo habitada por la familia del antiguo guardagujas desde los años 70's. Uno de sus hijos contó en entrevistas historias terroríficas vividas por él o su padre. Palabras textuales: "Este es un lugar de muerte, de mucha muerte." Comentó que aquel 20 de junio de 1972, cuando su padre encontró los cuerpos de los ufólogos, faltaba una de las cabezas, que apareció en la estación de Plaza Cataluña, a 30 km de Tarrasa.

También contó los numerosos suicidios que presenció en ese tramo de vía, como el de un joven que se tiró al tren ante sus propias narices después de conocer que su novia le había sido infiel con otro muchacho pocos días antes de la boda, o aquel señor que le dijo a dos chicas que esperaban el tren que se iba a fumar el último puro y, una vez terminó de saborear el tabaco, saltó a la vía para ser arrollado por el ferrocarril.

También comentó varios casos de personas ahorcadas que encontraron a escasos metros de su casa, siendo él testigo del hallazgo en más de una ocasión.

Actualmente, el apeadero no está en funcionamiento, debido a los numerosos suicidios y accidentes trágicos que ocurrieron allí. El acceso a la vía está vallado por la zona sur, donde reside la familia, aunque hoy día ya son de otra generación. Si mal no recuerdo, son nietos o sobrinos a los que tengo que darles las gracias por invitarme a pasar y poder hacer alguna foto.

Al principio, cuando me acerqué, se pusieron muy a la defensiva, diciéndome que aquel lugar ya era privado y que no querían que se hicieran fotos. Les expliqué el motivo de mi visita y del reportaje que quería hacer y, a cambio, ellos me pidieron que, por favor, dejase claro que no son okupas, que la casa de la estación pasó a ellos como herencia y por un modesto alquiler, y que dijera que están hartos de que a altas horas de la noche los despierten visitantes ufólogos y parapsicólogos sin respeto, ya que tienen niños pequeños que fácilmente se asustan, sobre todo en horas nocturnas, y que no cuesta nada pedir las cosas con educación, como hice yo.

Otros prefieren acceder por explanadas de un pequeño barranco, lo que permite que aún sucedan incidentes. Por otra parte, la mayoría de las personas que pasean por la zona y conocen las historias no suelen acercarse al apeadero, ya que sus vallas reflejan el recuerdo del calvario de decenas de suicidios y accidentes mortales.

Otros casos documentados:

1963. Joven de 25 años, indocumentado, apareció muerto junto a un árbol del sanatorio.

1965. Salvador Puig Anglada, 63 años, apareció muerto sin señales de violencia.

1967. Pedro Culell Vila, 71 años, apareció troceado junto a las vías.

1995. J.D.G., 32 años, falleció arrollado por un tren.








EL SANATORIO DE TUBERCULOSOS DE TORREBONICA O CAN VIVER

A pocos kilómetros de Tarrasa, y muy cercano al apeadero de Torrebonica, entre campos y colinas que alguna vez fueron símbolo de salud y esperanza, se alzan todavía los restos del Sanatorio de Torrebonica, también conocido como Can Viver. Hoy, su fachada reformada oculta un pasado lleno de sufrimiento, pero sus muros parecen seguir susurrando las historias de quienes allí buscaron la vida… y encontraron la muerte.

El lugar donde se levanta el sanatorio tiene raíces antiguas. La masía original data del siglo XIII, cuando formaba parte de una red de casas rurales fortificadas que protegían el territorio. En 1526, sus propietarios levantaron una torre de defensa cuadrada, símbolo de poder y refugio en tiempos convulsos. De esa torre proviene el nombre con el que el lugar ha pasado a la historia: Torrebonica, "la torre bonita".

Durante siglos, Can Viver fue una finca agrícola próspera, rodeada de campos, viñas y bosques. Nadie podía imaginar que, siglos después, sus tierras se convertirían en escenario de enfermedad, aislamiento y tragedia.

A comienzos del siglo XX, la tuberculosis azotaba Europa. Era la gran plaga blanca, la enfermedad del aire y la pobreza. En 1909, el último heredero de la familia Viver vendió las tierras al Patronat de Catalunya con un propósito noble: construir un sanatorio donde los enfermos pudieran ser tratados con aire puro, buena alimentación y reposo.

El proyecto fue ambicioso. Se edificaron nuevos pabellones, una biblioteca, una sala de actos y una iglesia modernista dedicada a la Virgen de Montserrat. El sanatorio contaba también con una colonia agrícola, donde los pacientes y cuidadores cultivaban sus propios alimentos naturales, un concepto avanzado para su tiempo.

