Hubo una época gloriosa que cualquier exalumno de mi colegio, y también de nuestra generación, recordará entre risas y nostalgia: el gran boom de los pequeños dardos de plástico que vendían en los kioscos como baratijas de a duro. Durante un tiempo, fue uno de los juguetes preferidos por todos los niños. Las dianas para jugar con estos dardos podían ser cualquier cosa: una caja de cartón, un árbol, un corcho... y, de vez en cuando, nos llevábamos algún pinchazo que otro. Eran íntegramente de plástico, excepto la punta, que era un pequeño clavo o una aguja gordoncha. Los había de distintos modelos y colores. Hoy, los que saco de "EL BAÚL DE HAL" para enseñaros son los más recordados, buscados y valorados de aquellos años 70's y 80's.
Estos no eran los dardos elegantes y
profesionales, con contrapeso de metal y de mejor calidad, sino algo mucho más
asequible y con un material de fabricación más económico: dardos de kiosco, de
colorido plástico con punta de hierro, cuyo acceso en manos de niños parecería
hoy un atentado contra la seguridad infantil. Pero, claro, eran otros tiempos:
¡aún se confiaba en la puntería de los pequeños! y no existía la seguridad de
hoy día. Desde luego, hoy no pasarían ningún control de calidad; pero en
aquella época eran baratos y divertidos pequeños juguetes…
Aquí os dejo las fotos de mis dardos
de kiosco y una pequeña historia vivida en mi niñez. El furor comenzó de forma
tan inocente como todas las grandes ideas de la infancia. Uno de mis compañeros
de clase trajo un par de dardos que compró en el kiosco de Manuelita. Aquellos
afilados dardos eran novedad en los kioscos y, claro, desataron una ola de
envidia entre todos nosotros. En cuestión de días, casi todos teníamos nuestros
propios dardos de kiosco, aunque nos encontramos con un gran problema.
El caso es que, como suele pasar
cuando uno es niño, teníamos los dardos pero... ¡nos faltaba una diana! Pero
oye, la creatividad infantil es imparable, y alguien tuvo la brillante (o no
tan brillante) idea de dibujar una con tiza blanca en la puerta de los lavabos,
justo al lado del patio de los medianos. Y ahí empezó todo.
Aquel era territorio neutral y, en
teoría, libre (o casi libre) de supervisión adulta. Con la diana dibujada en
aquella puerta color verde pera del WC, aquello se convirtió en el epicentro de
las partidas clandestinas de cada recreo.
Cada día, armados con nuestros
pequeños dardos de plástico y la determinación de campeones en nuestras
competiciones, nos reuníamos para lanzar y apostar la gloria (y, a veces,
alguna que otra chuchería). ¡La pobre puerta! Al cabo de unas semanas, estaba
más agujereada que un colador y parecía un campo de batalla termita. Cada
marca, cada agujero, era un testimonio de las competiciones que librábamos con
tanta dedicación.
Ya sabíamos que, en toda actividad
clandestina, necesitábamos estar preparados para las visitas inesperadas de los
profesores. Y para eso teníamos siempre a un vigilante. Nos íbamos turnando en
aquella esquina estratégica, observando el pasillo con una concentración digna
de un espía profesional. Avisábamos de cualquier peligro inminente. En cuanto
se gritaba "¡PROFE A LA VISTA!", la estrategia era clara: cada uno
recogía sus dardos y corría en diferentes direcciones, como si no hubiese
pasado nada. Y, aunque aquella puerta verde del baño tenía más agujeros que un
western de Sergio Leone, nosotros insistíamos en nuestra coartada de inocencia,
apartándonos de la puerta como si nada hubiera pasado... aunque estaba tan
marcada que, sinceramente, la inocencia no colaba.
Por supuesto, los profesores sabían
perfectamente lo que hacíamos, ¡cómo no iban a saberlo! Pero nunca nos
atraparon in fraganti, lo cual solo aumentaba nuestro entusiasmo. La diana
improvisada fue ganando popularidad y se volvió el corazón de esas épicas
competiciones escolares.
Hasta que un día, todo cambió. Aquel
fue el primer día del fin de nuestras andanzas darderas.