Entre las figuras clave de esta etapa destaca el padre Benito Menni, un religioso visionario que creía firmemente en el poder de la luz para sanar el cuerpo y el alma. Fue uno de los impulsores de la helioterapia, un tratamiento basado en la exposición directa a los rayos del sol, que según las creencias médicas de la época ayudaba a purificar los pulmones y fortalecer el organismo.

Durante años, el Sanatorio de Torrebonica fue considerado un centro de referencia, un remanso de esperanza para los enfermos de tuberculosis que buscaban curarse entre las montañas y los aires limpios del Vallès.

Pero la historia de Torrebonica o Can Viver también tiene su cara más sombría. Durante la Guerra Civil Española (1936-1939), el sanatorio se convirtió en escenario de violencia y desesperación. Dos sacerdotes fueron asesinados en sus dependencias, y muchos de los enfermos, incapaces de huir, quedaron atrapados en un conflicto que no comprendían.

Se cuenta que varios pacientes de tuberculosis pulmonar fueron trasladados indebidamente al psiquiátrico de Sant Boi de Llobregat, donde las condiciones eran aún más duras. Algunos murieron allí sin tratamiento adecuado, y sus nombres se perdieron en los registros de la época.

Desde entonces, las historias sobre fenómenos extraños en Can Viver se multiplicaron. Personal sanitario y visitantes afirmaban escuchar pasos en los pasillos vacíos, rezos que parecían salir de la capilla abandonada y voces lejanas llamando por su nombre a los vivos.

Hoy, Can Viver sigue en pie, aunque reformado y parcialmente en uso. Sin embargo, muchos aseguran que bajo su apariencia tranquila se esconde un eco persistente de sufrimiento. Los investigadores del misterio lo incluyen dentro del llamado "cuadrilátero oscuro de Tarrasa", junto al Hospital del Tórax, el Llac Petit y el Apeadero de Torrebonica.

Quizás sea por su historia, por las muertes que allí se produjeron o por las oraciones interrumpidas que jamás encontraron paz. Lo cierto es que, al caer la noche, cuando el sol, ese que fue remedio y esperanza, se oculta tras las colinas, el Sanatorio de Torrebonica Can Viver vuelve a convertirse en lo que siempre fue: un lugar donde la luz y la oscuridad libran su eterna batalla.









HOSPITAL DEL TÓRAX DE TARRASA: ENTRE LA ENFERMEDAD Y EL MISTERIO

El Hospital del Tórax de Tarrasa, inaugurado en 1952, fue gestionado por el Ministerio de Salud para atender a pacientes también con tuberculosis, cáncer de pulmón y fibrosis pulmonar. Su ubicación, en el frondoso bosque de La Pineda, proporcionaba aire puro y aislamiento de la ciudad, pero esa misma lejanía provocaba que los enfermos se sintieran solos, desamparados y deprimidos.

El hospital contaba con 1.500 habitaciones, donde se separaba cuidadosamente a los pacientes según su estatus social. Sin embargo, había un lugar que todos evitaban: la novena planta, la más alta del edificio. Desde allí, muchos pacientes desesperados optaban por arrojarse al vacío hacia el jardín interior, conocido como La Jungla, debido a los espeluznantes gritos que se escuchaban entre los árboles antes del impacto final.

Durante su funcionamiento, el Hospital del Tórax tuvo la tasa de suicidios más alta de cualquier institución médica en España, lo que convirtió al lugar en un escenario cargado de energía y tragedia. Además, se registraron fenómenos paranormales: psicofonías, presencias inexplicables y relatos de antiguos trabajadores sobre almas que no encontraron la paz. Estos sucesos han atraído a aficionados a lo paranormal y lo convirtieron en un plató recurrente para películas de terror como Los sin nombre, Sesión 9, El maquinista, Ouija y La monja.

Algunas historias sobre el hospital son verdaderamente escalofriantes. Por ejemplo, se sabe que un joven fue arrestado en posesión de un feto en frasco, supuestamente obtenido del quinto piso, alimentando los rumores sobre restos humanos abandonados en el edificio durante décadas.

Recuerdo de niño, haber visitado a un familiar ingresado en el hospital. Mientras los mayores estaban en la habitación de la paciente, mis primos y yo nos aventuramos sin permiso a jugar en un jardín, al que los pacientes y el personal llamaban La Jungla. Era un espacio aparentemente inocente, pero con el tiempo entendí por qué era temido: allí habían ocurrido la mayoría de los suicidios, y los gritos y la energía del lugar se sentían incluso en el aire.

De repente, mi tía apareció muy nerviosa, gritándonos: "¡Venid aquí! No podéis estar en el jardín." No comprendíamos por qué, pensábamos que era solo por seguridad, pero muchos años después comprendí que aquel lugar estaba impregnado de tragedia y muerte, y que los adultos temían nuestra inocente curiosidad.

Aunque el hospital fue cerrado como centro sanitario en 1997, su historia y las leyendas que lo rodean permanecen. Los jardines, especialmente La Jungla, y las plantas altas siguen siendo recordadas como un punto de encuentro para aficionados a lo paranormal. Hoy el edificio se utiliza para diversos fines, incluyendo residencia y plató de cine, pero el aura de tragedia y misterio nunca se ha disipado.

El Hospital del Tórax no es solo un edificio histórico; es un testimonio de la fragilidad humana, la desesperación y la persistencia de los secretos que la muerte y el abandono dejan tras de sí. Pasear por sus pasillos, aunque solo sea en recuerdo, es sentir la delgada línea entre la vida, la muerte y lo inexplicable.









LLAC PETIT O DE CAN BUGUNYÀ: EL PANTANO DEL BOSQUE ENCANTADO

El Llac Petit, también conocido como Lago de Can Bugunyà, es un pequeño pantano rodeado de un bosque frondoso y profundo, ubicado cerca de Tarrasa. A simple vista parece un lugar tranquilo, un remanso de naturaleza, pero quienes conocen su historia saben que esconde un lado oscuro y perturbador.

Durante décadas, el lago ha sido escenario de múltiples tragedias: ahogados, desapariciones y asesinatos han marcado sus aguas. Algunos de los cuerpos nunca fueron recuperados, y los rumores dicen que las corrientes subterráneas del pantano los arrastraron a lugares desconocidos. Otros restos aparecieron flotando semanas después, envueltos o con signos de violencia, alimentando la leyenda de que el lago está "maldito".

El pantano también ha sido escenario de rituales y prácticas esotéricas, especialmente invocaciones espirituales y sesiones de meditación para contactar con el más allá. Se dice que ciertos grupos elegían el lago y su bosque para realizar rituales que buscaban atraer energías sobrenaturales, provocando fenómenos inexplicables: luces que se mueven sobre el agua, sombras que desaparecen entre los árboles y voces susurrantes que parecen surgir desde las profundidades.

Algunas personas con más sensibilidad que han visitado el lago aseguran sentir una presencia intensa y opresiva, que provoca mareos, escalofríos y sensación de ser observados. Incluso los animales evitan acercarse al pantano durante la noche, reforzando su fama de lugar maldito.

Entre las tragedias registradas se encuentran algunos casos escalofriantes:

En 1925, Antoni Balbé, de 27 años, se ahogó en el lago; según la policía, el exceso de algas y el lodo hizo imposible su rescate.

Durante la década de los 80's, un hombre apareció muerto junto a una escopeta recortada; se sospechó suicidio, pero algunos afirmaron haber visto sombras extrañas esa noche.

En 1991, una joven de 16 años fue encontrada estrangulada en un camino cercano al lago, sin señales de quién la atacó.

En 1999, un niño de 10 años desapareció mientras jugaba, y su cuerpo apareció flotando días después, envuelto en el agua como si alguien lo hubiera colocado allí.

En 2006, un hombre adulto apareció maniatado y envuelto en una lona, con piedras atadas a los pies, flotando en la superficie, despertando terror entre los lugareños.

A pesar de las tragedias, el lago también guarda recuerdos más alegres, especialmente de quienes lo visitaron en la infancia. Recuerdo de niño que, como os mencioné anteriormente, no nos dejaban estar en el patio del Hospital del Tórax. Mi tío decidió dar un paseo por las cercanías del hospital para alejarnos del jardin y evitar que diéramos guerra. Así acabamos llegando al Llac Petit (lago pequeño).

Allí nos encontramos con un viejo carro abandonado. Mi tío, con un guiño travieso, nos decía que aquel era el carro de nuestro paisano Manolo Escobar, el mismo que le habían robado mientras dormía. Estaba tan destartalado porque le habían quitado toda la decoración que relucía, creyendo los ladrones que era de oro. Nos reíamos sin parar, atrapados entre la fascinación por el pantano y las historias que nos contaba nuestro tío, engañándonos de manera encantadora, mientras los árboles y la niebla del lago hacían que todo pareciera aún más mágico y misterioso.