Fue en ese momento de euforia total
cuando sucedió lo inesperado. La puerta del baño se abrió ligeramente, y por la
rendija apareció una mano agitada. Era la mano de nuestro compañero Silvio,
Silvio Rojas, al que, sin darnos cuenta, habíamos acorralado en el WC en pleno
bombardeo de dardos. Con voz débil y asustada, Silvio soltó un desesperado:
"¡Parad! ¡Parad, quiero salir!"
Hubo una breve pausa, el tipo de
silencio que solo dura un instante pero que todos recordamos como una
eternidad. Y luego… —¡Ay, qué dañooo!
Uno de los dardos se desvió y fue a
dar directamente en la diana… mmmm, perdón, quiero decir en la palma de la mano
del pobre Rojas. Ese dardo llevaba una buena trayectoria de diana, pero la mano
de Rojas lo interceptó antes de llegar a su destino. Fue como una escena de
película: el dardo incrustado en su palma y todos nosotros congelados entre la
culpa y la risa. Pobre Silvio Rojas, con una mezcla de dolor, miedo y odio, se
marcó un pataleo taconero que más bien parecía un homenaje a la bailaora
"La Chunga", mientras gritaba y nos miraba como diciendo: "Se os
va a caer el pelo".
Ese fue el comienzo del fin para
nuestra querida diana secreta.
La escena fue tan dramática y, al
mismo tiempo, tan cómica, que se convirtió en leyenda. La noticia corrió como
pólvora y, antes de que el recreo terminara, los profesores y el director, Sr.
Llacuna, ya estaban en el lugar del incidente. Nos pusieron a todos en fila
para interrogar sobre el uso indebido de la puerta del baño y del accidente
ocurrido con nuestro compañero. Intentamos usar nuestras mejores excusas, pero
ninguna de nuestras explicaciones resultó convincente ante la mano de Rojas,
que aún tenía la marca de nuestro dardo más potente.
El Sr. Llacuna, con la paciencia que
solo los directores de escuela parecen tener, nos miró a todos y dijo:
—A partir de hoy, la puerta del baño
será solo eso: una puerta. ¿Está claro? Y para que lo recordéis bien, quiero
que me copiéis 1000 veces "No traeré ni jugaré con dardos en la
escuela", y, por supuesto, los dardos quedan confiscados. Si los queréis
recuperar, que vengan vuestros padres a buscarlos.
No hace falta decir que los dardos
los dimos por perdidos. ¿Quién le iba a decir a nuestros padres que pasaran a
recogerlos y que se enteraran de lo que ocurrió? Uffff, mejor callar, ¿no? Con
los hombros bajos, aceptamos el destino de nuestra amada diana y de nuestros
dardos de kiosco. Y así, nuestra era de competiciones épicas y lanzamientos
legendarios llegó a su fin… mmmm, o puede que no para todos.
Si queréis saber si las ganas de
dardos se nos quitaron, os invito a leer este otro post que fijo os sacará unas
risas. Os lo recomiendo: "ANILLOS DEL TERROR DE MATUTANO 2ª PARTE. LA MALDICIÓN DE DARDO".
A partir de entonces, la puerta del
WC nunca volvió a ser la misma. Convertida en un monumento a nuestra era
dardera, llena de agujeros y marcas, quedó como testigo mudo de nuestras épicas
partidas.
¡Aquella diana fue la más precisa y
la más dolorosa de todas nuestras partidas, pero también la más recordada!
Incluso el amigo Rojas quedó inmortalizado en la historia de nuestra escuela.
Nunca volvimos a usar esa puerta
como diana, y los dardos desaparecieron de la escuela (puntualizo: de dentro de
la escuela; si leéis el enlace que os dejé, entenderéis por qué puntualizo).
De lo que estoy completamente seguro
es de las carcajadas que nos echamos recordando aquella escena, que siempre es
de las primeras historias que contamos cada vez que nos juntamos en alguna cena
de viejos alumnos, y repetimos la misma advertencia:
Si alguna vez usas una puerta como diana, asegúrate de que nadie esté dentro... ¡y, sobre todo, que no saque la mano en el momento menos oportuno! jajajajaja
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