Estas anécdotas, mezcladas con las tragedias y los fenómenos inexplicables, han convertido al Llac Petit en un lugar de gran magnetismo paranormal. Investigadores y aficionados al misterio acuden al pantano con equipos de grabación y sensores, buscando fenómenos que desafían la explicación científica: psicofonías, cambios de temperatura repentinos y apariciones que parecen materializarse entre la niebla del amanecer.

A pesar de su historia oscura, el lago sigue siendo un lugar de belleza inquietante. Su bosque frondoso y la calma superficial del agua ocultan la historia que corre por sus profundidades, y cada visita es un recordatorio de que la naturaleza puede ser a la vez hermosa, aterradora y sorprendentemente traviesa.

El Llac Petit no es solo un pantano: es un testimonio vivo de la tragedia, el misterio y lo inexplicable, un lugar donde la línea entre la vida, la muerte y el más allá parece desdibujarse entre el follaje, las aguas oscuras y los recuerdos de quienes lo han recorrido.

¿Quién diría que bajo este entorno han yacido tantos cadáveres? 




En fin… cuatro lugares siniestros plagados de misterio, cuatro lugares cercanos entre sí, cuatro construcciones que esconden entre sus muros historias terroríficas. Cuatro rincones por los que un servidor puede decir que ha pasado y caminado. Todos ellos con un denominador común: la muerte.

Y todo bajo la atenta mirada de un gigante que se alza sobre ellos, también cargado de leyendas: la montaña de La Mola. Pero por hoy, ya está bien... Solo me queda decir que no todas las fotos son de mi autoría. Algunas fueron recopiladas de Internet, especialmente las más antiguas, así que mi agradecimiento para sus respectivos autores, cuyos nombres desconozco.


La ruta en sí encierra una gran belleza y si os faltan emociones fuertes o andáis con ganas de misterio o de vivir alguna experiencia paranormal, hacedla de noche y ya me contaréis...

Aunque si hay algo a lo que de verdad temer, es a los vivos y no a los muertos.

¡Feliz Castaween, amigos! 

sábado, 25 de octubre de 2025

MINUTOS MUSICALES: UNA SINFONÍA PARA EL MIEDO

Se acerca Halloween, o como a mí me gusta llamarle, CastaWeen, esa época del año en la que las calles se llenan de disfraces, las calabazas se iluminan y los acordes más escalofriantes vuelven a sonar en nuestras playlists. En esta edición de "Minutos Musicales" queremos rendir homenaje a esas bandas sonoras y videoclips que han hecho del miedo un arte... y de la música, un verdadero hechizo.

Desde los clásicos del cine de terror hasta los videoclips que marcaron época, este especial nos sumerge en melodías que han sabido poner los pelos de punta y hacernos disfrutar al mismo tiempo.

No hay Halloween sin "Thriller" de Michael Jackson (1983). Este icónico videoclip, dirigido por John Landis (el mismo director de Un hombre lobo americano en Londres), revolucionó la forma de entender los videos musicales. Con coreografías zombis, efectos de maquillaje de película y una narrativa digna del mejor cine de terror, "Thriller" se convirtió en el referente musical del miedo... pero con ritmo.

Y qué me dices de "Ghostbusters" de Ray Parker Jr. (1984). Imposible no tararear ese "Who you gonna call?" cuando hablamos de fantasmas y diversión. El tema principal de Los Cazafantasmas combina humor, sintetizadores ochenteros y un espíritu (literalmente) festivo que lo hace imprescindible para estas fechas. Un clásico que demuestra que el miedo también puede bailarse.

No podemos dejar fuera las piezas que definieron el terror en el cine, esas bandas sonoras inmortales: los acordes de Psicosis de Bernard Herrmann, el inquietante tema de Halloween compuesto por John Carpenter o las notas etéreas de El exorcista. Cada una, a su manera, marcó un antes y un después en la forma en que la música puede manipular nuestras emociones y crear auténtica tensión.

Halloween es la excusa perfecta para dejarse llevar por el sonido del terror. Ya sea con guitarras eléctricas, sintetizadores o una simple nota sostenida que nos pone nerviosos, la música tiene el poder de hacernos sentir dentro de una película.

Espero que esta lista musical que os traigo hoy sea terroríficamente de vuestro agrado... mmmm, y ahora, apaga la luz, sube el volumen y deja que los minutos musicales se tiñan de misterio.



Thriller

Ghostbusters



Psicosis



Halloween



El Exorcista


La Semilla del Diablo


El resplandor



Freddy Krueger



Dead Silence


Saw


La profecía



Hellraiser


Nosferatu


Poltergeist


Viernes 13


Chucky


It 


Phantasm




Tiburón


El Joven Frankenstein